febrero 12, 2009

Séptimo Tema: LOS FARISEOS Y EL PROFETISMO MODERADO

Hay que volver a insistir en un punto: la perspectiva que hemos analizado respecto al desarrollo del concepto del “Día del Señor” es la que encontramos en la Biblia Hebrea, misma que fue definida por la tradición farisea-rabínica.
Los especialistas coinciden en que los Fariseos tenían definido casi por completo su canon bíblico hacia finales del siglo I AC, justo en la época en la que los Esenios seguían produciendo material de tipo apocalíptico. Las últimas adiciones al canon bíblico de los Fariseos fueron los libros de Eclesiastés y Cantar de los Cantares, hacia finales del siglo I DC.
Es importante recordar que, en consecuencia, el concepto de “Día del Señor” con el que estamos trabajando hasta este punto es el Fariseo, y vale la pena aclarar que los Fariseos no tuvieron ningún tipo de vocación por la apocalíptica. La mejor evidencia de esto es que ninguna de las referencias de carácter escatológico que encontramos en el Talmud —la obra farisea-rabínica por excelencia— tiene el perfil de la Literatura Apocalíptica. Pueden notarse algunas influencias, especialmente en los textos tardíos del Talmud, pero aún en esos casos es imposible definir tales porciones como apocalípticas.
Es obvio que los textos bíblicos aceptados como sagrados por la tradición farisea son muy anteriores a su aparición como movimiento y, por lo mismo, los conceptos que hallamos en la Biblia Hebrea no pueden ni deben ser reducidos a la mentalidad farisea. Pero también es cierto que fueron los conceptos con los que los Fariseos podían convivir, y por ello quedaron incorporados al canon bíblico.
En esa línea, es un hecho que los textos proféticos que traspasaron las ideas básicas de los Fariseos (por expresar las ideas propias de los Esenios) quedaron excluidos.
Al final de cuentas, sólo podemos hablar de tres textos de claro perfil apocalíptico que hayan sido incluidos en la Biblia Hebrea: el libro de Joel, los capítulos 12-14 de Zacarías, y el libro de Daniel.
El libro de Daniel merece un análisis aparte, pero baste mencionar por el momento que fue incluido como parte de la colección de escritos sapienciales, como Job, Salmos y Proverbios, y no como un texto profético.
Por su parte, Joel y los últimos capítulos de Zacarías fueron incluidos como parte del esquema profético, y son el único punto real de contacto entre la apocalíptica y el pensamiento fariseo.
¿Qué pudo haber permitido que una tradición claramente adversa a la apocalíptica aceptara estos textos como parte de su bagaje espiritual? Sin duda, la innegable ambigüedad de los mismos.
Cierto: Joel y Zacarías mencionan el Día del Señor, e incluso lo mencionan como algo de proporciones y consecuencias terribles, pero sin dar una pista exacta sobre el momento en que debería acontecer (salvo la referencia de Joel a la hambruna producida por una plaga de langosta; misma que, naturalmente, no aporta ningún dato para poder fecharla).
Como iremos viendo más adelante, los Esenios mantuvieron una postura radicalmente diferente, ya que tuvieron expectativas muy concretas y definidas sobre el lugar y momento en que debía acontecer el Día del Señor.
El meollo aquí es una diferente percepción de lo que es la Historia, cuya consecuencia lógica es una diferente percepción de lo que es la profecía.
Los Fariseos entendieron la Historia como un fenómeno cíclico. Los Esenios, por el contrario, como un proceso lineal. Por lo tanto, para la cosmogonía Farisea no existe algo semejante a un destino absoluto, y el ser humano tiene la capacidad —y con ello la obligación— de responsabilizarse por sus actos. En cambio, los Esenios fueron radicales creyentes en la idea de que en el Universo todo estaba ya predeterminado.
La profecía fue, para los Fariseos, el mecanismo de advertencia para confrontar al ser humano con las consecuencias de sus actos. Para los Esenios, en contraparte, fue la predicción de lo que iba a suceder irremediablemente.
Hacia finales del siglo I AC ya estaba perfectamente definida la personalidad de cada grupo: los Fariseos ya llevaban dos siglos de compilación de su tradición oral, de carácter netamente ético, y que más tarde sería integrada en la Mishná. Los Esenios, en esa misma época, estaban a punto de entrar en la fase más intensa de producción de Literatura Apocalíptica.
Podemos decir, entonces, que los Fariseos manejaron una perspectiva “moderada” de la profecía, mientras que los Esenios manejaron la perspectiva “radical”.
¿A qué nos referimos con “moderada”?
Para contestar esa pregunta resultará muy útil revisar el único libro profético bíblico del que todavía no hemos hablado.

Jonás y el modelo del profetismo fariseo

Cualquier lector perspicaz ya habrá notado que no habíamos hecho ninguna mención al más extraño de todos los libros proféticos: Jonás. De hecho, ni siquiera debería ser llamado texto profético debido a que apenas es la anécdota —inverosímil por completo— sobre un problemático profeta galileo. Y, sin embargo, fue incluido como libro profético en el canon bíblico. Privilegio que no tuvo el libro de Daniel.
Es muy poco lo que podemos decir a ciencia cierta sobre este texto, cuyo protagonista es Yoná (Jonás) ben Amitai, mencionado en II Reyes 14.25 como contemporáneo de Jeroboam II (787-747 AC), rey de Israel. Sin embargo, no hay una sola alusión a que haya sido Jonás quien escribió el texto. Más aún: en las crónicas de los reyes de Judá e Israel no hay una sola mención de que un profeta haya predicado en Nínive (capital del Imperio Asirio), y menos aún de que se haya logrado la conversión de los ninivitas. Es, pues, evidente que el texto de Jonás es mucho más tardío.
Sin poder fijar una fecha definitiva, la crítica bíblica considera que el texto es posterior al exilio y la restauración, probablemente del siglo V AC, salvo el pasaje salmódico contenido en Jonás 2.3-10, que debe ser una interpolación posterior.
¿Cuál es el objetivo del libro? Uno didáctico, sin duda, y muy en la línea de pensamiento del fariseísmo posterior: la profecía no es el anuncio de algo inevitable, y aún los más severos decretos de destrucción emitidos por Dios pueden ser revocados por medio del arrepentimiento (teshuvá, en hebreo).
Esta idea ya estaba plasmada en Jeremías 18.7-10, pero el libro de Jonás la ilustra del modo más radical: el anuncio de destrucción es contra el peor enemigo de Israel (Asiria); sin embargo, el arrepentimiento hace que el profeta hebreo quede mal parado (su oráculo no se cumple), y el feroz enemigo del pueblo de Dios sea perdonado.
Algo impensable para los Esenios, que anunciaron la inevitable destrucción de los enemigos del pueblo judío.
Integrando estas ideas, podemos reconstruir la perspectiva que desde hace más de dos milenios marcó la ruta del fariseísmo para entender las profecías: Dios manda a sus siervos profetas para advertir a los hombres sobre las consecuencias de sus actos. Sin embargo, está en las manos de los seres humanos transformar su conducta, y con ello los decretos de Dios. Dicho de otro modo: Dios no es alguien intransigente, sino alguien que mira el corazón de los hombres y acepta de buen agrado la corrección.
Justamente, por ello fue que los Fariseos se avocaron a desglosar hasta los más mínimos detalles las posibilidades de la conducta humana, incluso al grado de hacerse odiosos para mucha gente por causa del excesivo rigor de sus criterios. Pero el punto relevante es este: para ellos, la ética fue más importante que la profecía, porque desde su perspectiva, una conducta correcta, o por lo menos una conducta que se corrige, es suficiente para lograr que Dios retire sus designios o juicios de castigo o destrucción.
Resumamos los criterios esenciales de la tradición farisea respecto a la Historia y la profecía.
En primer lugar, la perspectiva de los Fariseos es que “no hay nada nuevo debajo del sol”, tal y como insistentemente lo repite el Eclesiastés. La Historia es, en lógica con esa afirmación, un proceso cíclico que vuelve a poner al ser humano ante las mismas pruebas y circunstancias.
En segundo lugar, no existe un destino absoluto. El hombre puede tomar su vida en sus propias manos, y construir con ello su propia suerte. Puede abandonarse al devenir de las cosas, pero lo óptimo es que asuma bajo su responsabilidad lo que hace y lo que deja de hacer.
En tercer lugar, la profecía no puede ser —por lógica— un anuncio de algo que es irremediable. Ciertamente, se puede llegar al punto donde lo anunciado sea irremediable, pero antes de ello el ser humano puede cambiar su conducta, y con ello cambiar los designios proféticos de Dios.
¿Qué perspectiva podríamos tener, por ejemplo, de Zacarías 14, desde esta óptica?
En ese pasaje se profetiza un asedio brutal contra Jerusalén, sin que se den pistas claras sobre quienes habrán de protagonizarlo.
Cierto: hay una clara referencia de carácter escatológico, lo que implica que se anuncia que algún día habrá una última batalla, después de la cual vendrá una nueva era para la humanidad.
Los Fariseos, a diferencia de los Esenios, no le pusieron fecha a esa batalla. Por lo tanto, lo que habría que esperar sería que, cíclicamente, Jerusalén sea asediada una y otra vez por las naciones vecinas, hasta que llegue el momento en que esta secuencia cíclica termine.
¿Puede evitarse ese asedio? Sin duda. El estudio de la profecía no tiene sentido, desde la perspectiva farisea, si no hay un compromiso de corregir la conducta personal y colectiva, de tal modo que se garantice que la próxima vez que se llegue al mismo punto las cosas no van a ser igual.
El resumen es simple: no existe el destino. Si Dios pudo revocar el decreto de destrucción contra los asirios (según el libro de Jonás), con mayor razón puede revocar el decreto de asedio contra su pueblo.
De hecho, esta profecía de Zacarías ya muestra un avance en las perspectivas judías: Jerusalén fue asediada y destruida en 587 AC (unos tres siglos antes de la elaboración de este texto), y aquí se anuncia que en un asedio futuro, el pueblo judío saldría victorioso.
¿Puede continuarse con la transformación hasta el punto en el que ni siquiera tenga que haber un asedio sobre Jerusalén?
La ética farisea obliga a suponer que sí. Y con ello, al compromiso por lograr que así sea.

Corresponde ahora empezar a analizar la perspectiva antagónica, la de los Esenios. Debido a la complejidad del tema, ese tópico va a ser abordado como el siguiente asunto del presente trabajo.

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