agosto 03, 2009

EPÍLOGO II: LA ANÉCDOTA POSIBLE

Finales del siglo IV – siglo III AC

Cuando Alejandro Magno entró con sus tropas a Judea sin encontrar ningún tipo de resistencia en 332 AC, tras haberse impuesto en Tiro después de un largo asedio contra la ciudad, fue recibido de modo amable por los líderes del pueblo judío.
En realidad, el rey macedónico no tenía intenciones particularmente conflictivas para con el pueblo judío, que había sido tratado con tolerancia por los emperadores Aqueménidas (persas primero, luego medos).
Varias leyendas judías registraron el encuentro de Alejandro con los principales sacerdotes como algo amable y hasta amistoso. Sin que se pueda verificar la exactitud de tanta benevolencia, lo cierto es que en los siguientes años, incluso después de la prematura muerte de Alejandro casi diez años después, los judíos siguieron siendo respetados en todo lo concerniente a su religión y sus costumbres.
Pero la llegada de Alejandro sólo fue el sutil principio de lo que se iba a convertir en un gran conflicto: el choque del Helenismo con el Judaísmo. Dos culturas con demasiada personalidad propia. La primera, expansiva y conquistadora. La segunda, resistente y sólida.
Es obvio que, con el paso del tiempo, ambas culturas se transformaron y enriquecieron mutuamente, pero el proceso no fue algo sencillo, y las consecuencias fueron, por momentos, terribles.
Durante el transcurso del siglo III AC, muchos sectores de la aristocracia judía se fueron rindiendo a la influencia del Helenismo. No era algo estrictamente nuevo, ya que para esos momentos muchos de los judíos que habitaban fuera de Judea, y dentro de las provincias que habían caído bajo la influencia cultural helénica, o bajo su control militar, se habían ido asimilando poco a poco.
Pero lo que vino a colmar la paciencia de muchos judíos tradicionalistas fue que el helenismo empezara a permear en la sociedad judía en la misma Judea, e incluso en Jerusalén.
Esta situación provocó que se conformase, de modo definido, el primer movimiento jasídico del judaísmo (de la palabra Jasid, piadoso). Aunque no hay registros de que la sociedad judía llegase a niveles importantes de inestabilidad, es lógico deducir que la tensión entre las posturas tradicionalistas y modernistas fue en aumento, aunque de modo discreto.
Todas las sociedades, culturas y religiones pasan por este tipo de procesos, y es frecuente que sea un estímulo externo el que en estos casos detone la violencia.
Este fue el caso para el judaísmo de esa época: el panorama empezó a enturbiarse cuando los conflictos entre los Sirios-Seléucidas y Egipto llegaron al punto de disputar la hegemonía sobre Judea, que había quedado bajo control egipcio tras la muerte de Alejandro Magno.

Siglo II AC – La Guerra Macabea – La Dinastía Hasmonea

Tras una serie de éxitos y fracasos militares, Antíoco III el Grande llevó al Imperio Seléucida a un momento de esplendor que no había conocido, y empezó a imponerse sobre los egipcios. En 198 AC, en la Batalla de Panio obtuvo el control definitivo de toda la zona sur de Siria, y Judea quedó bajo definitivo control sirio.
Sin embargo, las dificultades para los Seléucidas comenzaron cuando Antíoco III intentó conquistar Grecia. Derrotado por los romanos, tuvo que ceder todo el territorio europeo que controlaba, incluyendo la actual Turquía. Obligado a pagar una fuerte indemnización, la muerte lo sorprendió durante una campaña militar en oriente cuyo objetivo era conseguir recursos para saldar su deuda (187 AC).
El reinado de su hijo Seléuco IV Filópator (187-175 AC) estuvo marcado por el agobio de la deuda con los romanos, y terminó de modo trágico cuando Heliodoro, ministro de la corte, organizó una conspiración para asesinar al rey.
En esa coyuntura, Antíoco —el hermano menor de Seléuco IV— aprovechó para hacerse con el trono, aunque según la norma siria le correspondía a Demetrio, el hijo de Seléuco. Antíoco IV tomó el nombre de Epífanes, y pronto se deshizo de Heliodoro. Libre para ejercer el poder, retomó el intento por reposicionar a Siria como una potencia militar.
El problema para el pueblo judío fue que Antíoco IV se propuso disponer de los tesoros del Templo de Jerusalén, y ante las fricciones que esta situación suscitó, dio inicio a una campaña de represión contra el judaísmo, que terminó por convertirse en un abierto intento de imposición de la religión y la cultura helénica en Judea.
Llegado a este punto, Antíoco IV contó con el apoyo de Jasón, hermano del Sumo Sacerdote Onías III, tan complaciente con el helenismo como corrupto y ambicioso. En 173 AC Onías fue depuesto, Jasón ascendido a Sumo Sacerdote, y Antíoco saqueó Jerusalén. La tensión fue incrementándose, y la revuelta contra las políticas de Antíoco IV empezó en 171 AC, cuando se corrió el rumor de que el gobernante seléucida había muerto en Egipto y el pueblo judío depuso a Jasón del Sumo Sacerdocio.
La reacción de Antíoco fue violenta, pero no restituyó a Jasón, sino que puso como Sumo Sacerdote a su hermano menor, Menelao. El Templo de Jerusalén fue profanado, dedicado al culto a Zeús, y se ordenó que se hicieran sacrificios de cerdos en todo el país. Quienes permanecieran fieles al judaísmo quedaron sentenciados a muerte. Finalmente la rebelión estalló en 168 AC, con una guerrilla rural dirigida por un sacerdote de nombre Matatías, y sus hijos Judas y Jonathán.
En términos prácticos, Antíoco IV no tenía por qué tener problemas para aplastar esa rebelión, pero su política internacional no era un ejemplo de prudencia.
Para ese momento, ya había intentado invadir Egipto, pero se había topado con la oposición romana, y pese a su disgusto, Antíoco IV no se atrevió a confrontarse con el nuevo poder expansivo del Mediterráneo.
Además, se lanzó a una inútil campaña para reconquistar Partia y todo lo que en otras épocas fuera la parte oriental del Imperio Seléucida, pero fracaso igualmente. En medio de esa campaña, habiéndose trazado el objetivo de regresar a Jerusalén para volver a saquear Judea y poder seguir financiando sus campañas, la muerte lo sorprendió repentinamente en 164 AC.
Esto fue visto por los combatientes judíos como un regalo del cielo, y por primera vez desde el inicio de la guerra, vieron posibilidades reales de ganar. Judas Macabeo, el hijo de Matatías y para entonces líder militar de los judíos, dirigió a su ejército en varias victorias que permitieron que Jerusalén fuese reconquistada, y en ese mismo año el Templo fue purificado y dedicado nuevamente al culto judío. La única parte de Jerusalén que no fue conquistada fue la ciudadela, defendida por un destacamento de soldados sirios bien pertrechados, y donde se habían refugiado los judíos helenistas.
Este momento crítico fue el catalizador para que terminara de cobrar forma una tendencia mística radical que se había venido desarrollando en el interior del judaísmo desde, por lo menos, cuatro siglos atrás. Este misticismo radical mantenía una visión extrema pesimista sobre el mundo, y una de sus ideas más logradas era que el Fin de los Tiempos era inminente, lo que implicaba el juicio de D-os contra toda la humanidad.
En este punto, esta tendencia mística retomó una añeja tradición del profetismo radical judío, la reelaboró y produjo la primera versión del libro de Daniel, primer texto plenamente apocalíptico de la historia. Haciendo uso de un abigarrado sistema de códigos, expusieron el modo en el que interpretaban la Historia, así como sus expectativas por el inminente desenlace escatológico.
Con este texto cuajó el uso simbólico estrambótico que, eventualmente, caracterizó a los más logrados libros apocalípticos. La visión más impresionante quedó en el actual capítulo 8: dos bestias luchando, y cada una en representación de los reinos de “Media y Persia” (el Imperio Aqueménida) y “Grecia” (el Imperio Macedónico). Esta última bestia tenía un cuerno invencible (Alejandro Magno), que repentinamente fue quebrado para que surgieran otros cuatro cuernos en su lugar (sus sucesores Ptolomeo, Seleuco, Demetrio y Lisímaco). De uno de estos cuernos (el correspondiente a Seleuco), surgió un cuerno extra que “hablaba grandes cosas” y tenía el poder para “derrotar a los santos”: la alusión a Antíoco IV Epífanes es clara, así como la expectativa de que dicho cuerno habría de ser juzgado por D-os mismo, y después de su debacle habría de instaurarse el Reino Mesiánico.
Conforme a lo “profetizado”, Antíoco IV murió mientras intentaba activar una campaña militar contra los partos (en realidad, lo más probable es que la “profecía” se haya escrito justo después de la muerte de Antíoco, cuando la victoria contra los sirios se había vuelto factible y la expectativa era que con ella llegara el Reino Mesiánico). Sin embargo, la parte más relevante —el inicio del Reino Mesiánico— de la predicción no se cumplió. Aunque la mayor parte de Judea fue liberada, como ya mencionamos, un bastión de helenistas logró resistir gracias al apoyo de una tropa siria fuertemente pertrechada en la ciudadela de Jerusalén.
De cualquier modo, Judas Macabeo (aparentemente, ajeno al misticismo radical que redactó el libro de Daniel) empezó a poner orden otra vez en el país, y las cosas regresaron a cierta normalidad, aunque sin lograrse la independencia política (requisito indispensable para que “llegara” el Reino Mesiánico).
Pero la guerra no concluyó allí. Las conspiraciones de los helenistas lograron que dos años más tarde, Damasco ordenase reiniciar el ataque para aplastar a los Macabeos. En 160 AC Judas Macabeo murió en batalla, y las cosas empezaron a pintarse oscuras nuevamente para el pueblo judío.
En este punto, resultaba perfectamente evidente que las “profecías” de Daniel habían fallado, pero los místicos radicales y nacionalistas no tenían tiempo para reflexionar mucho en eso, ya que seguramente se hallaban junto con los combatientes a las órdenes de Jonathán Macabeo (el hermano de Judas, y nuevo líder de la resistencia). Reorganizados del otro lado del río Jordán, empezaron a convertirse en un nuevo dolor de cabeza para los sirios y los helenistas, y en 159 AC Báquides, el general sirio a cargo de pacificar la zona, lanzó una fuerte ofensiva militar contra ellos.
El resultado fue del todo adverso: Jonathán propinó dos severas derrotas a Báquides, y las autoridades sirias tuvieron que reconsiderar la naturaleza de esa guerra. A fin de cuentas, el que la había iniciado había sido un usurpador (Antíoco IV Epífanes) intolerante, y el nuevo gobierno sirio no tenía ninguna intención de suprimir el judaísmo. Por lo tanto, la causa inicial de la guerra ya no estaba vigente. Por el contrario, las fricciones continuaban sólo porque el partido judío helenista buscaba, simplemente, venganza, mientras que los sublevados sólo exigían libertad para practicar su religión en paz, no la independencia.
Báquides negoció con Jonathán Macabeo el armisticio, que se logró relativamente con facilidad. Incluso, se llegó a un intercambio de prisioneros, y en 158 AC la tranquilidad regresó por un tiempo al país. En este contexto, hubo dos grupos que se sintieron profundamente traicionados: los judíos helenistas, cuya posibilidad de recuperar el poder se vio totalmente frustrada; y los místicos radicales apocalípticos, que vieron que el Reino Mesiánico, simplemente, se alejaba cada vez más.
La suerte de ambos grupos fue diferente: los diferendos del partido judío helenista con Báquides llegaron a un punto crítico, y el general sirio organizó una masacre de líderes helenistas para que los demás lo tomaran como lección. Por su parte, los místicos apocalípticos empezaron a replegarse y a aislarse del panorama político, considerando que este era del todo corrupto.
Hubo algo más que exacerbó la postura de estos nacionalistas extremos: Jonathán Macabeo asumió el cargo de Sumo Sacerdote, y empezó a gobernar, de facto, como rey.
Según la perspectiva tradicional, no tenía derecho a una u otra cosa: el Sumo Sacerdocio le correspondía al Clan Saduceo (los descendientes de Zadok), y el trono a la Casa de David, y Jonathán no pertenecía a uno ni a otro (era sacerdote, pero no del selecto Clan Saduceo).
Evidentemente, un grupo de saduceos involucrados en las tendencias místicas apocalípticas terminó de darle forma a su rebelión espiritual. Guiados por un misterioso personaje cuyo nombre no se conservó en los documentos, identificado sólo como el Maestro de Justicia, un importante grupo de extremistas se retiró al desierto para “reconstruir” a escala la sociedad “perfecta”.
Este grupo se hizo llamar a sí mismo “la Nueva Alianza” o el “Verdadero Israel”, si bien la Historia los identifica de modo general como “Esenios”.
Aunque eran, aparentemente, pacíficos, sus posturas políticas representaban un verdadero peligro, ya que es muy factible que estuviesen involucrados poderosos miembros de la Casta Sacerdotal, e incluso de la Casa de David, y es que ellos también habían sido afectados directamente en sus pretensiones de recuperar el trono.
Los Esenios no fueron la única rebelión ideológica contra la “usurpación” de Jonathán Macabeo. Sólo fueron la rebelión aristocrática. El pueblo también asumió una postura crítica, pero de tendencias políticas más moderadas. Dicha reacción popular permitió que se consolidara otra tipo de judaísmo “jasídico” (piadoso): el Fariseísmo. Sin embargo, sus objetivos fueron muy distintos a los de los Esenios. Completamente relegados de la lucha por el poder, los Fariseos empezaron a reflexionar sobre el modo correcto de enfrentarse con las luchas cotidianas de la gente común, y eso en un contexto difícil, justo al final de una guerra que había asolado al país durante casi 15 años.
Pronto quedó claro que los ideales Esenios y Fariseos estaban muy lejos unos de otros, y una fuerte rivalidad empezó a crecer entre ambos grupos. La situación más difícil la sobrellevó la secta Esenia, que empezó a ser perseguida por el grupo en el poder.
Gracias a los textos recuperados en las cuevas del Mar Muerto, sabemos que el Maestro de Justicia fue traicionado por alguien que había estado vinculado con él (identificado como el Hombre de Mentira), y que fue sometido a un juicio injusto por un Sumo Sacerdote (identificado como el Sacerdote Impío, sin que haya elementos para saber si fue Jonathán Macabeo o alguno de sus sucesores). Todo parece indicar que fue condenado a muerte, convirtiéndose en el primer mártir de la secta Esenia.
Los Esenios, completamente convencidos de que, en tanto comunidad, eran el preludio del Fin de los Tiempos, no asimilaron de un modo “normal” el fallo en las profecías de Daniel. Por el contrario: diseñaron un sistema de interpretación que les ayudó a mantener vigentes las predicciones sobre el “inminente” fin del mundo.
La base fue el establecimiento de paradigmas. La guerra contra los sirios no había sido la guerra final (o la Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas), sino el modelo de esta. Del mismo modo, Antíoco IV Epífanes no había sido la “bestia” escatológica, sino el modelo de la misma. Del mismo modo, el Maestro de Justicia vino a ser el modelo del líder Esenio, y el Sacerdote Impío y el Hombre de Mentira los modelos de sus enemigos.
Bajo esta óptica, los personajes o eventos en los que sólo se daba un cumplimiento parcial de lo profetizado, no hacían sino preparar el camino para el advenimiento del cumplimiento definitivo.
El siglo II AC fue muy complejo en cuanto a las relaciones entre los diferentes grupos de la sociedad judía. En su momento de esplendor, los Hasmoneos llegaron a establecer una relación muy estrecha con los Fariseos. Incluso, las reglas de funcionamiento de varios aspectos tan relevantes como el servicio religioso en el Templo de Jerusalén, se hicieron de acuerdo con la interpretación farisea. Por su parte, los Saduceos adoptaron una política relativamente amable. Se sentían despojados de sus derechos, pero eran hábiles y diplomáticos, y supieron mantenerse dentro del complejo juego de la política.
Los helenistas no se metieron en problemas grandes en esta etapa. El nacionalismo judío se iba consolidando, y era evidente que ellos hubieran quedado en desventaja en todo momento. Su único apoyo hubiera podido venir del Imperio Seléucida, pero este estaba en plena decadencia, e incluso Judea logró que se reconociera su independencia total en 127 AC. Reyes Hasmoneos como Alejandro Janneo y Juan Hircano lograron expandir su territorio a costa de las tribus vecinas (con quienes había una añeja enemistad), e incluso los feroces idumeos fueron sometidos, anexados y obligados a tomar la religión judía.
La relación con Roma era, además, cordial. De hecho, la creciente potencia latina había sido un fuerte apoyo para Judea en sus pretensiones de independencia, y el reino judío había correspondido siendo un importante aliado de Roma en la zona. Los Esenios no vieron con buenos ojos esta relación, ya que si de entrada no estaban de acuerdo con una independencia lograda por los usurpadores Hasmoneos, menos aún una complicidad con un reino impío y pagano como Roma.
Este fue el momento en el que Fariseos y Esenios empezaron con una intensa actividad literaria. Los Fariseos comenzaron a compilar mucho material que, eventualmente, sería la base de la Mishná. Los Esenios, por su parte, replantearon su interpretación de la Historia en un nuevo texto que por estas fechas llegó a su forma original completa: Enok. Además, produjeron una gran cantidad de literatura apocalíptica, y seguramente fue la época en la que empezaron a integrar su monumental biblioteca.

Siglo I AC – La ocupación romana – Herodes el Grande

El clímax del esplendor Hasmoneo fue el reinado de la reina Alejandra (76-67 AC). A su muerte, la rivalidad entre sus hijos Hircano II y Aristóbulo II fue mermando la estabilidad de Judea, y en 63 AC el general romano Pomepeyo ocupó Jerusalén para pacificar la delicada situación, pero también para anexar a Judea como provincia romana. Una vez más, la independencia se perdió. Además, desde Hircano II y Aristóbulo II los Hasmoneos empezaron a perfilarse como helenistas.
Para este momento, también había entrado en escena un oscuro personaje: Antípater, gobernador de Idumea durante el reinado de Alejandro Janeo. Hábil político, supo colocarse en medio de las complejas dinámicas del poder en Judea, y en 47 AC fue nombrado como procurador romano en Judea, después de que la dinastía Hasmonea perdiese definitivamente el poder.
A su muerte, su hijo Herodes fue nombrado como rey local por Roma (39 AC), si bien tardó dos años en empezar a ejercer plenamente el poder.
Esta nueva situación radicalizó más a los grupos judíos. Técnicamente, Herodes era judío, pero siempre se le vio como un extranjero debido a que pertenecía a un linaje idumeo. Los Saduceos supieron sacarle provecho a la situación, reposicionándose en el Templo. Aunque no recuperaron la capacidad de ejercer el Sumo Sacerdocio del modo tradicional (vitalicio y hereditario), lograron mantenerse en el poder religioso, aunque siempre a expensas de ser removidos por Herodes o por Roma. De cualquier modo, diversas familias Saduceas se fueron alternando el máximo cargo religioso, y de entre ellas destacó la familia Boeto (Beitim, en la tradición talmúdica farisea), de donde eventualmente surgiría Caifás.
En su intento por establecer una buena relación política con estos grupos judíos, Herodes desposó a dos mujeres de la Casta Sacerdotal (ambas de nombre Mariamne): una de linaje Hasmoneo y otra del clan Boeto. La descendencia de Mariamne Hasmonea fue la que heredó los mayores cotos de poder político (aunque no religioso), razón por la cual la familia Hasmonea terminó por asimilarse al grupo de judíos helenistas, que a partir de esas fechas tuvo en Herodes y sus descendientes a sus más fuertes defensores.
Esa situación no resultó del agrado de los Esenios, que aspiraban a un restablecimiento total del “orden” en Jerusalén, con un trono recuperado por la Casa de David, y el Sumo Sacerdocio ejercido de modo correcto por la persona “correcta”.
Para estas épocas, los Esenios ya habían replanteado casi todos los aspectos de la religión judía, e incluso tenían un calendario diferente al Saduceo para definir los días de fiesta.
Cada grupo empezó a delinear sus propias estrategias, y los Fariseos pronto se vieron en una curiosa competencia con los Helenistas-Herodianos: el proselitismo. Esta situación se dio debido a que hacia finales del siglo I AC, el judaísmo se había convertido en una religión prestigiosa dentro de los contornos del Imperio Romano. Mucha gente —incluso dentro de la aristocracia imperial— empezó a interesarse por el judaísmo, y las conversiones a la fe hebrea empezaron a hacerse relativamente frecuentes. De los grupos judíos, sólo los Fariseos y los Herodianos mantenían una postura que permitiese las conversiones, y pronto estuvieron enfrascados en una fuerte labor proselitista. Se sabe que ambos grupos tuvieron bastante éxito por estas épocas. Por el lado fariseo, hay varios rabinos destacados que menciona el Talmud como conversos. Por el lado Helenista, las conversiones eran el único modo de justificar el ejercicio del poder por parte del clan Herodes, que de hecho era una familia idumea convertida al judaísmo en los tiempos de Alejandro Janneo o Juan Hircano.
No fue algo que facilitara las cosas para los Esenios, debido a que las conversiones tenían consecuencias políticas, no sólo religiosas. El riesgo principal era, claramente, que los conversos de los judíos Helenistas-Herodianos eran un fuerte factor de apoyo internacional para la ocupación romana de Judea. Con todo, no hay evidencia que muestre a los Esenios realizando proselitismo entre los no judíos. Por el contrario: su confianza total (de perfil apocalíptico) estaba en el hecho de que, llegado el momento de enfrentarse en batalla contra los “hijos de las Tinieblas”, D-os habría de darles la victoria.
Es importante, en consecuencia, entender entonces que en el momento en el que nació Jesús de Nazareth, el panorama era complejo en varios niveles. En el político, el problema más evidente era la ocupación. Sin embargo, había varias implicaciones religiosas. En primer lugar, los Herodes no estaban en el poder arbitrariamente, desde su punto de vista. Por el contrario: tenían una justificación religiosa para mantener desplazados del trono a los descendientes del Rey David, y además una fuerte campaña de proselitismo fuera de Judea para garantizar que, a nivel internacional, el judaísmo (o por lo menos su versión propia del mismo) fuera un factor de apoyo político para ellos, pero también ofreciera un rostro amable ante la sociedad romana de lo que era la religión hebrea.
Fue en este contexto donde seguramente se consolidó una nueva perspectiva sobre el concepto mesiánico. Dado que la palabra “Mesías” estaba inevitablemente ligada a las dinastías davídica y aarónica, es probable que por eso se haya preferido el uso del término griego Krystos (Cristo) para referirse a un asunto abstracto, vinculado con el Logos de la filosofía griega.
La prueba de ello está en la Epístola a los Romanos, donde el término “Cristo” es usado de un modo radicalmente distinto al que el judaísmo le da a “Mesías”, pese a que —etimológicamente— son términos equivalentes.
Los Esenios fueron un factor de mucho peso en la complejidad de ese contexto, ya que su perspectiva política sólo contemplaba una opción: liberar a Judea de Roma, requisito indispensable para el establecimiento de lo que ellos entendían como “Reino Mesiánico” o “Reino de los Cielos”.
Y, justamente, la evidencia muestra que Jesús nació en ese contexto Esenio.
¿Hubo problemas con el nacimiento de Jesús? Es dudoso. El relato de Mateo sobre el nacimiento virginal se deriva de una traducción alternativa (y evidentemente errónea) del texto de Isaías 7.14 (que, originalmente, dice que “una joven está encinta”, pero que la Septuaginta traduce “una virgen concebirá”). A partir de ello, Barbara Thiering ha propuesto que dicho relato se refiere a que Jesús nació en abierta ruptura a las estrictas normas esenias sobre la sexualidad y la procreación, razón por la cual hubo una división entre Esenios, debido a que Jesús fue el primer hijo varón del heredero en turno al Trono de David. Sin embargo, no hay ningún elemento extra que nos obligue a asumir que fue así. El relato sobre el nacimiento “sobrenatural” de Jesús tiene dos versiones: Mateo y Lucas. Ambas son radicalmente diferentes, y sólo la de Mateo cita el “cumplimiento” de una profecía. La versión de Lucas, en cambio, tiene todo el perfil de relato propio de la mitología griega (muy similar en su estructura a la de la concepción “milagrosa” de Hércules).
En realidad, ambos relatos son incorporaciones posteriores al texto del Evangelio Original, y la total ausencia del tema en Marcos nos muestra que, originalmente, el nacimiento de Jesús no fue un tema relevante para sus seguidores.
Con ello en mente, podemos suponer que Jesús pudo ser el primogénito del heredero en turno al Trono de David, situación que desde un principio lo colocó en un papel protagónico. Si además —de acuerdo a las tradiciones recopiladas en Lucas— por parte materna fue parte de la familia de los Sumos Sacerdotes, es evidente entonces que su nacimiento fue todo un acontecimiento social en su época: los dos linajes más importantes según la tradición fusionados en un niño. Esa pudo ser la raíz histórica de los relatos del Nuevo Testamento en donde Jesús captura la atención de personajes tan disímiles como los Magos de Oriente o el rey Herodes.
¿Es necesario dar por hecho estos datos? No lo creo. En realidad, la situación pudo haber sido más relativa respecto al “derecho” a heredar el Trono de David. En términos prácticos, hacía siglos que ningún miembro de esa dinastía ocupaba un cargo real de poder, por lo que podemos considerar que la sucesión del linaje estaba, simplemente, cortada. En ese panorama, es factible que hubiese varios “candidatos al Trono”, todos con igual posibilidad de legitimidad, y que Jesús haya sido uno de ellos. Naturalmente, sus seguidores habrían contado la historia como si él fuese el heredero directo, situación que no tiene por qué asumirse de modo literal. Tal vez bastaba con que fuese del clan davídico para suponer que podía reclamar el derecho a ser el Mesías (el Ungido).

Siglo I

Jesús tenía unos once años de edad hubo un acontecimiento que, sin duda, lo conmocionó: el primer levantamiento armado franco contra la ocupación romana, dirigido por dos enigmáticos personajes de los que no sabemos más: un guerrillero llamado Yehuda el Galileo, y un personaje religioso (algunos lo identifican como un fariseo, otros como un sacerdote) llamado Tzadok. Roma pudo contener la rebelión, pero a partir de ese momento quedó claro que el ánimo subversivo en el pueblo judío había llegado para quedarse.
Por todo lo anterior, no resulta extraño que Jesús recibiese, desde muy joven, la influencia de un ambiente radicalizado, en el cual jugó un papel muy importante alguien que, según la tradición cristiana, fue su propio primo: Juan el Bautista, Instructor de la Comunidad Esenia-Qumranita. Sacerdote de alto rango, su predicación fue extrema e incendiaria, ya que se asumía como el preludio al advenimiento de aquel que iba a traer consigo el Reino de los Cielos, que no era otra cosa que Judea libre del yugo romano.
Tal y como lo hemos expuesto en las notas correspondientes, un acercamiento a los textos que hablan sobre Jesús basado en su perfil apocalíptico, nos muestra que Jesús estuvo al frente de un proyecto de levantamiento contra el Imperio Romano, y que gozó del apoyo de importantes personajes de la política y la religión judía (Caifás, el Sumo Sacerdote, entre ellos).
Pero cometió un error “táctico”: pretender asumir, además del rol como rey, el Sumo Sacerdocio, postura que le hizo perder el apoyo de la Casta Sacerdotal, demasiado poderosa como para lograr conjurar el levantamiento.
Jesús fue sentenciado a la cruz, pero la pronta negociación de su hermano permitió que fuera retirado de allí apenas después de unas horas de suplicio, por lo que pudo sobrevivir. Destinado a quedar recluido en Qumrán, es evidente que pudo escapar hacia Galilea, lugar en donde debió reunirse con sus seguidores fieles.
Fue en este punto, entre los años 28 y 30, que uno de sus seguidores (lo más tradicional sería decir que Mateo) elaboró un documento en donde se narraba la historia de Jesús hasta ese punto. A este documento lo hemos llamado en este blog el Evangelio Original. El estilo fue netamente apocalíptico, y la historia quedó contada por medio de símbolos y códigos. Por ejemplo, a Jesús se le denominó “carpintero”, un oficio con un simbolismo bien definido en el libro de Zacarías; a sus principales ayudantes, se les llamó “pescadores”, otro oficio simbólico igualmente explicado, esta vez en el libro de Jeremías.
¿Por qué se optó por este estilo? En primer lugar, porque ese era el modo Esenio-Qumranita de escribir. Pero también resultó determinante el hecho de que había gente demasiado importante involucrada en el proyecto, y no hubiese sido prudente exponerlos. El más afectado hubiera sido Caifás, y con él, toda la estructura religiosa de Judea. Por ello, el autor del Evangelio Original diseñó personalidades alternas para referirse a ciertos personajes (como Caifás, referido también como el Apóstol Pedro o como el Diablo).
Pero es obvio que el asunto no pasó desapercibido, y es un hecho bien sabido que en la década de los 30’s se empezó a dar una radicalización creciente en Judea. En 36 hubo un conato de revuelta en Samaria, y la brutal intervención de las tropas romanas para imponer el orden provocó un escándalo, que culminó con la deposición de Poncio Pilatos como procurador. La llegada de un nuevo dirigente romano también marcó la sustitución de Caifás como Sumo Sacerdote, pero ni siquiera esas medidas hicieron que se regresara a la estabilidad.
Es muy probable que, como parte del intento por neutralizar a los radicales en Judea, el proselitismo judío en el resto del Imperio haya tenido un momento de auge. El asunto se volvió tan inquietante, que el emperador Claudio prohibió las conversiones al judaísmo, e incluso ordenó que los judíos fueran expulsados de Roma. El historiador Suetonio registró este evento, mencionando que todo fue culpa de un agitador conocido como Cresto (¿acaso Jesús, el Cristo? No sería nada inverosímil).
Esta mediad no afectó el proselitismo de los judíos helenistas y herodianos, que no incluía una conversión formal al judaísmo, ya que aspectos rituales básicos (la circuncisión, las leyes dietéticas) fueron considerados como prescindibles, y es seguro que la influencia de esta visión “moderna” y “espiritual” del judaísmo haya seguido ganando adeptos.
Muy probablemente, las mismas autoridades romanas estaban conscientes de que el judaísmo helenista podía seguir con su actividad proselitista. Pero les resultaba conveniente, ya que se levantaban simpatizantes del judaísmo por todo el Imperio, pero con una postura de franco apoyo al status de Judea como provincia romana, y eso venía a ser un fuerte contrapeso contra los radicales.
Hubo un personaje destacado en la promoción de este tipo de judaísmo “ligero”, apto para no judíos: Saulo de Tarso, o el Apóstol Pablo.
El contenido de su predicación era perfectamente helenista, y una de sus mayores insistencias era que la esencia del judaísmo no estaba en la Ley Escrita, sino en el nivel espiritual de la misma. La Ley del Espíritu era la que debía guiar a los creyentes, no las reglas intransigentes y extremas de los radicales Esenios (muy seguramente, la expresión “las obras de la Ley” que aparece varias veces en la literatura paulina, originalmente se refiera al texto Preceptos de la Torah [MMT] de Qumrán).
En el centro de la vida del creyente estaba el Cristo, plena encarnación del Logos de la filosofía griega, canal mediante el cual se volvía a unir lo divino con lo humano.
Es muy evidente que dicho concepto de Cristo no tenía nada que ver con su equivalente en hebreo, Mesías. La razón es simple: “Mesías”, en tanto tecnicismo, se refería a dos personajes bien definidos de la aristocracia judía: el posible heredero al trono de David, o el Sumo Sacerdote en funciones. Por ello, es lógico que el judaísmo helenista no haya querido hacer uso de la palabra “ungido” en hebreo, ya que sus connotaciones eran demasiado claras, y además con un contenido nacionalista en potencia. En cambio, prefirieron el término griego, Krystos, para dejar bien claro que no se estaban refiriendo a los “ungidos” de la tradición judía, sino a algo que podían proponer como más trascendental.
Esta controversia entre el radicalismo político-religioso que confrontaba a los Esenios-Qumranitas, por un lado, con los helenistas de Pablo, por el otro, no fue la única que sacudía al judaísmo de ese tiempo.
Aparte, el judaísmo helenista había llegado a un gran nivel de desarrollo filosófico en Alejandría, Egipto, y el misticismo y la espiritualidad también fueron tema de notables controversias.
Es muy seguro que haya habido discusiones entre helenistas alejandrinos y Esenios, pero la controversia más interesante es la que factiblemente se dio entre los mismos judíos helenistas.
Todo parece indicar que había un fuerte discordancia en cuanto a la naturaleza del Cristo: por un lado, se tenía la opinión de que el Cristo-Logos no estaba, necesariamente, en conflicto con el mundo material; por el otro, una total negación de la posibilidad de que dicho Cristo-Logos pudiese existir en el plano material, del todo imperfecto y prisión del alma.
Esta última postura fue la que, eventualmente, derivó en lo que hoy conocemos como gnosticismo.
¿Cómo se identificaban estos judíos de línea helenista, así como sus prosélitos, cuyo principal tema de reflexión era el Cristlo-Logos? Es muy obvio: cristianos. Claro, el término no se había convertido en un tecnicismo tan preciso como lo vendría a ser en el siglo II. Pero una cosa es clara: el cristianismo, en tanto doctrina de que la justificación del hombre se logra por medio de la fe, sin las obras de la Ley Escrita, ya existía desde la época en la que Jesús de Nazareth era joven, y es probable que desde antes.
De hecho, en la predicación original del Apóstol Pablo, así como en las controversias entre místicos alejandrinos y proto-gnósticos, es muy dudoso que se haya mencionado alguna vez a Jesús de Nazareth. En realidad, lo más probable es que ni siquiera hayan sabido quién fue. En todo caso, un Mesías (ungido) judío, razón por la cual no era tema relevante de discusión.
La total ausencia de referencias en las epístolas de Pablo hacia el Evangelio Original confirma que, durante el período que va entre los años 40 y 70, Jesús de Nazareth no fue un tema real de reflexión por parte de los grupos judíos en controversia.
En 58 o 59 las cosas empezaron su proceso final: un ataque a Jerusalén por parte de una grupo de sicarios (4 mil, según las fuentes más creíbles; 30 mil, según otras) fue saldado con una masacre en el Monte de los Olivos, y la inestabilidad política y social se intensificó de un modo incontrolable.
Para los Esenios fue un momento sumamente excitante, ya que sus paradigmas proféticos volvieron al plano de la realidad: del mismo modo que, unos dos siglos atrás, el fundador de la secta —el Maestro de Justicia— había sido traicionado y martirizado bajo las órdenes de un “sacerdote impío”, Yaacov el Justo (el Apóstol Santiago), líder de la secta, fue asesinado por órdenes del Sumo Sacerdote Anán II.
Desde la perspectiva esenia, la mayor luz de Israel había sido apagada, y lo único que quedaba por esperar era el Fin de los Tiempos. No había duda: el paradigma iniciado por el Imperio Seléucida era ahora cumplido por el Imperio Romano, y sólo faltaba esperar la manifestación del gran enemigo del pueblo judío, contra el que habrían de enfrentarse en la guerra final, la Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas.
La guerra empezó en el año 66, y en un principio las tropas judías se alzaron con notables victorias. Esta situación obligó a que Nerón cambiara al mando militar en Judea, y la campaña contra los rebeldes quedó en manos del más brillante militar romano: Vespasiano. Cuando hizo su aparición en la escena y el curso de la guerra empezó a cambiar, a los Esenios les quedó claro que había aparecido el segundo Antíoco, la verdadera Bestia.
Hubo, en consecuencia, un notable auge en la escritura de literatura apocalíptica, destinada a mostrar como Vespasiano era el cumplimiento de todo lo profetizado, y de cómo D-os mismo habría de ser quien interviniese al final para dar la victoria al Pueblo de los Santos.
El texto más interesante que se elaboró en este contexto fue el que terminó anexado al libro de Daniel, y que comprende los capítulos 2, 7 y 9.20-27. En este pasaje se hizo todo un replanteamiento de la visión de las dos bestias (Daniel 8), enfocado a mostrar como Vespasiano era el verdadero “cuerno final”.
Además, se anexó una reinterpretación radical de la profecía de los 70 años de exilio hecha por Jeremías, en la que se planteó que estaba a punto de concluir el período de 70 Semanas (490 años) para llegar al Fin de los Tiempos. El cálculo no era correcto, pero de todos modos fue notable para los recursos históricos de la época: a partir del año 445 AC, cuando Nehemías había extendido el decreto para reconstruir Jerusalén, habían transcurrido 510 años, no 490. Un margen de exactitud admirable.
Aparte de estos anexos al libro de Daniel se escribieron otros textos. No sabemos si fueron textos breves e independientes, o parte de un libro bien definido. El caso es que, de un modo u otro, quedaron conservados en el libro que conocemos como Apocalipsis de Juan.
¿Cómo llegaron allí? Debido a la debacle de los Esenios.
En 69, Roma entró en una seria crisis política. Tras el suicidio de Nerón, hubo una inestabilidad extrema en las más altas cúpulas de poder, y en el transcurso de un año hubo cuatro emperadores. El último, justamente el que llegó para estabilizar la situación, fue el mismo Vespasiano, situación que confirmó a los Esenios que este general romano era la verdadera Bestia del Fin de los Tiempos.
La resistencia judía no fue rival para las bien armadas y disciplinadas tropas romanas. En 68 había caído el monasterio de Qumrán, seguramente adaptado como fortaleza para la guerra. En 70 cayó Jerusalén, y la resistencia quedó reducida a tres fortalezas construidas en la época de Herodes el Grande: Herodio, Maqueronte y Masada.
El curso de la guerra quedó registrado en otro texto Esenio impresionante: el Rollo de la Guerra, o la Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas. En este libro se narra como, en un principio, fueron los judíos los que llevaron la ventaja sobre Roma; luego, como Roma logró recuperar la iniciativa en la guerra. Y se anunció como en el punto final, sería D-os mismo quien resolvería el conflicto a favor de los combatientes judíos.
El cálculo profético falló, y Masada —la última fortaleza en seguir resistiendo— cayó en el año 73. Con ello, llegó a su fin la era de los Esenios. Su enorme biblioteca había sido escondida en las cuevas aledañas a Qumrán, en la zona del Mar Muerto, seguramente a la espera de la victoria que no llegó. Esos documentos quedaron enterrados durante casi dos mil años, y hoy son un extraño testigo de la catástrofe de una secta que le apostó todo a su misticismo radical.
En esta situación, es evidente que varios textos Esenios llegaron a quienes, originalmente, ni siquiera debían conocerlos. Por lo menos, el Nuevo Testamento nos ofrece evidencia de que un grupo de textos apocalípticos hechos durante los últimos días de guerra contra Roma, además del Evangelio Original, cayeron en manos cristianas. Y ese fue el detonante para que la controversia dentro de estos grupos de judíos helenistas, así como sus prosélitos, tomase otro matiz.
Lo más significativo para ellos fue descubrir que, casi medio siglo atrás, un oscuro carpintero había tenido una vida prodigiosa, haciendo milagros y dando predicaciones llenas de tesoros espirituales. Perseguido por la envidia de los poderosos, había sido traicionado y muerto en la cruz, pero poco después había resucitado.
No había duda: Jesús de Nazareth era el Cristo-Logos encarnado como humano.
La evidencia muestra que quienes tuvieron el primer contacto con este texto fueron los místicos de influencia alejandrina que discutían sobre la naturaleza del Cristo-Logos. Por el lado de los que rechazaban que este pudiese encarnarse como parte del mundo material, se consolidó lo que hoy conocemos como gnosticismo. Por parte de sus contrincantes, se consolidó como lo que en el Nuevo Testamento identificamos como cristianismo joánico.
Este último grupo produjo un texto monumental, en el que retomaron los temas que años atrás habían discutido con los Esenios, dándoles una nueva interpretación a la luz de la figura de Jesús. Este libro suele ser identificado por los académicos como el Evangelio de los Siete Signos, y fue la base para que posteriormente surgiera el Evangelio de Juan. Por su parte, los gnósticos también entraron en una frenética producción literaria que, a lo largo del siglo II, produciría todo el corpus de evangelios y textos gnósticos, también conocidos como apócrifos del Nuevo Testamento.
Sin duda, la “noticia” de que se había descubierto quién había sido la encarnación del Logos sacudió el medio de prosélitos del judaísmo helenista. El apóstol Pablo ya había muerto, pero uno de sus discípulos griegos se lanzó hacia Judea para investigar quién había sido este Jesús de Nazareth.
La tradición identifica a este personaje como Lucas, el autor del Evangelio que lleva su nombre y de los Hechos de los Apóstoles. Aunque es un hecho que ambos textos se consolidaron de un modo más complejo, lo cierto es que Lucas bien pudo ser el punto de contacto entre los prosélitos del judaísmo helenista y la idea de que el Cristo-Logos se había encarnado en Jesús de Nazareth.
Para cuando Lucas apareció en Judea, el Evangelio Original ya se había traducido al griego, y era evidente que por aquí y por allá se empezaban a recolectar “anécdotas” sobre Jesús, mismas que se iban integrando, fusionando y anexando en cada copia nueva que se hacía del Evangelio Original. El propio Lucas hizo su propia recopilación de material externo al texto Esenio, y tuvo el acierto de recuperar una versión bastante próxima al original (si no es que el original mismo) del libro que hablaba sobre Jesús.
De todos modos, no hubo control sobre la forma en la que el Evangelio Original fue alterándose e incrementándose, y al iniciar el siglo II debieron existir demasiadas versiones. Fue necesario, en consecuencia, poner cierto orden en ellas. Poco a poco, los diversos relatos se fueron integrando en versiones más ordenadas —lo que hoy llamamos “recensiones”—, y en el transcurso de la primera mitad del siglo II se consolidaron tres versiones definitivas.
La que se produjo en Roma se atribuyó a Marcos; la de Judea, a Mateo; y la griega, a Lucas.
Por su parte, el material apocalíptico extra que llegó a manos cristianas —seguramente de judíos místicos de línea alejandrina—, fue reelaborado y reinterpretado, surgiendo así el Apocalipsis de Juan. Aquí se logró todo un replanteamiento de la escatología Esenia: el Fin de los Tiempos ya no era un momento histórico definido, sino una vivencia de dimensión espiritual, misma que se repetía cada vez que la comunidad de fe se reunía para reforzar su propia comunión.
La literatura de la tradición paulina también sufrió cambios importantes, debido a que con la identificación de Jesús como el Logos, también llegó la primera controversia teológica cristiana, cuyo adversario principal fue el gnosticismo. En consecuencia, a los textos escritos por Pablo (cartas, básicamente), se les hicieron anexos para rechazar la postura gnóstica, y más aún, para identificar a Jesús como el Cristo.
El resto de los grupos judíos corrió suertes diferentes.
Los fariseos fueron la única tendencia que sobrevivió relativamente ilesa a la guerra contra Roma. Desde finales del siglo I AC se habían establecido dos escuelas clásicas: la de Hillel y la de Shamai.
Los seguidores de Hillel siempre mantuvieron una postura moderada y realista respecto a la guerra. No fueron convencidos por el misticismo Esenio, y al ver que enfrentarse contra Roma era equivalente a un suicidio, optaron por mantenerse al margen. Los seguidores de Shamai, en cambio, eran extremos nacionalistas. Es muy dudoso que hayan compartido las expectativas proféticas de los Esenios, pero estaban radicalmente en contra del Imperio Romano, por lo que su participación en el levantamiento fue total, del mismo modo que su debacle.
En el año 70, el rabino Yojanan ben Zakkai recibió la autorización para establecerse en Yavne al frente de la academia rabínica que allí había. Allí se dedicó a reorganizar el judaísmo, que había perdido su principal referente religioso: el Templo de Jerusalén.
Su aportación fue genial: el judaísmo dejó de ser una religión basada en su Casta Sacerdotal, y la nueva dirigencia quedó en manos de los maestros o rabinos (y de allí el nombre de Judaísmo Rabínico). Ante la pérdida del territorio nacional, se orientaron hacia un territorio abstracto pero eficaz: la Torah. Esta brillante reorientación definida por Ben Zakkai permitió que durante los siguientes 19 siglos, pese a ser un pueblo sin patria y errante, los judíos lograran sobrevivir.
Hubo, por otro lado, sobrevivientes del movimiento Esenio. Las únicas referencias que nos han llegado de ellos provienen de fuentes cristianas, así que el único aspecto que podemos tener claro de ellos es en referencia a Jesús. Desde esta perspectiva, sabemos que hubo dos tipos de grupos de sobrevivientes: los que habían seguido a Jesús, y los que habían estado en su contra.
Los primeros son los llamados Ebionitas; los otros, los Nazarenos-Mandeanos, o Cristianos de San Juan. Los comentarios que San Jerónimo hizo sobre dichos grupos tienen un detalle interesante: registran que conservaban una versión del Evangelio de Mateo, de la que habían quitado todas las referencias a Jesús como el Salvador. Muy probablemente, San Jerónimo tuvo acceso al Evangelio Original, conservado por estos grupos.
La situación del cristianismo pasó a volverse muy compleja. Por una parte, su origen estaba en tendencias judías muy disímiles unas de otras, aunque todas fuesen de línea pro-helenista. Por el otro, el movimiento paulino se había extendido demasiado en el aspecto geográfico, y había gente de múltiples regiones, cada una con su propia cultura e idiosincrasia. Eso no ayudó a que el movimiento se homogeneizara.

Siglos II - IV

Es evidente que desde el siglo II se hicieron intentos por establecer límites claros de lo que era ser cristiano o no, y para ello tuvo que empezar a definirse la condición del “hereje”. El primero en aportar un texto básico para ello fue Ireneo de Lyón, que escribió su tratado “Adversus Aeresses” para describir las características de los mismos.
Curiosamente, fue debido a esas controversias que el cristianismo empezó a poner atención a la necesidad de definir un corpus de Textos Sagrados.
El primero en proponer algo semejante a un canon, fue Marción, un hereje rechazado por el cristianismo oficial posterior debido a sus posturas, sumamente influenciadas por el gnosticismo.
Además, desde los últimos años del siglo I las comunidades cristianas empezaron a enfrentar un problema que no habían previsto: la persecución imperial. Originalmente, el cristianismo había asumido una postura pro-imperial, distanciándose con ello del judaísmo radical de los Esenios. Sin embargo, para este momento su plena convicción de que la divinidad se había encarnado en una persona diferente al César, provocó un choque de perspectivas que muchos emperadores romanos no quisieron tolerar. Domiciano, en el año 95, fue el primero en lanzarse a la cacería de los cristianos, pero era un proyecto sin posibilidades de éxito, debido a que ya eran demasiados en todo el Imperio.
Tradicionalmente, se cree que este fue el punto donde se escribió el Apocalipsis de Juan, pero esta idea es errónea. Acaso, fue el punto en donde recibió su estructura definitiva (aunque todavía se le harían algunos añadidos posteriores), basada en textos apocalípticos qumranitas de la época de la guerra contra Roma.
Estas dos situaciones (las controversias contra los herejes de tendencias gnósticas y las persecuciones imperiales) empezaron a proporcionarles a las comunidades cristianas un cierto sentido de unidad. En consecuencia, el siglo II fue de una intensa producción literaria, cuyo objetivo (acaso involuntario, pero inevitable) fue la construcción del mito sobre el cual tenía que sustentarse la fe cristiana.
Entendiendo que el mito no es un cuento, sino una base para poder interpretar el funcionamiento de un cosmos, el cristianismo reelaboró su propia historia para poder construir un discurso coherente.
En consecuencia, hubo que rehacer la historia a partir de Jesús como personaje central, como si desde un principio todo hubiese girado en torno a él, incluyendo las profecías de la literatura sagrada hebrea.
El resultado fue bastante notable, si consideramos que nunca tuvo una sola directriz, sino que fue más bien producto de un esfuerzo espontáneo y colectivo. Por ello, al final de cuentas fue imposible que el mismo cristianismo se consolidase de modo homogéneo, y aún tras sobreponerse a la controversia con el gnosticismo, quedaron sentadas las bases para que las Iglesias de Oriente y Occidente nunca pudiesen sincronizarse por completo.
A finales del siglo III la situación era crítica para el Imperio Romano, y cuando Constantino tomó el poder, se propuso devolverle unidad a una estructura política, social y religiosa en proceso de resquebrajamiento.
Constantino calculó que el cristianismo podía ser la ideología que le devolviese unidad a su Imperio, toda vez que era un tipo de religión que podía adaptarse a cualquier lugar. Por ello, empezó a promover la cristianización del Imperio, pero pronto descubrió que eso no resolvía del todo el asunto.
Las diferencias entre Oriente y Occidente volvieron a aflorar, y Constantino tuvo que convocar a la primera reunión de obispos cristianos en el año 325, en la ciudad de Nicea. Este primer concilio universal tuvo como aspecto central la discusión sobre la naturaleza de Jesús, ya que muchos cristianos de Oriente se rehusaban a admitirlo como D-os. El liderazgo ideológico de este grupo había sido ejercido por Arrio, y de allí que se le llame arrianismo a esta tendencia que no acepta la deidad de Jesús.
El arrianismo fue declarado herejía en el concilio de Nicea, pero no significó su derrota. Hacia los últimos años de vida de Constantino, el arrianismo había cobrado una fuerza notable, al punto que había celebrado su propio concilio en el que había declarado herético al concilio de Nicea, y el mismo Constantino —que se mantuvo pagano toda su vida— al bautizarse en su lecho de muerte, lo hizo con un obispo arriano.
No fue sino hasta el final de siglo IV que Teodosio concluyó la labor de Constantino, declarando al cristianismo como religión oficial del Imperio, y promoviendo que se dejara definido el corpus de textos sagrados del cristianismo.
En consecuencia, en los concilios de Roma (local), Nipona y Cartago (universales), se le dio forma definitiva al Nuevo Testamento.
Fue en este punto donde se consolidaron los añadidos finales y retoques que dejaron a esta complicada colección de textos lista para ser el Texto Sagrado de la Religión Imperial.
Los aspectos más relevantes fueron la disociación de Jesús de Nazareth de su original perfil subversivo, y su consecuente transformación en lo más lógico para la cultura greco-latina: una deidad solar.
Fue entonces que debieron definirse ciertos aspectos más bien inverosímiles en el relato de los Evangelios, como Poncio Pilatos resistiéndose a crucificar a un subversivo y lavándose las manos, así como el pueblo judío asumiendo la exclusiva responsabilidad por la ejecución de Jesús. Otros detalles definidos en esta etapa serían los perfiles paganos de Jesús, como la ubicación de su fecha de nacimiento en diciembre 25 (aunque dicho dato no fuera incluido en el texto) y su resurrección después de tres días de muerto (conceptos relacionados con la astrología pagana).
Debe quedar claro un aspecto fundamental para entender, a la luz de su contexto, la naturaleza del Nuevo Testamento: es un producto de la Iglesia Imperial.
Hasta el siglo III y principios del IV, la Iglesia Cristiana no tuvo definido el corpus de Textos Sagrados. Había algunas colecciones que podríamos definir como quasi-cánones, pero eran variadas y con diferencias importantes, no sólo en cuanto a los libros que las integraban, sino también en cuanto al propio texto.
Pero es lógico que no hubiese una urgencia por homogeneizar dicha “lista”, ya que el cristianismo no era un movimiento unificado. Si tan sólo pensamos en lo que después se convirtió en “cristianismo oficial”, había tantas formas como regiones en el Imperio Romano de Occidente. Y además, estuvieron las tendencias arriana y gnóstica.
El requerimiento de un corpus de textos sagrados sólo puede lograrse a iniciativa de una religión formalmente organizada, y ni la Biblia Hebrea ni la Biblia Cristiana son la excepción.
La “lista oficial” de textos que conforman el Tanaj (Biblia Hebrea) sólo quedó definido hasta que el Judaísmo Rabínico también estuvo bien delimitado en su modo de funcionar. Anteriormente, el Judaísmo Rabínico o Fariseo era sólo una de varias formas de judaísmo, y estaba sometido en varios aspectos al Judaísmo Sacerdotal, el más antiguo, y de donde había surgido el texto básico para todos los judíos: la Torá. Mientras el Judaísmo Rabínico compartió espacio con los Saduceos y los Esenios, su propia perspectiva de un corpus de Textos Sagrados también coexistió con las perspectivas de sus contrincantes.
Del mismo modo, el cristianismo tuvo, durante los siglos II al IV, tantos corpus de Textos Sagrados como tendencias, y no fue sino hasta la plena oficialización que la lista definitiva se produjo, así como el texto oficial de cada libro.
Además, debe tomarse en cuenta que esta formalización del cristianismo, y con ello de su Texto Sagrado, fue parte de una estrategia de las autoridades para rescatar la unidad de un Imperio que estaba en pleno proceso de resquebrajamiento. Por ello, la personalidad fundamental del Nuevo Testamento es el intento de amalgamar diferentes tendencias.
¿Cuáles fueron incluidas? Básicamente, las dos que —a juicio de las autoridades imperiales— podían coexistir: la paulina y la joánica. El arrianismo y el gnosticismo quedaron fuera. Por su parte, la apocalíptica fue incorporada casi por fuerza, ya que era el único tipo de literatura que contenía referencias históricas sobre Jesús. Lo cierto es que su modo de interpretación tuvo que ser replanteado por completo. No fue una labor que tuviese que iniciar desde cero, ya que quienes habían reelaborado el Evangelio Original y los textos que se convirtieron en el Apocalipsis de Juan ya habían hecho una gran parte de ese replanteamiento, pero lo cierto es que la perspectiva teológica definitiva del cristianismo sólo quedó lista en el siglo IV.
Los grandes teólogos de la patrología anterior sólo fueron eslabones en ese proceso, y pese a que hubo grandes lumbreras del pensamiento cristiano —como Orígenes de Alejandría o Tertuliano—, personajes más oscuros y menos brillantes terminaron por ser quienes impusiesen sus puntos de vista —como Eusebio de Cesárea, cuya literautra evidencia una mente poco privilegiada, pero que fue fundamental durante el Concilio de Nicea—. Finalmente, sólo fue hasta que toda la estructura organizada del Cristianismo estuvo lista que pudo aparecer el teólogo que resumiese todos los esfuerzos anteriores, y sentara las bases para el desarrollo del cristianismo medieval: Agustín de Hipona (354-430).

A modo de resumen

¿Qué es el cristianismo? Según su propio mito, el movimiento espiritual que se derivó como consecuencia de la vida, obra y enseñanzas de Jesús de Nazareth (independientemente de cómo entienda cada tendencia estos aspectos).
Sin embargo, las investigaciones modernas coinciden en un aspecto fundamental: el cristianismo no surgió de la nada, sino que fue resultado del proceso que el propio judaísmo del siglo I ya llevaba bien avanzado, y en el que la guerra contra Roma y la consecuente destrucción de Jerusalén y el Templo jugaron un papel decisivo.
Dicho de otro modo: Jesús de Nazareth no habría sido un revolucionario del pensamiento religioso, sino parte de un proceso de transformación que ya se venía dando.
Sin embargo, aún esta perspectiva es limitada para entender como, hacia finales del siglo I, el cristianismo ya estaba enfrascado en una discusión interna (la controversia gnóstica) poco verosímil para el judaísmo casi contemporáneo a las controversias entre Fariseos y Esenios.
El meollo para acercarnos a la verdadera naturaleza del proceso del que estamos hablando es entender que el Nuevo Testamento no fue un proyecto de los seguidores de Jesús, sino un producto de la Iglesia Imperial del siglo IV.
En ese corpus literario quedaron integrados textos de, por lo menos, tres diferentes orígenes: literatura mística Esenia (apocalíptica), literatura mística de influencia alejandrina y anti-esenia (corpus joánico), y literatura doctrinal propia de las comunidades de prosélitos del judaísmo helenista (corpus paulino).
Además, debe tomarse en cuenta que la versión final (el Nuevo Testamento), es resultado de la continua reelaboración que dichos documentos tuvieron durante un proceso de tres siglos.
Para poder hacer la labor hermenéutica, hay que empezar por separar los fragmentos más evidentemente vinculados con su origen, y luego intentar leerlos en la perspectiva del siglo I, no la del siglo IV (que es la que determinó la redacción final).
El resultado es interesante, ya que nos muestra que no es del todo exacto suponer que el cristianismo se derivó de los movimientos judíos del siglo I AC. En realidad, es muy factible que en ese momento (antes del nacimiento de Jesús de Nazareth), el cristianismo ya existiese como un movimiento relativamente organizado, y con sus planteamientos doctrinales básicos ya definidos.
Sólo así podemos entender por qué, a mediados del siglo I, el Apóstol Pablo ya hablaba del Cristo en un sentido demasiado alejado del concepto judío de Mesías, si bien se supone que ambos términos son equivalentes.
Lo que estamos proponiendo en este análisis enfoca este punto desde dos perspectivas: en primer lugar, el concepto que Pablo manejaba del Cristo-Logos no era nuevo, sino que el judaísmo helenista ya lo planteaba de ese modo o de uno muy similar; en segundo lugar, Pablo no estaba hablando de Jesús de Nazareth, personaje al que no conoció personalmente, y del que nunca se enteró por medios escritos (toda la historia de la visión de Pablo sobre Cristo estaría dirigida, originalmente, al Cristo-Logos, pero no a Jesús de Nazareth; la vinculación del Cristo-Logos con Jesús es posterior).
El punto crítico (ya se mencionó) fue la debacle del judaísmo Esenio al final de la guerra contra Roma. Derrotados y casi exterminados, perdieron el control sobre sus textos exclusivos, y fue cuando el Evangelio Original y otros textos apocalípticos llegaron a manos cristianas. Este acontecimiento marcó un giro radical para el cristianismo, que en ese punto empezó a plantearse que el Cristo-Logos del que tenían muchas décadas hablando, se había encarnado en un personaje concreto.
La consecuencia fue simple: una intensa actividad literaria durante un proceso de unos 75 años, en los cuales el Evangelio Original derivó tres versiones diferentes (Mateo, Marcos y Lucas), los místicos de tendencia alejandrina produjeron otro texto original (el Evangelio de los Siete Signos, del cual se derivó el Evangelio de Juan), el gnosticismo tomó su forma y contenido definitivos, y la literatura de la tradición paulina fue ampliada y organizada.
Aunque el proceso distaba de estar finalizado a mediados del siglo II, es un hecho que los aspectos estructurales básicos de cada tendencia (la neo-apocalíptica, la joánica, la gnóstica y la paulina) ya estaban bien delineados. Durante los siguientes 300 años, el proceso fue de depuración: se establecieron las preferencias de ciertos libros sobre otros, y el texto fue recibiendo añadidos menores para ajustar su contenido a las nuevas realidades que los cristianos iban enfrentando (las dos principales, la persecución imperial y el distanciamiento definitivo del judaísmo).
Naturalmente, siendo un movimiento espontáneo y no centralizado, era imposible que se llegara a un solo canon y a un solo texto. Esto sólo fue posible hasta que la Iglesia entró a su fase Imperial, a partir de Constantino, con todas las implicaciones políticas que ello conllevó.
¿Qué podemos concluir de todo lo analizado?
Algo que parece tan obvio, pero que lamentablemente todavía sigue incomodando a muchos teólogos, líderes religiosos, y —sorprendentemente— académicos: que el cristianismo es un fenómeno tan humano como cualquier otra religión, y que para entender su naturaleza, así como sus aspectos cuestionables, sus puntos perfectibles y sus mejores valores humanos, es indispensable trascender el mito que cuenta que, hace dos mil años, D-os mismo se encarnó en un ser humano de modo milagroso, desarrollando una vida milagrosa, y resucitando tres días después de ser martirizado.
A fin de cuentas, del mismo modo que todos los mitos, esa visión obedece a la necesidad de un grupo surgido y consolidados entre los siglos I AC y IV DC, para explicarse su realidad, sus sufrimientos, sus esperanzas, y poder seguir adelante.
Y, como colofón, rescatar la verdadera personalidad del personaje judío del siglo I que luego sirvió como inspiración para construir el mito del Cristo que, desde hace unos 18 siglos, es la base de la creencia del cristianismo: Jesús de Nazareth, el Esenio-Qumranita que le apostó su vida al proyecto de liberar a su país de la ocupación romana, pero que se topó con un enemigo al que no pudo derrotar: él mismo, y su incontrolable ansia por ostentar todo el poder político y religioso del judaísmo en su momento.