junio 28, 2009

Cuarto Tema: ¿HABLO PABLO DEL JESÚS HISTÓRICO?

En las trece epístolas de la tradición paulina (se excluye Hebreos), sólo hay quince referencias a los Evangelios canónicos, y son las siguientes:

Romanos
a) 2.1 – Mateo 7.1 / Lucas 6.37
b) 12.14 – Lucas 6.28
c) 13.6-7 – Mateo 22.21 / Marcos 12.17 / Lucas 20.25
d) 16.13 – Marcos 15.21

I Corintios
a) 7.10-11 – Mateo 5.32; 19.9 / Marcos 10.11-12 / Lucas 16.18
b) 9.14 – Mateo 10.10; Lucas 10.7
c) 10.16 – Mateo 26.26-28 / Marcos 14.22-24 / Lucas 22.19-20
d) 11.23-25 - los mismos que la anterior
e) 13.2 – Mateo 17.20; 21.21 / Marcos 11.23
f) 15.5 – Lucas 24.34
g) 15.5 – Mateo 28.16-17; Marcos 16.14; Lucas 24.36; Juan 20.19

I Tesalonicenses
a) 5.2 – Mateo 24.43 / Lucas 12.39

II Tesalonicenses
a) 2.9 – Mateo 24.24

I Timoteo
a) 6.13 – Juan 18.37

II Timoteo
a) 2.12 – Mateo 10.33 / Lucas 12.9

En II Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, Tito y Filemón no hay ninguna referencia.
Algo más: no todas las referencias mencionadas tienen que ver con el Evangelio Original. Las referencias que sólo implican a uno o dos evangelios, evidentemente están vinculadas con frases que no formaron parte del texto original sobre Jesús (de ser así, la referencia implicaría a los Evangelios de Marcos, Mateo y Lucas). De todas las citas mencionadas, sólo Romanos 13.6-7, I Corintios 7.10-11; 10.16; 11.23-26 y 15.5 se relacionan con textos que formaron parte del Evangelio Original.
Sin embargo, aún estos textos tienen una limitante: en realidad, no son citas textuales sino, en el mejor de los casos, similitudes temáticas. Por ejemplo, Romanos 13.6-7 habla sobre la responsabilidad del cristiano de pagar los tributos e impuestos, lo cual tiene una similitud con Mateo 22.21 y paralelos, pero en ningún modo hay un correlato textual que nos permitiese asegurar que Pablo escribió este pasaje pensando en un fragmento de cualquiera de los Evangelios de Mateo, Marcos o Lucas. Lo mismo sucede con I Corintios 7.10-11, donde el tema es el divorcio, o en 10.16, donde el tema es la comunión en el cuerpo y sangre de Cristo, si bien 11.23-26 merece una atención aparte. Finalmente, el tema más vago es el de I Corintios 15.5, la resurrección, debido a que sus correlatos en los cuatro evangelios ni siquiera son convergentes entre ellos mismos.
Curiosamente, el resto de los pasajes (los vinculados sólo con uno o dos evangelios), tienen más visos de implicar una cita textual. Romanos 2.1 menciona la frase “no juzguéis y no seréis juzgados”, perfectamente identificable en Mateo 7.1 y Lucas 6.37 (podría provenir del Documento Q, aunque también de las propias tradiciones judías, de tal modo que, en estricto, no estamos hablando de una enseñanza exclusiva de Jesús); luego, Romanos 12.14 dice “bendecid a los que os maldicen”, frase referida explícitamente por Jesús; I Corintios 13.2 menciona que la fe puede mover montañas; finalmente, I Tesalonicenses 5.2 menciona que el Señor volverá “como ladrón en la noche”. En estos casos, aunque hay una referencia bastante exacta a palabras que se atribuyen a Jesús en uno o dos evangelios, lo que sorprende es que Pablo en ningún momento pretenda que sus palabras sean una cita a algo dicho por Jesús.
Los únicos pasajes en donde asume que está citando palabras —o por lo menos ideas— de Jesús son I Corintios 9.14 y 11.23-25. Empecemos por 9.14: “Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio”. Pero se queda en la proximidad, ya que la posible referencia en Mateo y Lucas es una frase de Jesús que dice que “el obrero es digno de su salario”. Si bien hay una plena similitud temática, lo cierto es que, estrictamente hablando, no se trata de una referencia textual.
Por su parte, I Corintios 11.23-25 es la cita más explícita: "Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan, y habiendo dado gracias, lo partió y dijo: tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, despúes de haber cenado, diciendo: esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis en memoria de mí".
Este pasaje resulta perturbador, porque podría parecer una evidencia definitiva de que Pablo conocía, por lo menos hasta cierto punto, el contenido de los Evangelios. Sin embargo, hay un detalle que nos obliga a descartar esa posibilidad: Pablo dice que la información sobre la Última Cena la recibió directamente del Señor. Es decir, descarta que la haya conocido en un texto, y aclara que, al igual que todo lo demás que enseña, lo recibió por medio de una revelación. Y es lógico: si Pablo hubiese conocido los Evangelios (por lo menos uno), y con base a dicho conocimiento hubiese hecho esta cita, resultaría todavía más extraño que no volviera a usar los textos que hablaban sobre la vida de Jesús. La alternativa más lógica es asumir que este texto es un añadido posterior, y que el tema original se limitaba a los excesos que los corintios cometían en los ágapes, ceremonias o rituales muy diferentes a la Santa Comunión o Santa Cena. Eso queda corroborado por los versículos finales del capítulo, donde Pablo parece retomar el verdadero tema. En el versículo 33 dice "así que, hermanos, cuando os reunís a comer...", con lo cual queda claro que la diatriba del capítulo 11 tiene que ver con reuniones para comer, no con la Eucaristía o Santa Cena. Dicho de otro modo: es evidente que la mención a la Última Cena está fuera de lugar. Pero es lógico: fue el único lugar en donde los editores de las cartas de Pablo pudieron colocar una referencia hacia un tema capital del cristianismo, que resultaba extraño que Pablo no hubiese mencionado.
En cambio, suponer que Pablo citó el contenido de los Evangelios sólo en esta ocasión (sin darles crédito, porque según él esa información la recibió directamente de Jesús), nos deja con la incógnita de por qué no volvió a hacer algo semejante.
La otra alternativa sería asumir que Pablo conoció de estas palabras de Jesús por medio de tradiciones orales, pero resulta la misma situación que hemos referido sobre los evangelios: sería un enigma por qué Pablo no hizo más referencias al Jesús histórico, ya fuese citando los Evangelios o recurriendo a tradiciones orales.
Por último, II Timoteo 1.12 es parte de un himno, por lo que se asume que la referencia a Mateo 10.33 o Lucas 12.9 (“el que me negaré… será negado”) puede estar obviada. Sin embargo, en el mejor de los casos no es una referencia al Evangelio Original, sino al probable Documento Q.
Hay algo más respecto a todas las frases de Pablo similares a porciones que no fueron parte del Evangelio Original: el hecho de que Pablo no haga ningún tipo de insinuación respecto a que esté citando palabras de Jesús (como sí lo hace en otras ocasiones), sugiere que, en principio, no estaba pensando en citas textuales a palabras de Jesús (valga la redundancia). ¿Qué implica esto? Que, en el mejor de los casos, no podemos determinar qué fue escrito primero: si la frase en cuestión apareciendo en una epístola de Pablo, o en uno o dos evangelios. Dicho de otro modo: cabe la posibilidad de que no sea Pablo quien esté citando a Jesús, sino que algún copista haya puesto en boca de Jesús frases elaboradas por el apóstol Pablo.
Esta última propuesta tiene una lógica que ningún académico serio podría negar, ya que se sabe que las epístolas de Pablo son, en tanto fenómeno literario, anteriores a los evangelios. Desde la perspectiva que más intenta defender los aspectos de la tradición, las epístolas fueron elaboradas por Pablo antes del año 62, mientras que de los evangelios, sólo el de Marcos podría datar de esa década (los 60’s), y Mateo y Lucas se habrían confeccionado después de la destrucción de Jerusalén en 70.
Insisto en que dicho punto de vista, justamente por pretender salvaguardar los mitos tradicionales, es insostenible. Pero lo cierto es que las epístolas de Pablo estuvieron en circulación antes que el Evangelio Original. Claro: ningún texto de los mencionados había alcanzado su forma definitiva hacia finales del siglo I. Veamos cómo pudo ser el proceso:
1. El Evangelio Original fue elaborado hacia el año 30.
2. Pablo concluyó sus epístolas en el año 62.
3. El hecho de que no haya citas textuales al Evangelio Original en las epístolas de Pablo evidencia que, hasta el año 62, dicho texto no circulaba entre las comunidades cristianas. De haber sido el caso, lo lógico es que un líder como el apóstol Pablo tuviera acceso a ese documento, y de haberlo tenido, lo lógico es que hubiera fundamentado muchas de sus disertaciones en las palabras de Jesús conservadas por el Evangelio Original.
4. ¿En qué momento pudo el Evangelio Original —un documento Esenio-Qumranita— salir del margen del control de los escribas Esenios y empezar a circular entre las comunidades cristianas? Lo más lógico es suponer que hasta después de la debacle esenia durante la guerra contra Roma (año 73).
5. La aparición de este documento en la vida pública de los seguidores del apóstol Pablo pudo haber provocado que uno de ellos—Lucas—se lanzara a la búsqueda del documento original, mismo que tradujo al griego y al que le agregó los relatos que había conocido por tradiciones orales, y que —se supone— se referían a Jesús.
6. Al mismo tiempo (finales del siglo I), otro grupo de copistas anónimos (es más fácil pensar en una colectividad que en una sola persona) realizó su propia versión corregida y aumentada del Evangelio Original, misma que sirvió como base para el ulterior desarrollo de los textos que hoy conocemos como Mateo y Marcos.
7. Mientras tanto, el surgimiento y auge de las tendencias gnósticas entre el cristianismo oriental hizo que las epístolas de Pablo fueran sometidas a un rico proceso de revisión, reorganización y complemento, especialmente para refutar las posturas gnósticas. La consecuencia fue la definición de lo que conocemos como el Corpus Paulino: toda la información proveniente o atribuida al apóstol Pablo, organizada en trece epístolas (tres de ellas —Romanos y I y II Corintios— demasiado extensas como para que sean una sola carta; seguramente, volúmenes donde se fusionaron las cartas que formaron parte de una nutrida correspondencia).
8. La situación hacia finales del siglo I, por lo tanto, fue probablemente la siguiente: las epístolas de Pablo ya habían alcanzado su forma definitiva, y los cambios o añadidos que pudieron sufrir en lo sucesivo fueron mínimos. En cambio, la evolución textual del Evangelio Original apenas estaba en su fase de maduración, siguiendo dos rutas principales: la derivada de la versión corregida y aumentada por Lucas, y la derivada de la versión de un grupo de copistas anónimos. Esta último se dividió después en dos grandes tendencias, una ubicada en la zona de Judea y la otra en Roma. Fue sólo hacia mediados del siglo II que tres grandes recensiones quedaron definidas en sus detalles básicos, y son la base de lo que conocemos como Mateo, Marcos y Lucas (en Judea, Roma y Grecia-Asia Menor, respectivamente).
9. El proceso de definición de los detalles redaccionales de los tres Evangelios Sinópticos sólo concluyó hasta la oficialización del canon del Nuevo Testamento, dos siglos después.
10. No resulta difícil, por lo tanto, concluir que el Corpus Paulino estuvo terminado antes que los Evangelios Sinópticos. En consecuencia, es más probable que frases de Pablo hayan pasado a los Evangelios, a que el proceso haya sido al revés.

La conclusión probable es la siguiente: el apóstol Pablo no tuvo conocimiento ni acceso a nada parecido a los Evangelios que nosotros conocemos. En el mejor de los casos, tuvo acceso a tradiciones orales sobre Jesús, mismas que le permitieron hacer algunas referencias sobre ciertos episodios de su vida. Sin embargo, cabe la posibilidad de que dichas referencias sean añadidos posteriores, y no comentarios originales de Pablo.
Por ejemplo: en I Corintios 10.16, Pablo menciona al cuerpo y la sangre de Jesús como la base de la comunión cristiana: “La copa de bendición que bendecimos ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?”
Hay dos aspectos sumamente sospechosos con esta frase. En primer lugar, presenta un concepto teológico sumamente avanzado. En ningún lugar del Evangelio Original se sugiere que la copa y el pan tengan un valor en tanto “comunión” del “cuerpo de Cristo”. Los textos derivados del Evangelio Original sólo mencionan que dicho pan y dicha copa fueron la confirmación de una Nueva Alianza, y están más próximos en cuanto a concepto a los documentos qumranitas. De hecho, si comparamos I Corintios 10.16, las referencias de los Evangelios Sinópticos a la Última Cena, y las menciones de la Regla Mesiánica de Qumrán a la Cena Escatológica (o Última Cena), es evidente a todas luces que la similitud existe entre los Evangelios y el texto de Qumrán. De hecho, si no conociéramos nada de cristianismo, hasta podría pensarse que Pablo está hablando de otra cosa.
¿A qué se debe el distanciamiento del texto paulino? Al concepto de “comunión”, o dicho de otro modo, a la idea de que en el momento de participar del pan y del vino ritual, se está reforzando la pertenencia a una comunidad de no judíos que han venido a convertirse en el Israel Espiritual, la Iglesia. La idea original Esenia (preservada perfectamente en los Evangelios) era que la celebración de esa cena era el inicio del Reino de los Cielos, en el que Judea sería liberada del yugo romano y el pueblo judío construiría el último Imperio de la Historia, el dirigido por el Mesías de la Casa de David.
Luego entonces, hay una compleja evolución de conceptos teológicos entre unos textos (Qumrán y los Evangelios) y el otro (Pablo). En consecuencia, resulta muy difícil suponer que Pablo pudo haber sido el autor de ese concepto (por lo menos en su forma final), si el texto del Evangelio Original empezó a circular entre sus seguidores unos diez años después de su muerte.
Pero hay otra razón de peso, y es que en ningún otro lado de sus epístolas Pablo vuelve a mencionar el asunto de la comunión en el cuerpo y sangre de Cristo.
¿No se supone que es una doctrina fundamental para el cristianismo? Resulta extraño entonces que Pablo sólo la mencione una vez. Se puede argumentar que la mencionó a los Corintios porque dicha comunidad tenía problemas muy específicos con la materia, cosa que—evidentemente—no sucedía en Éfeso, Galacia o Colosas, por ejemplo. Sin embargo, la carta a los Colosenses es uno de los más complejos documentos cristológicos del Nuevo Testamento, por lo que resulta bastante raro que Pablo no haya hecho comentarios sobre el ritual “básico” del cristianismo. Por su parte, la Epístola a los Romanos es el mayor compendio de doctrinas paulinas, ya que fue escrito a modo enciclopédico para una comunidad a la que Pablo no conocía en persona. Y, por extraño que resulte, tampoco hay menciones a la “comunión” por medio del pan y la copa.
Lo más lógico, en realidad, es suponer que Pablo NUNCA mencionó el tema, y que el fragmento de I Corintios es, en realidad, un añadido posterior, proveniente de una época en la que ya se conocía el Evangelio Original (en cualquiera de sus fases de desarrollo), y con él los relatos sobre la Última Cena.

Esta idea es, a todas luces, probable. Pero también complicada, porque sus últimas consecuencias resultan inquietantes (o estimulantes, dependiendo de la postura de cada uno). Si Pablo no hizo mención alguna sobre la “comunión”, sino que esta fue incorporada después para armonizar un poco las Epístolas de Pablo con el Evangelio, ¿podemos estar seguros de que Pablo haya hecho alguna mención sobre Jesús?
Pongamos un ejemplo concreto: los primeros cuatro capítulos de Romanos son básicos para entender todo el pensamiento de Pablo. Allí se diserta sobre la imposibilidad de encontrar la justificación por medio de la obediencia a la Ley, y se antepone la fe como medio para alcanzar la gracia de D-os. Sin embargo, sólo hay una referencia a que dicha fe debe ser puesta en Jesucristo, y es hasta Romanos 3.22. Y, de todos modos, es una referencia sumamente escueta: “se ha manifestado… la justicia de D-os por medio de la fe en Jesucristo…” Y nada más. ¿En qué consiste esa fe? No hay una sola mención a su muerte, o a la copa y el vino, o a su resurrección. De hecho, si Pablo menciona la resurrección en Romanos 1.4 es para referirla como el punto en donde Jesús fue declarado Hijo de D-os, pero nunca la involucra con el proceso de justificación.
La sección en donde el discurso sobre este tema se “normaliza” son los capítulos 5-7, en los que se planteas varios conceptos básicos para el cristianismo de un modo bastante claro, sin precedentes:
1. “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos… D-os muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira…” (5.6-9)
2. “…el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte; así la muerte pasó a todos los hombres…” (5.12).
3. “…por la trasgresión de uno vino la condenación a todos los homres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de la vida. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (5.18-19).
4. “Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva… y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” (6.4, 8).
5. “Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la Ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos…” (7.4).
6. “…mas yo soy carnal, vendido al pecado; porque lo que hago, no lo entiendo, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago… de manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí; así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí” (7.14-20).
¿Cuál es el punto con estas ideas? Que son totalmente ajenas al judaísmo, por lo que representan exactamente el mismo problema teológico que el revisado pasaje de I Corintios 10.16: resultan anacrónicas para la época de Pablo.
De hecho, podemos resumir el contenido de los versículos citados en un concepto que, a la fecha, sigue siendo fundamental para el cristianismo tradicional: el pecado original. La idea es simple: Adán, el primero hombre, pecó. En consecuencia, todos los seres humanos hemos heredado su condición pecaminosa, misma que nos imposibilita para hacer lo bueno (y Romanos 7.14-20 lo describe de un modo insuperable). Por lo tanto, estamos vendidos al pecado, de tal modo que nos resulta imposible obedecer la Ley de D-os, y por lo tanto sólo podemos depender de un Salvador.
Todo ese planteamiento es ajeno, e incluso inadecuado, para el judaísmo. Desde el Génesis, en ningún momento se recalcó que la culpa o la condenación fuesen algo hereditario. De hecho, la Torá judía es muy clara respecto a que nadie puede ser condenado por el pecado de otro, y menos aún de modo hereditario (Deuteronomio 24.16). El judaísmo jamás ha aceptado el concepto de raza caída. Aún el radicalismo apocalíptico de los Esenios-Qumranitas, si acaso hablaba de una raza caída, no era la raza humana en su totalidad, ya que ellos se asumían como los Hijos de la Luz, y por lo tanto, la parte santa de la humanidad.
Desde cualquiera de sus enfoques, el judaísmo siempre ha recalcado la responsabilidad individual del ser humano a la hora de tomar sus decisiones, y el hecho de que una persona opte por el pecado no obliga a su descendencia a seguir por la misma senda.
Por lo tanto, es evidente que el discurso de Romanos 5-7 está plenamente inmerso en una perspectiva no judía, de marcada tendencia determinista. Incluso, podemos contraponerlo a la postura que, en términos generales, asumen los Evangelios Sinópticos, plenamente heredada del Evangelio Original, y en la que de ningún modo aparece este nivel de determinismo. De hecho, jamás hay una sola parte en la que Jesús insinúe que la humanidad está vendida al pecado, y que es necesario que por medio de su muerte y resurrección, los hombres puedan ser liberados y justificados.
Por lo mismo, si a lo largo de las epístolas paulinas apenas hay referencias a los Evangelios, justamente en Romanos 5-7 no hay nada, absolutamente nada, equivalente a lo que Mateo, Marcos o incluso Lucas enseñan sobre Jesús.
¿A qué se deben tales diferencias de discurso? Evidentemente, a que provienen de contextos totalmente diferentes, y seguramente épocas completamente distintas.
¿Existe otro pasaje en el Nuevo Testamento en donde se vuelva a tocar el tema de la reconciliación por medio de Cristo? Seguro, pero es en otro de los textos considerados como “tardíos” (y seguramente no auténticos) del apóstol Pablo: Colosenses 1.15-23.
Ya habíamos mencionado que Colosenses es uno de los textos que, seguramente, fueron elaborados después de la muerte de Pablo. Incluso, hay quienes sugieren que Colosenses bien puede ser la versión depurada y perfeccionada de Efesios, y que por lo mismo refleja los niveles de reflexión doctrinal propios de finales del siglo I o principios del siglo II, mucho después de la muerte de Pablo.
En resumidas cuentas, si es un hecho que las referencias de Pablo a la vida de Jesús son mínimas, aún cabe la posibilidad de que algunas de éstas sean añadidos posteriores. O que, en el mejor de los casos, aunque hayan existido las escuetas menciones, no hayan ofrecido, originalmente, el panorama doctrinal que se ha conservado en el Nuevo Testamento.
Dicho de otro modo: todo apunta hacia el señalamiento de que Pablo conoció muy poco, casi nada, sobre Jesús de Nazareth. Incluso, es evidente que tampoco tenía intenciones de conocer más, y menos aún de darlo a conocer a sus seguidores.
Pablo, en realidad, habla de un Cristo muy diferente al Mesías Esenio de la Casa de David, y por ello las similitudes doctrinales, además de las referencias directas, entre las epístolas y los Evangelios, son casi nulas.
Eso evidencia que las cartas de Pablo surgieron de un ambiente radicalmente diferente al Esenio-Qumranita, cuna del Evangelio Original, y de paso confirma lo que ya se viene insistiendo desde hace mucho: que Pablo estuvo vinculado con uno de los grupos del judaísmo pro-helenista de su tiempo.
Y a eso le vamos a dedicar la siguiente nota: a Pablo como helenista.

junio 20, 2009

Tercer Tema: INTRODUCCIÓN AL PROBLEMA DE LA LITERATURA PAULINA

Tradicionalmente, se considera que el Corpus Paulino está compuesto por catorce libros del Nuevo Testamento: Romanos, Corintios I y II, Efesios, Gálatas, Filipenses, Colosenses, Tesalonicenses I y II, Timoteo I y II, Tito, Filemón y Hebreos. Sin embargo, ya es muy antiguo el cuestionamiento sobre la exactitud de este criterio.
Como ya hemos visto en las notas sobre la apocalíptica del Nuevo Testamento, es evidente que la Epístola a los Hebreos está basada en aspectos propios del sectarismo qumranita, por lo que debe considerarse como un texto, originalmente, muy ajeno al contexto paulino. Pese a ello, no se puede negar que la redacción final evidencia cierto contacto con la teología del Corpus Paulino, por lo que no se debe descartar que la forma final de dicha carta haya sido lograda por autores herederos de la tradición paulina.
Las otras trece epístolas son el verdadero grueso del Corpus Paulino, y varias de ellas también están bajo un fuerte cuestioamiento respecto a la autoría original.
¿A qué se debe el cuestionamiento? En primer lugar, a la variedad de temas teológicos abordados allí. Por ejemplo: es un hecho que el apóstol Pablo, en vida, no tuvo que confrontarse directamente con la herejía gnóstica, un fenómeno que empezó a desarrollarse hasta finales del siglo I (se calcula que Pablo murió hacia el año 62). Por lo tanto, las referencias hacia doctrinas gnósticas que se pueden hallar en cartas como Efesios, Colosenses, Timoteo I y II, Tito o Filemón, deben ser posteriores a la vida del apóstol. Luego entonces, dichos textos, por lo menos en la forma en la que los conocemos, no fueron escritos por Pablo.
Este punto sirve como eje de un acalorado debate entre quienes se obstinan en defender a ultranza la historicidad de la tradición, argumentando que la variedad de temas teológicos muestra la riqueza de pensamiento del apóstol (argumento muy frágil, en realidad), contra quienes prefieren partir del hecho de que tales textos no tienen mucho que ver con Pablo (extremo poco sustentable, por cierto).
Lo más factible, como suele suceder con este tipo de temas, es que lo más probable acaso sea un punto intermedio: si existe toda una serie de textos que la tradición atribuye a Pablo, debe ser porque, en su momento, dicho apóstol realmente mantuvo una intensa correspondencia con diferentes personas y grupos. Sin embargo, es altamente probable que dicha correspondencia no sea la que nosotros conocemos.
Acaso, lo que tenemos en el Nuevo Testamento es el resultado de la evolución de lo que muchos han preferido llamar —acertadamente— la “tradición paulina”, dando a entender con ello que el proceso de elaboración de los textos que consideramos parte de esa tradición fue, en realidad, bastante largo y complejo, iniciando con la elaboración por parte de Pablo de su correspondencia, que luego fue recopilada e integrada por sus seguidores, y con el paso del tiempo reinterpretada e incluso ampliada, sobre todo cuando fueron surgiendo controversias de las cuales Pablo, por una simple cuestión cronológica, no escribió nada (como el gnosticismo).
¿Por qué podemos estar tan seguros de esto? Porque cartas que no presentan muchas dudas sobre su autenticidad (como Romanos) no evidencias aspectos doctrinales que luego se volvieron fundamentales.
El caso más evidente es la paupérrima Cristología que se puede hallar en Romanos, comparada con la de Colosenses, por ejemplo.
De hecho, las referencias de Romanos hacia cuestiones cristológicas son tan escuetas, que podemos afirmar que dicha epístola tiene más como objetivo remarcar la importancia de la fe en contraposición a la Ley de Moisés, que construir una doctrina sobre el perfil redentor de Cristo por medio de su muerte. De hecho, el pasaje donde más extensamente se expone una reflexión sobre el papel redentor de Jesús (Romanos 5.12-21), nunca menciona que dicho perfil expiatorio se base en su muerte. Apenas en el capítulo 6 se enfatiza que el creyente en Cristo “ha muerto” en la muerte de Jesús, pero las implicaciones de esta figura retórica tienen un objetivo eminentemente práctico: Pablo insiste en que eso significa que el creyente debe vivir “muerto al pecado”, y que si tiene la capacidad de vivir de un modo diferente, es porque Jesús resucitó a una nueva vida también.
En cambio, Colosenses ofrece una perspectiva mucho más compleja del papel cósmico de Cristo: “y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1.20). Esta magnitud de conceptos no aparecen en Romanos en ese nivel de depuración. Luego entonces, es evidente que Colosenses pertenece a una etapa de discusión teológica diferente a la de Romanos, y es evidente el trasfondo de la controversia contra el gnosticismo, que negaba que la encarnación de Jesús hubiese sido literal, y por lo tanto, que su muerte en la cruz hubiese sido algo real y con valor espiritual propio.
El punto medular es este: el Corpus Paulino (o “tradición paulina”, si se prefiere) no fue escrito en una sola sesión. Al igual que todos los textos sagrados de las diferentes culturas, el Nuevo Testamento es el resultado de un proceso que abarca siglos, y es imposible sustentar que cualquier texto haya sido obra de una sola persona. La regla es que, sobre la base de un texto escrito durante el siglo I, el contenido y la forma de cada uno de los veintisiete libros del Nuevo Testamento fue evolucionando hasta alcanzar su forma básica hacia mediados del siglo II, y su redacción definitiva hasta finales del siglo IV, cuando la Iglesia Católica oficializó una sola versión del texto.

Vamos a concentrarnos en el tema que nos interesa de la literatura paulina: la persona de Jesús de Nazareth.
Lo primero que sorprende es que no hay ningún tipo de referencias hacia él que nos puedan servir como dato histórico.
Si dependiese de las cartas paulinas, no sabríamos en donde nació Jesús, ni en qué consistió su ministerio, y menos aún a qué edad aproximada murió. Tampoco nos enteraríamos de ninguno de sus milagros, y menos aún de sus enseñanzas. Lo único que sabríamos sería un poco (muy poco, en realidad) de lo que Pablo dijo haber recibido por revelación directa.
Hay doctrinas cristianas de capital relevancia que apenas si son mencionadas por Pablo, y además de un modo muy básico. Por ejemplo, la identificación de Jesús como Hijo de D-os: lo que para los Evangelios Sinópticos es muy claro respecto a que Jesús es señalado como Hijo de D-os en su bautismo, para Pablo es una identificación que tiene que ver con la resurrección (Romanos 1.4). De hecho, para Pablo lo único relevante de Jesús es lo posterior a su resurrección, entendiendo esta en un sentido literal, y no en el sentido simbólico propio del Evangelio Original.
De ello podemos deducir dos cosas muy claras: en primer lugar, Pablo no tuvo contacto con el Evangelio Original, ya que no hay referencias hacia este texto en sus Epístolas. En segundo lugar, la perspectiva de Pablo no está basada en un Jesús histórico, sino en un Jesús teológico.
La pregunta relevante es esta: ¿tuvo Pablo conocimiento concreto de quién fue el Jesús histórico? Aparentemente no, y si lo tuvo, es evidente que no le resultó relevante en ningún momento. Su énfasis siempre estuvo en el Cristo que “se le reveló” (signifique esto lo que signifique; evidentemente, el relato definitivo del Nuevo Testamento es de carácter mítico), y no parece haber tenido nunca un interés definido por recopilar información sobre el Jesús histórico.
Según la tradición, esta labor estuvo a cargo de Lucas (o Lucio, en latín), uno de sus discípulos, autor del evangelio que lleva su nombre y de los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo, es un hecho que dicho evangelio tampoco llegó a influir en la literatura del apóstol. Por el contrario, es evidente que las ideas de Pablo fueron las que, en cierta medida, influyeron en la elaboración del Evangelio, de lo cual podemos deducir que el trabajo de Lucas (si acaso el dato tradicional tiene algo de histórico) fue posterior a la labor epistolar de Pablo, e incluso posterior a su muerte.
Entonces, podemos suponer un orden de acontecimientos más o menos como el siguiente:
1. El Evangelio Original fue escrito por un seguidor de Jesús (la tradición sostiene que Mateo, y tiene cierta lógica; como ya hemos visto, hay elementos simbólicos en el texto que apoyan la idea de que Mateo era escriba) hacia el año 30. Dicho documento fue parte del contexto cultural qumranita, por lo que Pablo (a todas luces ajeno al movimiento Esenio) no tuvo ningún tipo de acceso al mismo.
2. La década de mayor producción epistolar de Pablo fue la de los años 50’s del primer siglo. En esta etapa, es poco probable que el Evangelio Original fuese conocido fuera del contexto Esenio-Qumranita, y la evidencia son las propias epístolas de Pablo, donde las referencias directas al Evangelio Original son prácticamente inexistentes (por ejemplo: el capítulo 3 de Romanos, básico en el discurso paulino sobre la justificación, hace por lo menos ocho referencias a los Salmos, más una a Isaías; ninguna a los Evangelios; de hecho, sólo hay tres referencias a los Evangelios en todo Romanos, pero son más bien similitudes temáticas, no referencias en el sentido estricto de la palabra).
3. ¿Cómo es posible que Pablo, el principal líder cristiano en el plano internacional, no conociera el Evangelio como documento? La única razón lógica es que dicho documento no era conocido.
4. Suele argumentarse que el Evangelio se escribió después, pero esto es difícil de sustentar, porque el relato del Evangelio (especialmente el del Original) termina abruptamente en el momento en que Jesús no es encontrado en el sepulcro (seguramente, Qumrán). Dicho final tajante evidencia que el texto fue escrito en ese punto. De haber pasado más tiempo, con la consecuente acumulación de anécdotas, hubiera pasado lo que sucedió con el caso de Lucas: se habría escrito un texto similar a Hechos de los Apóstoles. Entonces recalquemos un punto importante: hacia los años 50’s, lo que no se había escrito eran las versiones que conocemos como Mateo, Marcos y Lucas, basadas en lo que hemos llamado el Evangelio Original. Pero es un hecho que este último ya estaba escrito.
5. Pablo le dio forma a su movimiento entre los años 40 y 60. La base de su ideología fueron sus epístolas, que se fueron enriqueciendo aún después de la muerte del apóstol, hasta llegar a la forma que nosotros les conocemos. Hacia la última cuarta parte del siglo I, es muy probable que un seguidor de Pablo (la tradición dice que Lucas, un griego mencionado como Lucio en las epístolas) haya tenido contacto con una copia del Evangelio Original, y se haya propuesto recuperar la información sobre el Jesús histórico.
6. Hay que enfatizar un punto muy importante al respecto: Lucas (o quien haya sido) ya tenía bien definida su idea teológica sobre este personaje. Por lo tanto, su trabajo de investigación no fue, estrictamente, el de un biógrafo. Por el contrario: la información que pudo recopilar fue totalmente reelaborada para ajustarla a la creencia que él mismo ya tenía. Y ese es el meollo de la complejidad que tenemos a la hora de revisar el evangelio de Lucas: como vimos en notas anteriores, en muchos fragmentos se ajusta mejor que Mateo o Marcos al original, pero es el texto en el que más influyó la perspectiva paulina, que se había consolidado décadas antes sin que el Jesús histórico fuese importante. Por ello, el Evangelio de Lucas es el más complejo en el nivel teológico.
7. Aquí hay que hacernos otra vez una pregunta muy radical: ¿tuvo Pablo conocimiento de quién había sido Jesús de Nazareth? La realidad es que, a la luz de las evidencias que encontramos en sus epístolas, no se puede asegurar. El que tuvo conocimiento del Jesús histórico fue Lucas, y no se puede descartar que las referencias hacia el Jesús de los evangelios en las epístolas (pocas, además) hayan sido interpoladas después de la muerte de Pablo, y como consecuencia de la popularización del evangelio de Lucas, que sin duda vino después de la debacle del movimiento Esenio en la guerra de 66-73.

Esta es una idea demasiado extrema si la comparamos con la perspectiva tradicional del cristianismo, pero es un hecho que se desprende de la evidencia que nos dan las Epístolas de Pablo.
Para poder ver la verosimilitud de dicha posibilidad (que Pablo no haya tenido información de la existencia del Jesús histórico), en la siguiente nota analizaremos las referencias de la literatura paulina a los Evangelios, así como a Jesús como personaje.

Segundo Tema: PROSÉLITOS HELENISTAS Y CRISTIANISMO

Empecemos por la pregunta obligada después del análisis de la posible identidad de Ebionitas y Nazarenos-Mandeanos, que hemos considerado como grupos judíos de origen Esenio, y definitivamente ajenos al cristianismo primitivo: ¿Cuáles son las características básicas que nos permiten identificar al cristianismo primitivo?
El único texto que tenemos para enfocar este punto es el de Hechos de los Apóstoles. De entrada, tenemos un problema importante con ese texto: carece de rigor histórico. Por más que sea la base para la tradición cristiana, no deja de ser un texto de evidente perfil mítico, cuyos relatos es imposible corroborar desde una perspectiva objetiva, crítica e imparcial.
De hecho, a este texto le sucede lo mismo que a los Evangelios Sinópticos (lo cual no debe extrañarnos, ya que es la continuación del Evangelio de Lucas): es un documento con más objetivos teológicos que históricos, cuyo tema fundamental es narrar el inicio (milagroso, naturalmente) del fenómeno llamado “cristianismo” (o, dicho de un modo más típico, de la Iglesia).
Por lo mismo, en Hechos de los Apóstoles podemos encontrar lo que el cristianismo primitivo creía respecto a su propio origen en tanto comunidad de fe, pero no los datos precisos que expliquen el proceso sociológico y antropológico que generó al cristianismo.
Sin embargo, muchos de los datos allí registrados nos resultan útiles para poder visualizar los aspectos que al cristianismo primitivo le resultaban relevantes sobre su propia identidad. Entre ellos, el más destacado es simple: el cristianismo es un fenómeno diferente al judaísmo.
Para los Hechos de los Apóstoles, el Pentecostés es una ruptura definitiva con el judaísmo, y aunque los protagonistas de los relatos son, en cuanto a su origen étnico-cultural, judíos, es evidente que desde un principio entran en una confrontación abierta con el judaísmo como tal, y todas las dinámicas tienden a separarse del contexto supuestamente original. De ese modo, en los capítulos 5 y 7 se narran las primeras persecuciones de los judíos contra los seguidores de Jesús, en el 10 se sientan las bases para el rechazo de las reglas dietéticas (kashrut) del judaísmo, en el capítulo 11 se hace la mención del nuevo modo de referirse a los seguidores del Cristo (cristianismo), a partir del 13 la atención se centra casi exclusivamente en el Apóstol Pablo, y además llama la atención que al final de dicho capítulo quede clara la postura misionera del nuevo líder: su objetivo son los gentiles, no los judíos. El resto del libro (más de la mitad), se concentra, en consecuencia, en el desarrollo del cristianismo como un fenómeno gentil, alejado de la normatividad judía.
Hay dos aspectos que nos indican de modo claro y contundente que cualquier revisión histórica de los Hechos de los Apóstoles no se puede basar en la información allí contenida, que debe ser revisada de modo crítico.
El primero es la total carencia de referencias al medio Esenio-Qumranita, fundamental para entender el modo de vida y pensamiento de Jesús de Nazareth. La única mención de un hábito típicamente Esenio, muy vaga por cierto, es el comentario respecto a que los cristianos primitivos tenían todas sus propiedades en común (Hechos 4.32-37). Las costumbres allí mencionadas son idénticas a las de la comunidad de Qumrán, pero en ningún momento se asoma la posibilidad de que los redactores finales de este texto estuviesen enterados de que había existido una comunidad religiosa judía en la que este tipo de hábitos ya se practicaban. Para ellos, todo lo que hacen estos primeros cristianos es nuevo y renovador. Dicha inexactitud histórica nos enfrenta al hecho indiscutible de que la perspectiva del libro es incompleta.
El segundo es la total ignorancia del mundo religioso judío. En Hechos de los Apóstoles se habla del judaísmo casi como si fuese un grupo homogéneo liderado por los sacerdotes, y se supone que habla de sucesos acontecidos entre la crucifixión de Jesús (un poco anterior al año 30), y el primer arresto de Pablo en Roma (hacia 60 o 62). Es decir: se ubica en una época en la que estaba en su punto culminante el conflicto interno del judaísmo entre Saduceos, Fariseos, Esenios y Herodianos, por no mencionar la creciente radicalización popular que produjo el levantamiento de 66 en contra del Imperio Romano.
Nada de esto aflora de manera directa en el texto de Hechos, lo que evidencia un ambiente más propio del siglo II, en que el judaísmo se había casi homogeneizado por completo, debido a que el único grupo que sobrevivió a la guerra fue el Fariseo-Rabínico. En consecuencia, es evidente que la elaboración final de los Hechos de los Apóstoles fue llevada a cabo por gente ajena al contexto original, a la época de los supuestos sucesos, cuyo interés fue —principalmente— demostrar el origen divino y milagroso de su comunidad religiosa.
El punto donde mayormente se puede ver esta total carencia de información por parte del redactor de Hechos (originalmente Lucas, pero posteriormente los diversos copistas que fueron conservando el texto), es en el uso de la palabra “prosélito”.
No es un misterio que el judaísmo de la antigüedad desplegó un fuerte trabajo proselitista, especialmente durante los últimos tres siglos de existencia del Segundo Templo (siglo II AC a siglo I DC).
¿Cuántos tipos de proselitismo hubo? De las cuatro sectas principales del judaísmo, es evidente que dos de ellas no desarrollaron este tipo de actividades. Los Saduceos eran un clan familiar dentro de la Casta Sacerdotal, y por lo mismo era imposible pensar en un proselitismo formal, ya que por mucho que un gentil se convirtiera al judaísmo, no se podía convertir en miembro de la Casta Sacerdotal, cuya base siempre fue un linaje heredado por la vía paterna. Los Esenios, por su parte, siempre manejaron conceptos muy radicales respecto a la pureza ritual, por lo que difícilmente pusieron su atención en posibles prosélitos gentiles. De su literatura se deduce que toda su labor de proselitismo se enfocó, exclusivamente, en judíos.
Los únicos dos grupos que parecen haber desarrollado un trabajo de proselitismo sistemático dirigido hacia gentiles, fueron los Fariseos y los Helenistas. Seguramente, el primer movimiento relevante en ese sentido fue la conversión forzada y masiva de los idumeos bajo el reinado de Juan Hircano (134-104 AC), y es un hecho que durante el transcurso del siglo I AC, el judaísmo llegó a ser una religión tan atractiva a nivel internacional, que muchos grupos de gentiles dentro de las fronteras del eventual Imperio Romano se convirtieron a esta fe.
El asunto llegó a convertirse en un problema para Roma, debido a que los judíos gozaban de privilegios especiales en materia religiosa (como no tener la obligación de rendir culto público al César, con todas las implicaciones económicas que eso conllevaba). Por ello, el emperador Claudio (41-54 DC) prohibió las conversiones al judaísmo, e incluso expulsó de la capital del Imperio a los judíos.
Sin embargo, los grupos de prosélitos del judaísmo helenista se siguieron integrando sin ningún problema. ¿Cómo lo lograron? Llevando los conceptos del judaísmo hacia un nivel abstracto, en el cual no se exigía el cumplimiento de los aspectos censurados por la legislación romana (como la circuncisión).
Naturalmente, los grupos judíos más tradicionalistas se opusieron a reconocer ese tipo de conversiones, y eso derivó en una suerte de “guerra” de prosélitos, con los prosélitos tradicionalistas por un lado, y los helenistas por el otro.
Curiosamente, uno de los documentos más concisos que tenemos para poder percibir la naturaleza de este problema es el libro de Hechos de los Apóstoles, especialmente en su capítulo 13. Si bien dista mucho de ofrecernos anécdotas verificables históricamente, nos brinda los elementos para poder acercarnos al complejo panorama del proselitismo judío hacia mediados del siglo I. Veamos los versículos 42-49 del capítulo citado:
“Cuando salieron ellos de la sinagoga de los judíos, los gentiles les rogaron que el siguiente día de reposo les hablasen de estas cosas. Y despedida la congregación, muchos de los judíos y de los prosélitos piadosos siguieron a Pablo y a Bernabé, quienes hablándoles, les persuadían a que perseverasen en la gracia de D-os. El siguiente día de reposo se juntó casi toda la ciudad para oír la palabra de D-os. Pero viendo los judíos la muchedumbre, se llenaron de celos, y rebatían lo que Pablo decía, contradiciendo y blasfemando. Entonces Pablo y Bernabé, hablando con denuedo, dijeron: a vosotros a la verdad era necesario que se os hablase primero la palabra de D-os, mas puesto que la desecháis y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles. Porque así no ha mandado el Señor, diciendo ‘te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra’. Los gentiles, oyendo esto, se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor, y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna. Y la palabra del Señor se difundía por toda aquella provincia”.
Lo primero que llama la atención es el uso ambiguo del término “judío”. Primero se menciona que los “judíos y los prosélitos piadosos siguieron a Pablo y a Bernabé”, pero luego se dice que los “judíos… se llenaron de celos, y rebatían lo que Pablo decía”.
No hay muchas alternativas: es evidente que se está hablando de dos tipos de judíos, y seguramente se tratan de Fariseos y Helenistas. La actitud de los prosélitos evidencia que, prácticamente en su totalidad, eran alumnos de los helenistas. En cambio, no se mencionan prosélitos de parte de los otros judíos, seguramente porque para este momento los Fariseos ya habían suspendido casi por completo esa actividad, a consecuencia de las restricciones impuestas por Roma.
Hay otro dato más, muy importante, que también se desprende de este pasaje: la plena conciencia de que el cristianismo estaba vinculado con los prosélitos de un judaísmo alejado del rigor de los Fariseos (resulta obvio que se trataba del judaísmo helenista).
El libro de los Hechos puede dividirse muy fácilmente en dos partes: en la primera, el liderazgo del movimiento recae en los Apóstoles que siguieron a Jesús desde un principio, principalmente Pedro, Santiago (Yaacov) y Juan. Es muy evidente que en esta parte casi la totalidad de los que se integran a este movimiento son judíos. En cambio, a partir de que el protagonismo lo asume Pablo, los conversos dejan de ser judíos y son, casi en su totalidad, gentiles. El pasaje que hemos citado es el parte aguas, en donde Pablo y su ayudante Bernabé sentencian el futuro del movimiento cristiano: “nos volvemos a los gentiles”.
El trasfondo histórico coincide con la información que tenemos sobre Ebionitas y Nazarenos-Mandeanos: hasta cierto punto del proceso, los seguidores de Jesús estuvieron claramente identificados con el judaísmo, incluso con una versión bastante rigurosa del mismo. A partir del ministerio público del Apóstol Pablo, el panorama cambió sustancialmente: el cristianismo se consolidó como un movimiento gentil (aunque nótese: no parece que se le predicara indiscriminadamente a todos los gentiles, sino que se le daba la preferencia a los que ya eran prosélitos del judaísmo helenista, tal y como hemos visto en Hechos 13), y hubo una ruptura definitiva con el judaísmo.
En Hechos no tarda en aparecer el resultado de esta ruptura, y el capítulo 15 nos narra cómo Pablo tuvo que reunirse con los líderes de la “iglesia” de Jerusalén (principalmente Santiago, el hermano de Jesús), para dejar en claro que los gentiles no se iban a someter al rigor de la ley judía. Dicho en términos más simples: que la conversión al cristianismo de ningún modo significaba conversión al judaísmo. O más claro aún: que cristianismo y judaísmo ya eran cosas diferentes.
Pese a que dicho concilio es presentado como algo amable y correcto, la evidencia en el Nuevo Testamento demuestra que la relación entre lo que podemos llamar “tradición paulina” y el grupo judío (Ebionitas, principalmente) no fue fácil, e incluso se llegó a un fuerte nivel de agresión verbal.
El meollo de las discusiones fue el papel que la Ley de Moisés tenía que representar en la vida del “cristiano”. Para el grupo Ebionita no había dudas: el único judaísmo válido era aquel donde la Ley (Torá) juega un papel dominante; para Pablo tampoco había dudas: la Ley había sido superada por la Gracia.
Llegó un momento, durante la segunda mitad del siglo I, en el que los grupos cristianos de línea paulina habían superado numéricamente, y por mucho, a los Ebionitas. Era inevitable. Los cristianos tenían una visión expansiva, loes Ebionitas no. Por ello, cuando inició el siglo II el único sentido de identidad que imperaba en el cristianismo era el gentil, no el judío. De hecho, estrictamente hablando, el cristianismo nunca tuvo un sentido de identidad judío. Lo más próximo que llegó a tener fue la influencia ideológica del judaísmo helenista, pero lo cierto es que las comunidades de prosélitos que sirvieron como base para el desarrollo de comunidades cristianas, jamás se vieron en la necesidad de practicar los ritos judíos.
¿Por qué podemos estar tan seguros de eso? Porque de eso, justamente, trata el más importante documento que se ha conservado sobre la naturaleza doctrinal y ética de este tipo de comunidades, originalmente de prosélitos del judaísmo helenista, y eventualmente cristianos: la Epístola a los Romanos.
Ya le dedicaremos un mayor análisis a este texto, pero lo cierto es que es la evidencia de que los grupos que, eventualmente, conformaron la base del cristianismo ya existían desde mucho antes del ministerio de Pablo, además de que ya estaban moderadamente adoctrinados en cuestiones judías, sin que eso los obligara a observar ciertos aspectos rituales, y menos aún a identificarse con los postulados nacionalistas que en ese momento (mediados del siglo I) estaban llevando a Judea hacia la guerra contra Roma.

Con este panorama un poco más claro, podemos resumir la situación religiosa del judaísmo en el siglo I del siguiente modo:
1. Hacia principios del siglo había, esencialmente, cuatro tendencias judías (y debe recalcarse que nos referimos a tendencias, no movimientos; es factible que cada tendencia tuviese sus propias subdivisiones): (1) los Saduceos y la Casta Sacerdotal, (2) los Fariseos, que incluían una tendencia nacionalista radical identificada como los Celotes, (3) los Esenios, cuya dirección estaba a cargo de un grupo de Saduceos de tendencias místicas extremas, y (4) los Helenistas, que tenían un fuerte grupo alineado con la familia Herodes (Herodianos).
2. De estos grupos, se sabe que los Fariseos y los Helenistas llegaron a desplegar fuertes campañas de proselitismo en el interior del Imperio Romano. Tras la prohibición de las conversiones al judaísmo, sólo los Helenistas pudieron seguir extendiéndose, debido a que sus exigencias para los prosélitos eran más laxas que las de los Fariseos.
3. El contexto en el que Jesús vivió fue el de los Esenios-Qumranitas, por lo que sus seguidores originales fueron parte de la misma secta. Ello queda corroborado por el perfil histórico de los Ebionitas, que no sólo fueron el último reducto de seguidores judíos de Jesús, sino también uno de los últimos reductos de sobrevivientes de la otrora poderosa comunidad Esenia (el otro fueron los Nazarenos-Mandeanos, o Cristianos de San Juan, posibles descendientes de los Esenios que no aceptaron el proyecto de Jesús).
4. El cristianismo, tal y como lo conocemos, no surgió ni de Jesús, ni del movimiento Esenio, ni del judaísmo, sino de los grupos de gentiles prosélitos del judaísmo helenista que hacia mediados del siglo I abundaban en todo el Imperio. Pablo se dedicó a trabajar con este tipo de grupos, y ellos fueron los que conformaron el movimiento que, posteriormente, se identificó como Cristianismo.

Hay una pregunta obligada que surge de este panorama: ¿cómo pudo convertirse un Esenio radical, como Jesús, en la deidad única de los prosélitos del judaísmo helenista? Para poder contestar esta compleja cuestión, se debe hacer un análisis de las porciones del Nuevo Testamento que no provienen del contexto apocalipticista, para intentar desenterrar un complejo proceso que se extendió durante tres siglos, pero cuya parte decisiva abarcó unos cien años.
En las siguientes notas vamos a revisar los dos principales corpus textuales del Nuevo Testamento diferentes a la apocalíptica de tipo qumranita: el Corpus Paulino y el Corpus Joánico. En ellos se encuentran las principales pistas para poder identificar los principales eslabones que nos permitan entender como de un vasto grupo de comunidades de prosélitos del judaísmo helenista, se construyó la tradición religiosa que terminó por imponerse al Imperio Romano.

Primer Tema: EBIONITAS Y NAZARENOS-MANDEANOS

Si el trabajo de reconstruir al Jesús histórico es complejo y lleno de lagunas que permitan una reconstrucción completa, no menos difícil es resolver el asunto de quiénes fueron los seguidores de Jesús.
La visión tradicional respecto a este tema es simple: los primeros seguidores de Jesús fueron judíos, y paulatinamente, el cristianismo se volvió un movimiento gentil, especialmente después de la destrucción de Jerusalén y del Templo en 70.
¿Es necesario decir que semejante postura es terriblemente ingenua y simplista? En primer lugar, no ofrece ninguna explicación al por qué el movimiento dejó de ser judío y se volvió gentil. La explicación tradicional es que se debió a la resistencia de los judíos a creer en Jesús. Pero, ¿no eran judíos los primeros seguidores? Incluso, a lo largo del libro de los Hechos de los Apóstoles, la mayoría de los supuestos conversos son judíos (miles después de la predicación de Pedro en Pentecostés, por cierto).
Además, hay suficiente evidencia histórica que muestra que el asunto ya era demasiado complejo en los primeros siglos del cristianismo: en su tratado “Contra los Herejes”, Ireneo de Lyón se queja de los Ebionitas, un grupo al que asume como cristiano —y por ello lo cataloga como herético— integrado por judíos que no entendían la naturaleza divina de Jesús. En el siglo siguiente, San Jerónimo mencionó que dicho grupo se basaba en una versión del evangelio de Mateo en la que habían sido canceladas las referencias a la divinidad de Jesús (¿acaso el Evangelio Original?), y además refiere la existencia de otro grupo —los Nazarenos—, que no se consideraban seguidores de Jesús, sino de Juan el Bautista, y que también tenían una copia de esa versión del Evangelio de Mateo (a este grupo se le ha llamado también “Cristianos de San Juan”, Nazoraneos o Mandeanos).
La perspectiva de Ireneo, al igual que la de San Jerónimo, fue la de que estos grupos se habían desviado del mensaje original de Jesús, aferrándose a los aspectos “caducos” del judaísmo.
Pero la inverosimilitud de dicha idea es evidente: resultaba lógico que hubiese judíos que no creyeran en Jesús, pero ¿judíos que habiendo creído en Jesús hubiesen retomado los aspectos “caducos” del judaísmo? El caso más notable es el de los Nazarenos o Mandeanos, que ni siquiera se consideraban seguidores de Jesús, sino de Juan el Bautista.
Es muy probable que se hayan dado fuertes controversias con estos “Cristianos de San Juan” ya desde finales del siglo I. Por ello, los evangelios de Mateo (11.1-19) y Lucas (7.18-35) incluyen una controversia entre Jesús y los discípulos de Juan el Bautista. La escena es del todo inverosímil: si Juan el Bautista ya había reconocido a Jesús como el que tenía que venir a derramar el bautismo en Espíritu Santo y Fuego, ¿cómo era posible que todavía hubiese gente aferrada a su liderazgo y que no estuviese con Jesús?
Más bien, lo que refleja esta incorporación posterior al texto es una etapa en la que la Iglesia Cristiana se enfrentó con algo sumamente enigmático: un grupo de judíos para quienes la figura de Juan el Bautista era algo muy importante, pero que no creían en Jesús.
Y algo semejante debió ser el asunto con los Ebionitas. ¿Qué impresión pudo tener San Jerónimo cuando llegó a la antigua Judea, para entonces ya rebautizada como Palestina por el emperador Adriano, a encontrarse con un grupo de judíos familiarizados con Jesús, pero no desde la dogmática del cristianismo, sino desde la perspectiva de una extraña versión del Evangelio de Mateo en la que no aparecían los fragmentos que le daban sustento a las doctrinas cristianas?
Para San Jerónimo el asunto fue simple: los Ebionitas, con tal de justificar sus prácticas judías, habían eliminado todo lo que mostraba que Jesús era la Deidad misma, así como lo que indicaba que el judaísmo había quedado obsoleto y que ahora la gracia de D-os se manifestaba por medio del cristianismo.
Es lógico. En esas épocas no se tenían los criterios historiográficos necesarios para entender que si el texto de los Ebionitas era más compacto y simple, es porque estaba más próximo al original (acaso, fuese el texto original).
Habiendo reconstruido un poco el panorama en el que se desenvolvió Jesús, nos es posible deducir quienes fueron los Ebionitas y los Nazarenos, aunque ello implica dejar de lado el concepto tradicional de la iglesia primitiva, planteado en su momento por Ireneo y San Jerónimo.
Seguramente, al referirnos a estos dos grupos estamos hablando de los últimos sobrevivientes de la otrora poderosa comunidad Esenia-Qumranita.
De ello no pueden quedar dudas respecto a los Ebionitas: “evionim” significa, simplemente, “pobres”, y fue un apelativo que ya habían usado largamente los Esenios para referirse simbólicamente a sí mismos.
Según la recopilación de la tradición ebionita hecha por Epifanio de Salamis en el siglo IV, se deduce que la personalidad relevante para los Ebionitas fue Yaacov el Justo, no Jesús de Nazareth. No quedan dudas respecto a que Yaacov el Justo fue el hermano de Jesús, y es identificado en la tradición cristiana como el Apóstol Santiago. Según los Ebionitas, Yaacov fue un Tzadik en toda la dimensión de la palabra, e incluso se puede hallar eco de esto en los escritos de Flavio Josefo, que menciona más a Yaacov que a Jesús.
Según lo que se puede recuperar de los libros de Josefo, complementado con los escritos de Epifanio y las Homilias Pseudo-Clementinas, se sabe que Yaacov fue mandado a asesinar por el Sumo Sacerdote Anán II (hijo del Anás de los evangelios) en un momento en el que Jerusalén estuvo sin procurador romano a cargo. La reacción popular fue tan violenta tras el asesinato artero de alguien a quien admiraban como un verdadero Justo, que cuando finalmente llegó Lucio Albino para ejercer como procurador romano en Judea, Anán II fue inmediatamente destituido de su cargo como Sumo Sacerdote, mismo que sólo ejerció durante tres meses. Aún después de dicha represalia, Anán II siguió siendo tan impopular que cuando estalló la revuelta judía en 66, fue uno de los primeros líderes señalados como “traidores”, y se sabe que fue asesinado en Jerusalén.
A la par de Anán II, las Homilías Pseudo-Clementinas mencionan la colaboración de alguien que había sido parte del grupo de Yaacov, pero que se había rebelado en contra de su liderazgo, y que fue un elemento influyente en la acusación contra Yaacov, que se basó en las diferencias calendáricas entre los Saduceos y los Esenios.
Es curioso, pero la presencia de este tercero en discordia hace que también la historia de Yaacov el Justo retome el paradigma Esenio de un Maestro de Justicia condenado a muerte por un Sacerdote Impío y un Hombre de Mentira (de hecho, Robert Eisenman —uno de los más notables especialistas en el asunto— sostiene que el Maestro de Justicia de los textos qumranitas es Yaacov el Justo; a mi juicio, es demasiado extremo limitar la identidad del Maestro de Justicia a una sola persona; creo que es más viable percibir a ese personaje como un Paradigma definido a partir del fundador de la secta Esenia más de dos siglos antes, pero en el que también cabe Yaacov el Justo). Esto, naturalmente, refuerza la idea de al hablar de Ebionitas estamos refiriéndonos a uno de los últimos reductos de la secta Esenia.
Entonces podemos aclarar un poco las creencias de los Ebionitas: cierto que reconocían a Jesús como el último Rey de Israel (dato que pudo confundir fácilmente a los cristianos primitivos, porque implicaba un reconocimiento de Jesús como Mesías), pero su percepción del mismo era radicalmente diferente a la de los cristianos. En primer lugar, manejaban el concepto original de “Mesías” (un ungido, simplemente). En segundo, desconocían por completo las ideas referentes a una divinidad de Jesús, a una muerte y resurrección, por una razón muy simple: aunque conservaban el texto del Evangelio Original, lo entendían en su nivel simbólico. Por ello, rechazaban completamente las enseñanzas del cristianismo en general, y del Apóstol Pablo en particular. De hecho, los Ebionitas nunca se consideraron cristianos, y fue la limitada percepción de Ireneo de Lyón la que hizo que los definiera como “herejes” (término que sólo puede darse, técnicamente, a un cristiano).
Se cree que los últimos grupos de Ebionitas sobrevivieron hasta el siglo X, desplazándose cada vez más hacia la zona del Imperio Parto. A partir de ese punto, su rastro desaparece en la Historia.
Por su parte, los Nazarenos debieron ser el último grupo de Esenios que no habían apoyado el proyecto de Jesús. A la luz de todo lo que se ha podido recuperar sobre esta compleja secta, es muy factible asumir que nunca hubo homogeneidad total en el grupo, y que al hablar de “Esenios”, en realidad estemos hablando de un amplio y complejo abanico de grupos con aspectos relevantes en común (como el perfil apocalíptico), pero no por ello uniformes en los detalles ideológicos.
Como ya vimos, en el Evangelio Original hay evidencia de que Jesús tuvo diferencias con importantes sectores de su misma secta Esenia (“no hay profeta sin honra en su propia tierra” fue una frase, seguramente, dedicada a estos Esenios de postura crítica contra Jesús).
Evidentemente, un grupo de esta tendencia sobrevivió a la catástrofe del año 70, y siguió manteniendo su forma de vida durante varias décadas más. Cuando San Jerónimo los contactó, no tuvo elementos para juzgarlos correctamente. Simplemente, conoció a un grupo que conservaba su propia copia del Evangelio Original, que se conducía en muchos aspectos de un modo similar a la Iglesia Primitiva (en realidad es al revés: la Iglesia Primitiva heredó varias prácticas de la secta Esenia), y que tenía ideas muy claras respecto a Jesús, que de ningún modo incluían empatía o aceptación de su misión mesiánica. Por lo tanto, para ellos el último profeta que había tenido Israel había sido el último Instructor de la secta de Qumrán: Juan el Bautista.
Debe quedar claro entonces que estos dos grupos no pueden ser identificados como “cristianos”, ya que la evidencia de la misma patrología muestra que, en esencia, nunca compartieron las ideas básicas que desde la segunda mitad del siglo II ya eran la base del cristianismo.
Hay que aclarar que a muchos les resulta incómodo este punto de vista, porque implica que los seguidores judíos de Jesús nunca fueron cristianos. O dicho de otro modo: que la idea de que los primeros cristianos fueron judíos es, simplemente, una falacia.
Todo apunta a que los seguidores originales de Jesús, vinculados con la secta Esenia-Qumranita, nunca aceptaron las propuestas del cristianismo, y conservaron su propio texto sobre Jesús (muy probablemente, ese al que hemos estado llamando el Evangelio Original) en donde no había ningún fragmento que fundamentara las pretensiones cristianas sobre la deidad de Jesús o su imagen de Mesías súper-humano.
Esto nos obliga, en consecuencia, a plantearnos una pregunta trascendental: ¿de dónde surgió el cristianismo?
Ese es el tema, justamente, de la siguiente nota.