julio 16, 2009

EPÍLOGO I: A MANERA DE RESUMEN

A lo largo de los 67 artículos que integran este blog, he expuesto mis puntos de vista sobre diferentes temas con los que, en conjunto, he planteado una propuesta para entender el proceso mediante el cual surgió el Cristianismo tal y como lo conocemos, y la importancia que el estudio de la Literatura Apocalíptica tiene para lograr este acercamiento.
Es obvio que no se parece a la visión tradicional sobre el tema, pero estrictamente hablando no tiene por qué parecerse. A fina de cuentas, la tradición siempre está vinculada al mito (en cualquier tradición religiosa), y es importante saber qué valor tiene el mito (que, en realidad, es mucho y de mucha importancia), cuál es el lugar de la tradición, además de la necesidad de mantener la investigación siempre en un nivel autónomo de estos aspectos.

El Profetismo Hebreo

El profeta es aquel que recibe mensajes de parte de D-os. Esto no implica un concepto fijo, y a lo largo de la Historia, el profetismo evolucionó tomando muy variados matices, dependiendo de las circunstancias.
La idea esencial es que por medio de los profetas, D-os ha ido revelando al pueblo de Israel cómo debe conducirse. En ese sentido, los grandes personajes de la antigüedad bíblica fueron profetas (Enoc, Noaj, Avraham, Itzjak, Yaacov), si bien el más grande de todos fue Moshé (Moisés), en tanto recibió la más grande revelación de todas: la Torá.
Pero a partir del siglo XI AC podemos hablar de la institucionalización del profetismo con Samuel, misma que define el perfil más interesante del profetismo bíblico: la crítica.
Lo que en tiempos de Samuel, Saúl y David fue la exhortación a que se viviera conforme a la Ley de D-os, pronto se convirtió en una feroz crítica social que retó no nada más al rey, sino también a todo el pueblo, a que entendieran que vivir conforme a la Ley de D-os tenía muchas implicaciones sociales, históricas y humanas. El profetismo se conviertió, entonces, en una apasionada búsqueda de respuestas a los grandes problemas del ser humano: la guerra, el sufrimiento, la pobreza, la injusticia.
La decadencia moral, especialmente en la clase dirigente de los antiguos reinos de Judea e Israel, llevó al profetismo a convertirse en una lúcida denuncia que proclamaba la imposibilidad de que una sociedad injusta pudiera conservarse. En dicha línea, los profetas pre-exílicos, tales como Amós, Oseas, Miqueas, Isaías, Sofonías, Nahum y Habakuk, fueron los primeros en dejar textos escritos en los que se recalcó la urgencia de corregir el rumbo.
Pese a su predicación, la decadencia de las antiguas sociedades de Judea e Israel se consumó, y el Reino del Norte cayó en 721 AC, mientras el del Sur sufrió lo propio en 587 AC.
Esta nueva realidad significó un trauma fundamental para el pueblo judío: si se era el Pueblo Elegido, ¿cómo explicar la destrucción? Ello hizo que se revalorara notablemente el mensaje de los profetas anteriores, y el profetismo cobró un nuevo auge, especialmente en los profetas contemporáneos a la destrucción del Templo, como Isaías y Jeremías, y los que les sucedieron: Abdías, Hageo, Zacarías, Malaquías y Joel.
A lo largo de sus textos se va observando la evolución del pensamiento profético, cuya más depurada característica es la expansión de las proclamaciones. Si Isaías y Sofonías hablaron de juicios contra Israel, Zacarías y Joel hablaron de juicios contra todo el mundo. Si para Isaías y Nahum la redención era una urgencia para el pueblo judío, en Malaquías ya se vislumbra el impacto global de la misma.
Algo más: la urgencia de entender todo el proceso, desde la época en la que Judea era una nación libre, pasando por la destrucción del Templo y la nueva etapa, en la que se estaba dando una reconstrucción nacional, pero bajo condiciones de vasallaje, provocó que mucha literatura profética fuese reelaborada, situación que produjo muchos textos nuevos que quedaron insertos en los volúmenes antiguos. Por ello, libros como Isaías, Habacuc o Zacarías presentan secciones no originales del autor, sino incorporadas a lo largo de amplios procesos históricos. Con ello, empezó a consolidarse una tendencia literaria que, eventualmente, habría de resultar muy importante: la pseudo-epigrafía.
Pero no sólo hubo una línea de evolución del profetismo. Ya sabíamos que desde los tiempos de los profetas que no dejaron escritos propios (como Elías y Eliseo), había existido una tendencia de radicalismo, e incluso violencia, factible para el profetismo. Hoy sabemos, además, que dicha tendencia tuvo su propia línea de evolución en la sociedad judía, pero que no llegó a hacerse presente en el corpus bíblico de los Fariseos (el que nosotros conservamos hasta el día de hoy), debido a que dicho grupo judío fue un radical antagonista a los extremismos.
Es difícil reconstruir con detalles el proceso de desarrollo de este profetismo radical, pero conocemos bien el puntó de consolidación al que llegó a partir del siglo II: la Apocalíptica.

Literatura Apocalíptica

En los escritos proféticos bíblicos más tardíos (Zacarías, Joel, Malaquías) ya aparecen ciertas ideas pre-apocalípticas. Mientras estos libros se confeccionaban, es un hecho que se elaboró mucha otra literatura de carácter profético, pero de posturas más radicales. Dicha literatura pretendía estar asociada con grandes personajes de la antigüedad, y fue el marco para que surgieran los textos pseudo-epígrafos más radicales de este proceso.
En este contexto, hubo dos personajes que llamaron poderosamente la atención de los partidarios del profetismo radical: Enok y Daniel.
Las condiciones políticas de Judea fueron radicalizando a estos grupos, que empezaron a ver en el helenismo del siglo IV AC la nueva decadencia que podía destruir al pueblo judío. Pese a sus advertencias, amplios sectores de la aristocracia judía fueron asimilándose a ese modo “moderno” de vivir, lo que provocó que —como contraparte— los grupos tradicionalistas o “jasidim” (piadosos) también cobraran nuevo impulso.
En el siglo II AC, con la repentina agresión de Antíoco IV Epífanes, quedó listo el panorama para que, en medio de una brutal guerra en la que el judaísmo se jugaba la misma supervivencia (algo que no había sucedido hasta entonces), se definiesen las principales tendencias que habrían de marcar al judaísmo durante los siguientes tres siglos.
Fue entonces cuando el profetismo radical produjo su primer gran texto: Daniel, en donde se recopilaban tradiciones de varios siglos de antigüedad, reorganizadas a partir de la ficticia existencia de un profeta en el siglo VI, cuyas visiones anticipaban los trágicos acontecimientos que en ese momento (años 167-164 AC) estaba viviendo el pueblo judío.
La guerra terminó momentáneamente en 164 AC con una inesperada victoria judía, por lo que la efervescencia apocalíptica llegó a un primer punto culminante, a la expectativa de que se cumpliese el resto de la “profecía”: el advenimiento del Reino Mesiánico. Sin embargo, esto no sucedió. Por el contrario, la guerra se reinició dos años después —con trágicas consecuencias para los judíos, que de cualquier modo se repusieron y lograron imponer ciertas condiciones—, y la anhelada independencia de Judea nunca llegó.
En vez de ello, el Sumo Sacerdocio y el Trono de David fueron usurpados por una familia que, desde el punto de vista tradicional, no tenía derecho a ellos: los Hasmoneos.
Con ello se consolidaron las posturas de los dos grupos tradicionalistas: la reacción popular le dio forma al grupo Fariseo. La reacción aristocrática a la secta Esenia.
La relación entre Fariseos y Hasmoneos fue ambivalente, y en un principio pareció consolidarse debido a la postura tradicionalista de los primeros gobernantes Hasmoneos. Sin embargo, poco a poco la aristocracia judía fue cediendo ante la modernización helenista, y esto marcó el distanciamiento definitivo con los Fariseos, especialmente a partir del siglo I AC.
Por su parte, los Esenios nunca se reconciliaron con el nuevo grupo en el poder, y su vasta literatura da fe de la perspectiva pesimista que arraigó en esta secta: toda esa decadencia del pueblo judío y sus gobernantes, sólo era el preludio para el colapso de la Humanidad, la decadencia de la Historia, y la preparación de la Guerra Final entre los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas.
Profetismo radical, llevado a sus más extremas consecuencias.
Hubo algo extraño en ese proceso de la secta Esenia: se rehusaron a asumir el fracaso de las profecías de Daniel. En cambio, establecieron una serie de valores paradigmáticos que les permitieron ir “actualizando” todo aquello que, originalmente, tenía que haberse cumplido durante la Guerra Macabea. En ese proceso cuajó el siguiente gran texto apocalíptico: Enok, que al igual que Daniel, estaba elaborado a partir de tradiciones que tenían siglos de antigüedad.
El asunto se radicalizó todavía más a partir del año 37 AC, cuando el poder político quedó en manos de una familia de origen idumeo, los Herodes. El primero de ellos, Herodes el Grande, fue lo mismo eficiente en materia de desarrollo urbano que brutal y cruel como persona. Pronto se ganó el rechazo de Fariseos y Esenios, y las expectativas apocalípticas empezaron a desarrollarse con un objetivo bien concreto: liberar a Judea de la dominación romana, que se había hecho efectiva desde 63 AC.
El primer intento de levantamiento armado importante se dio en 6 DC. Después de eso, la tensión social fue escalando paulatinamente, y se tienen registro de otros conatos de guerra importantes en 34 o 35 y 58 o 59. Finalmente, el conflicto fue inevitable y en 66 empezó la guerra generalizada.
Roma no tuvo un desempeño adecuado al principio, principalmente debido a su propia inestabilidad política interna. En 68 Nerón fue depuesto como emperador, y Roma entró a una peligrosa fase de inestabilidad, que sólo terminó un año después con el asenso de Vespasiano al trono. Hasta este punto se pudo retomar la guerra contra los judíos sublevados, y la campaña terminó en 70 cuando Jerusalén fue sitiada y destruida, y con ella el Templo. Sin embargo, varios grupos de combatientes siguieron resistiendo en tres fortalezas: Herodio, Maqueronte y Masada, que fueron cayendo durante los años 71-73.
En estos últimos años de resistencia desesperada se escribieron los últimos grandes documentos apocalípticos, cuyo tema principal fue la identificación de Roma como la gran “bestia”, y la guerra contra el Imperio como la supuesta Guerra Final, que habría de terminar con la intervención directa de D-os mismo.
Hubo una diferencia circunstancial muy importante con la guerra anterior, la Guerra Macabea, y es que esta vez los partidarios del profetismo radical no sobrevivieron. Tras la guerra contra los Sirios-Seléucidas casi tres siglos antes, los místicos radicales le dieron forma a la secta Esenia y se dedicaron a conservar y elaborar un monumental corpus literario que, durante la guerra contra Roma, escondieron en las cuevas aledañas al Mar Muerto, y que sólo fue recuperado hasta 1947.
Pero esta vez cayeron en combate, y ya no pudieron conservar sus últimos escritos. Salvo los fragmentos que anexaron al libro de Daniel (capítulos 2, 7 y 9.20-27, básicamente), el resto de los textos en donde se explayaban contra Roma terminó en manos cristianas.
Hay vestigios de esta literatura en el Apocalipsis de Juan, que viene siendo el intento cristiano por entender la apocalíptica, si bien el resultado fue un replanteamiento radical de los conceptos del profetismo radical judío.
Aparte, están los vestigios de otro extraño documento en donde se narraba la historia de un príncipe de la Casa de David que había intentado levantar al pueblo judío, con resultados infructuosos. Dicho texto se hizo popular muy pronto entre cristianos, y finalmente vino a ser la base para la elaboración de lo que hoy conocemos como Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas.

La apocalíptica en el Nuevo Testamento

¿Qué interés tenían los cristianos en este tipo de literatura?
Es una pregunta compleja, pero las evidencias nos muestran que el misticismo Esenio no fue el único que existió en el judaísmo de esa época. También existió una fuerte tendencia mística en el judaísmo helenista, cuya principal sede cultural fue Alejandría, en Egipto.
Las evidencias documentales muestran que muchos temas que interesaban a los Esenios también interesaban a los Helenistas, y eso nos posibilita sospechar que incluso pudo haber controversias entre ambas tendencias místicas. ¿Habrán tenido similitudes en sus apreciaciones? Tal vez, pero sólo dentro de los límites posibles para una secta nacionalista a ultranza (los Esenios) y otra que veía con agrado la influencia de la cultura griega (los Helenistas).
De uno u otro modo, a manos de “cristianos” (grupo de gente vinculada con el judaísmo helenista) llegó una copia de lo que podríamos definir como el Evangelio Original, y eso dio pie a una intensa labor de escritura, misma que permitió que hacia mediados del siglo II estuviesen definidas tres diferentes versiones de este Evangelio Original: Mateo, Marcos y Lucas.
Las similitudes entre los tres —de carácter estructural indiscutible— evidencian que ninguno de los tres textos es independiente, sino que se tratan de tres versiones surgidas de un origen en común.
Es muy factible que nunca recuperemos una copia del Evangelio Original, pero acercarnos a su posible contenido original no es tan complicado: basta con comparar los textos de Mateo, Marcos y Lucas y recuperar los pasajes que les son comunes. Por lógica, de allí es de donde podemos recuperar una idea del contenido original del primer libro que se escribió sobre Jesús.
Desde luego, hay diferencias de orden y redacción entre Mateo, Marcos y Lucas, pero aún así es posible proponer teorías para reconstruir el orden de los acontecimientos. Por ejemplo, en muchos pasajes donde Mateo y Marcos siguen una línea en común y Lucas no, suele insinuarse una independencia bien definida en Lucas, más que un intento de corrección, ya que aparecen variantes de concepto relevantes. Eso sugiere que la versión del Evangelio Original que usaron como base los textos de Mateo y Marcos pudo ser diferente a la que uso Lucas. Dado que los conceptos suelen ser más compactos en Lucas, es factible entonces que Mateo y Marcos hayan usado algo así como un Evangelio Original B.
En cambio, hay otra serie de pasajes donde los conceptos no difieren entre los tres, pero la redacción de Lucas ofrece un mayor dramatismo, o una mejor retórica. Es evidente, entonces, que se trata de “correcciones de estilo” hechas dentro del texto griego por excelencia (Lucas).
Además, hay partes en donde Mateo y Lucas siguen una línea, y Marcos se separa de ellos. Pero el modo de separarse es diferente: suelen ser omisiones. Hay dos tipos de las mismas: pasajes o anécdotas que definitivamente no conoce Marcos, y que por lo tanto podemos interpretar como casos donde Mateo y Lucas compartieron una fuente en común (el famoso Documento Q), y detalles que Marcos no menciona en pasajes que comparte con los otros dos. Estos últimos pueden tratarse de un trabajo editorial por parte de los redactores de Marcos.
Sin embargo, hay un hecho que resulta claro al aproximarnos al Evangelio Original: fue un texto apocalíptico, redactado en el estilo propio de la secta Esenia-Qumranita, con un complejo manejo de símbolos e historias encriptadas.
Muy seguramente, los primeros cristianos que tuvieron en sus manos este documento no pudieron entender la naturaleza de su contenido, y cometieron el error más natural ante un texto de esta naturaleza: interpretarlo literalmente.
¿Qué sucedió ante semejante error de perspectiva?
Pregunta compleja, pero lo que podemos aventurar es que hubo un mestizaje de ideas.

La literatura paulina

Prácticamente la mitad del Nuevo Testamento está conformada por las epístolas del Apóstol Pablo. Son trece en total (no estamos considerando a Hebreos como parte de esta sección), y son el mayor testimonio documental que conservamos de las creencias del judaísmo helenista que se internacionalizó durante el siglo I DC.
El contexto en el que florecieron estas creencias es muy complejo, pero el Nuevo Testamento nos ofrece las pistas necesarias para visualizar sus características generales. Básicamente, se trató de comunidades de no judíos que se habían hecho prosélitos del judaísmo helenista.
El judaísmo fariseo también tuvo sus prosélitos, pero en la década de los 40’s las conversiones al judaísmo quedaron prohibidas por el Emperador Claudio. Sin embargo, esto no afectó al proselitismo helenista, que se basaba en la proclamación de que el judaísmo era algo que podía abordarse desde la perspectiva espiritual, sin que tuviera que llegarse a los aspectos rituales tradicionales (circuncisión, dietética, vínculos nacionales con Judea, Jerusalén y el Templo, etc.). En cambio, la insistencia era que la verdadera Ley era la del Espíritu, no la Escrita, y que la forma de ser recuperado a la comunión con D-os era por medio del Cristo-Logos.
¿Tenían el Apóstol Pablo y sus seguidores la idea de que este Cristo-Logos era Jesús de Nazareth?
Pablo así lo menciona en sus epístolas, pero es un hecho indiscutible que dichas epístolas no reflejan, en forma y fondo, los textos originales de Pablo, sino que hubo un proceso de organización y edición posterior a la vida del Apóstol, por lo que muchos especialistas de hoy no les llaman Epístolas de Pablo, sino Epístolas de la Tradición Paulina.
Cabe, entonces, la posibilidad de que las referencias concretas a Jesús de Nazareth hayan sido incorporadas después.
¿Por qué debemos considerar esta posibilidad? Porque Pablo nunca hizo referencias al Evangelio Original. Eso, simplemente, demuestra que Pablo no conoció ese texto. Y eso, a su vez, demuestra que dicho texto no se conocía en la década de los 60’s, cuando se supone que murió Pablo. De haberse conocido, es obvio que Pablo —uno de los principales líderes del cristianismo— lo hubiera conocido, e incluso tenido una copia. Y también es obvio que, de haber conocido dicho texto, lo habría citado en sus epístolas. En cambio, las pocas referencias de Pablo hacia Jesús de Nazareth son más bien vagas, y nunca reflejan una referencia textual concreta, sino acaso similitudes temáticas.
Se podría argumentar que Pablo pudo conocer sobre Jesús por medio de la tradición oral preservada por los seguidores de este último, pero al caso es lo mismo: las mismas referencias de Pablo a Jesús a los datos sobre Jesús que pudo haber obtenido por medio de la tradición oral son, desconcertantemente, pocas.
De todos modos, las epístolas de Pablo nos permiten recuperar un complejo ambiente religioso que tuvo una gran expansión durante el siglo I DC: las comunidades de no judíos que se habían convertido en seguidores del Cristo-Logos, por medio del cual lograban hallar justificación por medio de la fe, y que les permitía vivir conforme a la Ley del Espíritu, no a la Ley Escrita.
Cristianos, pues. Pero no seguidores de Jesús.
La posibilidad de identificar a ese personaje histórico concreto con el Cristo-Logos vino de un lado totalmente inesperado.

La literatura joánica

El texto más importante de esta parte del Nuevo Testamento es el Evangelio de Juan. Y el más enigmático, además, ya que no disponemos de muchos elementos para reconstruir el proceso que le hizo llegar a su forma definitiva.
Hay dos aspectos importantes: en primer lugar, es evidente que la parte narrativa (capítulos 1-12) están basados en siete “señales” o milagros hechos por Jesús, por lo que se ha sugerido que, originalmente, el contenido del texto pudo haber sido ese, de tal modo que bien se podía haber llamado el Evangelio de los Siete Signos. Este texto habría sido reelaborado del mismo modo que el Evangelio Original, y el resultado habría sido lo que hoy conocemos como Juan 1-12, a lo que además se le habrían añadido una serie de discursos de carácter litúrgico, mismos que conforman toda la escena de la Última Cena (capítulos 13-18), mucho más compleja y rica que en Mateo, Marcos y Lucas.
El otro punto importante es que este texto evidencia una gran similitud temática con la literatura de los Esenios, aunque es claro que no comparten puntos de vista.
El enfoque en común más importante es la lucha entre la Luz y las Tinieblas. La diferencia estriba en que para los judíos que escribieron Juan (a todas luces helenistas), dicho conflicto era de naturaleza espiritual. En cambio, para los Esenios tenía que materializarse en algo muy concreto: la guerra contra el Imperio Romano.
¿Por qué se escribió el Evangelio de los Siete Signos? Probablemente, para que un grupo de místicos judíos helenistas definiera su postura en medio de una compleja controversia. En el otro lado ya no estaban los Esenios. Para cuando este texto pudo ser escrito, los Esenios ya habían sucumbido en la guerra contra Roma. En cambio, estaba otro grupo igualmente judío e igualmente helenista, pero mucho más radical: los gnósticos.
Estos últimos habían asumido en un modo más extremo la perspectiva platónica de que el mundo material es una cárcel para el mundo de las ideas.
Y el tema de la controversia fue muy extraño: el papel que Jesús de Nazareth, en tanto encarnación del Cristo-Logos, tenía en el universo. Los gnósticos decían que no podía haber sido un ser humano real, material. Sus contrincantes decían que sí.
¿De donde surgió esta controversia? Probablemente, de que fueron estos judíos helenistas quienes recuperaron los textos apocalípticos Esenios que hablaban de la guerra contra Roma, pero también los que hablaban sobre Jesús.
Incapaces de descifrar los códigos simbólicos Esenios, se encontraron con la fascinante historia de un carpintero que hacía milagros y que había resucitado de entre los muertos. Luego entonces, debieron deducir, él era el principio de la victoria de la vida sobre la muerte. Del espíritu sobre la materia, además, desde la perspectiva de los gnósticos.
Hubo una evidente guerra de documentos. Los gnósticos produjeron textos como el Evangelio de Tomás o el Evangelio de Judas. Sus contrincantes, el Evangelio de los Siete Signos y el Apocalipsis de Juan.
Y desde allí, el tema empezó a asentarse en el vasto universo de las comunidades de prosélitos del judaísmo helenista, que ya creían en el Cristo-Logos. Lo único que empezaron a “descubrir” fue que ese Cristo-Logos se había hecho carne, y se había llamado Jesús.

¿Extraño? Sin duda. La tradición se ha limitado a repetir durante casi veinte siglos la historia recuperada de la lectura literal de los evangelios. Sin embargo, es evidente que ni siquiera esa lectura tiene coherencia propia, y por ello el cristianismo nunca ha podido ser un universo homogéneo. Por el contrario, los cismas han sido la dinámica cristiana más constante a lo largo de la Historia. Todo depende del énfasis que se le quiera poner a la prédica: apocalíptico, paulino o joánico.
Cada uno tiene sus ventajas: el joánico es, sin duda, el más elevado, y es evidente que fue desarrollado por gente espiritual y culta; el paulino es, en contraparte, el más pragmático, y por ello es el que ha sido la columna vertebral de las Iglesias Cristianas históricas en occidente (como el Catolicismo Romano y el Protestantismo); finalmente, el apocalíptico es el más complejo, e incluso —si se lee en su sentido original— el más desquiciante, pero no se puede negar que es, simplemente, el original, el que le perteneció a Jesús, y al que perteneció él mismo.

Hecho este resumen, pasemos entonces a la reconstrucción de la anécdota posible, el vistazo al complicado período que comprende desde finales del siglo IV AC hasta finales del siglo IV DC.

Noveno Tema: CONSIDERACIONES FINALES SOBRE EL CORPUS JOÁNICO

La diferencia más notable entre el Evangelio de Juan (y las tres epístolas, como colofón) y los Evangelios Sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) es el estilo. En Juan hay una coherencia intrínseca que no existe en los otros textos, ya que aunque también es un texto logrado a partir del desarrollo redaccional de un documento previo (el factible Evangelio de los Siete Signos), es evidente que Juan es el producto de copistas de muy elevado nivel cultural.
En otras palabras, el autor del Evangelio de los Siete Signos, y quienes continuaron su obra dándole forma a este libro, fueron gente extraída de aquello que podríamos definir como “lo mejor” del pensamiento judío helenista.
A juzgar por el contenido del texto, fue gente de muy elevada conciencia mística, de posturas políticas moderadas, y muy aplicados a la ética.
Ahí es en donde se hace evidente la diferencia entre el Corpus Joánico y el Corpus Paulino: los seguidores de Juan casi son contemplativos; los de Pablo, expansionistas.
Pero el punto importante es este: muy probablemente, fueron los autores del Corpus Joánico, al mismo tiempo que los gnósticos, quienes le dieron forma definitiva al cristianismo, logrando que Jesús de Nazareth se convirtiese en el personaje central de las creencias de aquellos que veían en el Cristo-Logos el medio para reencontrarse con D-os.
Poco a poco, esta idea fue permeando en todas las comunidades cristianas importantes, y hacia mediados del siglo II ya estaba construido un mito básico sobre Jesús, aunque poco cohesionado en sus detalles (tanto biográficos como doctrinales).
Con ello, puede decirse que terminó la primera etapa de desarrollo del cristianismo, una vez que quedaron completos los textos sobre los que se habría de construir el eventual dogma.
La labor no fue fácil, menos aún simple, y definitivamente tampoco fue completa, ya que los múltiples orígenes de los textos que dieron forma al cristianismo que conocemos, impidieron que dichos libros terminaran por convertirse en un universo coherente. En consecuencia, los cismas, las herejías y los conflictos teológicos se desarrollaron como una parte esencial e inevitable de la fe cristiana.
Hasta la fecha, dichas diferencias se hacen palpables en las divisiones inevitables entre el cristianismo occidental y el oriental, así como en la mayoría de los grupos cismáticos y sectarios modernos.
En términos generales, podemos ver que las grandes iglesias occidentales (Catolicismo Romano y Protestantismo) tienen una orientación paulina. Un aspecto esencial de esta tendencia es la consideración de que el judaísmo fue desplazado del plan de D-os por la Iglesia, en tanto institución, y en consecuencia, la urgencia de que los judíos se conviertan al cristianismo.
En cambio, el cristianismo oriental conserva un perfil joánico más acusado, razón por la cual siempre han mantenido una actitud ecuménica más amable, sin pretender unificar institucionalmente las diferentes iglesias identificadas como Ortodoxas, la mayoría de ellas relacionadas siempre con un país en concreto (Ortodoxos Rusos, Griegos, etc.).
Por su parte, los movimientos cismáticos, renovadores, sectarios o carismáticos tienden a darle un lugar preponderante a la Apocalíptica. Por esa razón, les resulta imposible asumirse como una parte regular de los cristianismos tradicionales e históricos —paulinos o joánicos— y es lo que determina su perfil sectario.
Es muy evidente la diferencia con el judaísmo en estos detalles, ya que el judaísmo apenas si ha sufrido divisiones de consideración a lo largo de los últimos dos milenios. Por mucho que el Reformismo pueda parecerse poco al Jasidismo ultra-ortodoxo, las diferencias son mínimas en comparación de lo que distancia a un Católico de un Mormón, o a un Bautista de un Etíope Copto.
¿La razón? Simple: salvo los Samaritanos y los Caraítas (un porcentaje mínimo en extremo), todas las tendencias judías son herederas directas del judaísmo de los Fariseos, el único que sobevivió —institucionalmente— intacto a la guerra contra Roma. Por lo tanto, todas las tendencias judías que conforman el Judaísmo Rabínico (orotodoxos ashkenazíes, sefaradíes, shamis, yemenitas, jasídicos, conservadores, reformistas o reconstruccionistas) se desarrollaron a partir del perfil dado por el Talmud, la obra magna del Judaísmo Rabínico.
Una simple comparación de las dinámicas internas de los diversos judaísmos en función de su Texto Religioso, con las dinámicas propias de las diferentes iglesias cristianas, pone en evidencia que el cristianismo tuvo un origen de por sí complejo, y que el punto de partida no pudo ser la labor de una persona, y menos aún su predicación.
El cristianismo no lo fundó Jesús de Nazareth. Y, contrario a lo que muchos piensan, tampoco el Apóstol Pablo. El primero fue un Esenio comprometido con las causas místicas y nacionalistas (apocalípticas por excelencia) de los Esenios. El segundo, un promotor de un judaísmo “moderno”, acoplado a la cultura helenística preponderante. A juzgar por la evidencia del Nuevo Testamento, ni siquiera se conocieron.
Por ello, cuando los místicos helenistas empezaron a discutir y definir posturas sobre la forma en la que Jesús pudo haber sido el Logos encarnado (unos le darían forma al dogma cristiano tradicional, otros al gnóstico), apareció el único factor que pudo convertirse en un patrimonio común de todos los grupos de creyentes en el Cristo-Logos. Sin embargo, dicho patrimonio común (el Jesús divinizado) fue interpretado, entendido y predicado de un modo diferente por cada tendencia.
Hacia principios del siglo IV, en un contexto de decadencia y fractura del Imperio Romano, Constantino apostó por hacer del cristianismo el medio para poder ofrecerle a la sociedad romana un pretexto de reunificación.
No lo logró. El cristianismo, tal y como Constantino lo había palpado, tenía la capacidad de establecerse en cualquier lugar, pero —tal y como Constantino no fue capaz de percibir— también era un movimiento heterogéneo por naturaleza.
El proyecto iniciado por Constantino y completado por Teodosio fue la construcción de una Iglesia Imperial, en la que pudieran terminar de fusionarse las diferentes posturas cristianas, y que pudiera dirigir la vida espiritual del Imperio. Para ello, se empezaron a celebrar los primeros concilios ecuménicos, siendo el primero en importancia el de Nicea (325), donde el asunto principal fue dirimir la controversia arriana.
Allí quedó patente que la Iglesia necesitaba una autoridad textual fija. Estaban los Evangelios y las Epístolas (paulinas y joánicas), pero cada comunidad o región tenía su propia lista de “textos sagrados”, y en algunos casos, sus propias versiones de cada texto (especialmente, cuando estaban traducidos a idiomas vernáculos). Por ello, fue necesario emprender el proyecto de darle cohesión a ese amorfo mundo literario. Lo primero fue seleccionar los textos que tenían que estar en el “Nuevo Testamento”; lo segundo, dejar fija la versión en latín y griego, para que no volviesen a sufrir cambios ni ajustes.
Ese proceso sólo quedó concluido hasta finales del siglo IV, y apenas logró retrasar un poco más de medio siglo el inevitable declive del Imperio Romano.
La estructura política cayó, pero sobrevivió la religión imperial, que inmediatamente se avocó a recuperar el poder en Europa. Durante lo que llamamos Alta Edad Media, el cristianismo se preocupó poco por la controversia teológica, ya que la Iglesia Romana sometió a sus rivales por medio de la fuerza (como los cátaros). Sin embargo, la situación no podía sostenerse así permanentemente, y en el siglo XI las Iglesias Ortodoxas de oriente se separaron definitivamente. Cinco siglos más tarde, un nuevo cisma hizo reventar al cristianismo occidental desde adentro, y así surgió el protestantismo.
Desde entonces, hay un permanente debate respecto a lo que debe significar cada porción de la Escritura Sagrada del cristianismo, y una cada vez mayor cantidad de iglesias, sectas o denominaciones, y parece ser que el asunto de la unidad cristiana no tiene remedio.
¿La razón? Simple: es imposible construir una ideología coherente y homogénea a partir de textos provenientes de los círculos extremistas apocalípticos, los proyectos “modernos” del judaísmo helenista herodiano, y los apacibles criterios éticos de los místicos de influencia alejandrina.
Aunque el pretexto sea alguien tan “inspirador” como Jesús de Nazareth, ese joven Esenio cuya historia quedó codificada por sus seguidores en el Evangelio Original, misma que permanecerá siempre inaccesible en sus verdaderos detalles a todos los que estamos lejos (ideológica o cronológicamente) de la secta Qumranita.
Todo lo demás sólo ha sido el apasionado siempre, aunque generalmente torpe, intento por recuperar la esencia de alguien que, como Esenio, lo único que anhelaba era ver a su patria libre de romanos, pero que —rarezas de la vida— terminó siendo considerado como la encarnación del Cristo-Logos.
Con esto estamos llegando al final del planteamiento inicial por medio de este blog. En los dos siguientes artículos (los últimos), procederemos a hacer primero un resumen de los conceptos básicos de todo lo visto (profetismo hebreo, apocalíptica, Daniel, Evangelios Sinópticos, el Jesús Histórico, literatura paulina y literatura joánica), y luego una reconstrucción de cual pudo haber sido la anécdota histórica desde la época de los conflictos iniciales entre el judaísmo tradicional y los intentos pro-helenistas por modernizarlo, hasta la conformación definitiva del Nuevo Testamento, siete siglos después.

julio 11, 2009

Octavo Tema: EL GNOSTICISMO

El gnosticismo fue la primera “herejía” con la que tuvo que enfrentarse el cristianismo primitivo. Esta doctrina, de fuerte línea platónica, plantea que el espíritu vive esclavizado por la materia. La redención ofrecida por Cristo no es sino la liberación de la cárcel material, misma que sólo se obtiene por medio de la gnosis. El principal choque con la dogmática cristiana tradicional consiste en que, Cristo como redentor, no podía haber vivido sometido a los límites de la materia. Por lo tanto, la “encarnación” del Logos debía entenderse sólo en sentido simbólico, lo mismo que su vida, ministerio, muerte y resurrección. Dicho de otro modo: Cristo encarnó en apariencia, vivió en apariencia, sufrió en apariencia y murió en apariencia. La resurrección, por lo tanto, no fue sino la plena manifestación del verdadero cuerpo espiritual de Jesús, y no ningún regreso de la muerte.
Justamente, I Juan 4.1-3 es una evidente disertación anti-gnóstica, que de todos modos no tuvo demasiado éxito en términos históricos. El gnosticismo se extendió y arraigó en el cristianismo oriental, e incluso permeó en el pensamiento de notables eruditos del cristianismo antiguo, como Orígenes de Alejandría.
Los gnósticos llegaron a representar un grave riesgo para la “ortodoxia” cristiana, debido a que fueron, además, grandes productores de literatura. De hecho, los evangelios “apócrifos” más importantes que se han recuperado son parte de la tradición gnóstica (como el de Tomás o el de Judas Iscariote). Desarraigar esa “herejía” del cristianismo fue un proceso muy extenso y complejo, y aunque al final la iglesia occidental impuso sus puntos de vista, el gnosticismo ha sobrevivido hasta nuestros días de modo independiente al cristianismo oficial.
Hay un problema muy interesante en relación al gnosticismo, y los académicos no han logrado ni remotamente un consenso al respecto: ¿de dónde surgió?
Mucho se ha señalado sobre sus posibles orígenes paganos, especialmente orientales, pero lo cierto es que el gnosticismo fue un fenómeno específicamente cristiano, de tal modo que intentar ubicar su origen fuera del ámbito del cristianismo primitivo no ha sido una alternativa aceptable para muchos especialistas.
Por otra parte, también se han señalado muchas de las similitudes del pensamiento cristiano neotestamentario con el gnosticismo. Por ejemplo, según el gnosticismo Cristo no es un redentor en el sentido tradicional. No se trata de su muerte la que redime al hombre, y menos aún de la condenación al infierno. Es el conocimiento lo que salva al hombre, pero de sus cadenas materiales. En esta idea hay cierto eco al capítulo 7 de Romanos (del que ya hablamos en notas anteriores), en donde las ideas cristológicas todavía son notoriamente arcaicas, y se habla de que la justificación del hombre es por medio de la fe, y que la nueva vivencia es la Ley del Espíritu. Dicho de otro modo: la redención no está definida en el sacrificio del Jesús humano, sino en aspectos más abstractos —la Ley del Espíritu— que en un momento dado pueden ser señalados como símbolos del Cristo-Logos encarnado en apariencia para enseñarnos a andar en ellos. Ciertamente, el eco es lejano, pero lo suficientemente identificable como para que llame la atención la bien definida cristología de Colosenses, al punto de que se asuma que esta versión definitiva de algún texto de Pablo fuese escrita para combatir el impulso que, hacia finales del siglo I, empezaba a cobrar el gnosticismo.
Hay otro problema con el gnosticismo: ¿es anterior o posterior al cristianismo ortodoxo? Tradicionalmente, se asume que es posterior, justamente porque se trata de una “herejía” o desviación. Sin embargo, lo cierto es que hasta donde se ha podido comprobar, los evangelios gnósticos son más antiguos que los canónicos.
Por más que se diga que Mateo, Marcos y Lucas debieron escirbirse hacia los años 60-80, la evidencia nos muestra que su proceso fue mucho más complejo de lo que suele pensarse, y que en realidad su culminación fue más tardía: apenas a mediados del siglo II habrían quedado listas las estructuras básicas de cada texto, y la redacción todavía sufriría cambios durante los siguientes doscientos años.
En cambio, es un hecho que muchos evangelios gnósticos ya eran un producto terminado en el siglo II, y que ya no siguieron sometidos a un proceso de transformación. El dato es tan evidente, que muchos han querido rastrear en el gnosticismo el verdadero cristianismo primitivo, proponiendo que la “ortodoxia” consolidada en el Concilio de Nicea (325), fue en realidad la desviación.
En esencia, ambas posturas no pueden ser correctas. La ortodoxia cristiana es, sin duda, un fenómeno demasiado complejo que se tomó varios siglos en consolidarse. De hecho, el Nuevo Testamento nos da apenas una idea parcial de la evolución doctrinal de la eventual ortodoxia. Para poder contemplar el proceso completo, habría que revisar no sólo el Nuevo Testamento, sino también la literatura patrística. Incluso, a principios del siglo IV dicha ortodoxia no estaba firme, al punto de que en el Concilio de Nicea se tuvo que dirimir una fuerte controversia que ya nada tenía que ver con el gnosticismo (la controversia Arriana). Por lo tanto, es un hecho que para cuando la ortodoxia cristiana se estaba consolidando, hacía siglos que existía el gnosticismo.
Pero, por el otro lado, los fragmentos más arcaicos del Nuevo Testamento (especialmente los apocalípticos) están muy lejos de ser documentos que pudiesen ser definidos como gnósticos. Incluso, las secciones de Pablo o Juan que eventualmente fueron usadas por el gnosticismo ofrecen una base muy relativa, vaga y cuestionable a dichas doctrinas. Eso evidencia que la ideología original de los seguidores de Jesús no era, simplemente, gnóstica.
Eso resulta obvio para la apocalíptica del Nuevo Testamento, toda vez que el gnosticismo no se parece en nada a la ideología Esenia-Qumranita. Comparten algunos temas, pero hay una diferencia radical: para los Esenios la materia no representaba un problema. Por el contrario: muchos de sus ritos y rigores eran para santificar lo material, que tenía que ser un reflejo de lo espiritual. Por lo tanto, los Esenios siempre contemplaron un “Reino de los Cielos” inverosímil para los gnósticos: Judea liberada de Roma. Para los gnósticos, Judea y Roma eran igualmente malas en tanto entes materiales que, a fin de cuentas, representaban un límite para la liberación del espíritu.
Los otros pasajes arcaicos del Nuevo Testamento, sobre todo en la literatura paulina, tampoco son, en realidad, gnósticos. Pueden coincidir con ciertos aspectos del gnosticismo, pero no por ello deben ser considerados como parte de esa tendencia doctrinal.
Hay dos aportaciones muy importantes respecto al posible origen del gnosticismo. Por un lado, R. M. Wilson ha mostrado sus elementos evidentemente judaicos. Por el otro, G. W. MacRae ha señalado que existió un gnosticismo pre-cristiano.
Ahora preguntémonos: ¿en qué parte del judaísmo pudo caber un gnosticismo pre-cristiano? No hay muchas posibilidades: es obvio que entre Fariseos, Saduceos y Esenios no. Por lo mismo, sólo nos queda el judaísmo Helenista. Y tiene lógica, dado que el gnosticismo es profundamente platónico en muchos aspectos.
Los textos gnósticos recuperados en Nag Hammadi confirman la existencia de un gnosticismo pre-cristiano en la “Carta de Eugnosto al Beato”, texto en el que no hay un solo elemento cristiano.
Entonces, estamos hablando de que probablemente dentro de la mística judía helenista hubiese una tendencia gnóstica, que hasta mediados del siglo I no tuvo ningún tipo de información sobre Jesús de Nazareth, pero que a partir de su contacto con el Evangelio Original, lo identificó como el Redentor (en tanto Cristo).
Con esto, estaríamos identificando por lo menos a dos diferentes tendencias místicas del judaísmo helenístico: una que identificó a Jesús como el Cristo en un sentido gnóstico, y otra que lo hizo en el sentido que luego se oficializó en el cristianismo ortodoxo.
¿Cuál fue la primera en identificar a Jesús como el Cristo? Imposible saberlo. De hecho, lo más probable es que ambas posturas hayan desarrollado sus puntos de vista concomitantemente, e incluso que sus controversias hayan suplido las que anteriormente pudieran haber tenido con los Esenios.
Ambos grupos se dieron a la tarea de producir su propia literatura. Los gnósticos elaboraron textos como el Evangelio de Tomás, el Evangelio de Judas o el Evangelio de la Verdad. Los otros, textos como el Evangelio de los Siete Signos.
Eventualmente, ambas tendencias empezaron a influir en el resto del pensamiento judío helenista, de perfil poco místico y más de tipo pragmático. Justamente, por ese pragmatismo (tan típico de las epístolas paulinas), la postura gnóstica tuvo un éxito muy limitado, y fue la tendencia de los autores del Evangelio de los Siete Signos la que llegó a asentarse entre las comunidades de prosélitos del judaísmo Helenista y Herodiano.
En esos ambientes, como ya mencionamos en notas anteriores, ya se hablaba del Cristo, de la justificación por la fe, y de cómo la Ley del Espíritu era superior a la Ley Escrita.
¿Qué evento había marcado el ocaso de la Ley Escrita y el advenimiento de un nuevo modo de relacionarse con D-os? Sin duda, la destrucción de Jerusalén, su Templo, y con ello todo el ritual sacerdotal del judaísmo. Y entonces, a la luz de las enseñanzas llegadas de los movimientos místicos del judaísmo helenista, se “supo” que el precursor de todo ello había sido un príncipe de la casa de David, Jesús, que había tenido una discreta vida de carpintero, hacedor de milagros, y que había muerto y resucitado durante el gobierno de Poncio Pilatos, unos 40 o 50 años antes.
Y entonces hubo que investigar quién era este Jesús. Por ello, el Evangelio Original fue traducido al griego, y diversas personas empezaron a recopilar toda la información sobre Jesús que se conservara de modo oral (naturalmente, sin capacidad para discernir si el origen de cuanto relato o discurso aparecía se remontaba a Jesús o no). El proceso llegó a volverse caótico, razón que motivó a un distinguido líder de las comunidades griegas paulinas a dedicarse a investigar el asunto en su origen. ¿Lucas? Tal vez. Por lo menos, la tradición así lo recuerda. Este personaje pudo haber recuperado una versión del Evangelio Original más fiel al documento primigenio, a partir de la cual pudo organizar el primer texto más o menos coherente.
De todos modos, su texto —al igual que los otros dos que habían cuajado en Roma y Judea— siguió recibiendo añadidos y retoques, más o menos hasta mediados del siglo II.
Al mismo tiempo, un proceso exactamente similar fue agrandando, por un lado, al Evangelio de los Siete Signos, aunque de un modo más ordenado. Y por el otro lado, a las múltiples cartas que se conservaban del Apóstol Pablo, que empezaron a ser reunidas, integradas y editadas en los volúmenes que conocemos en la actualidad.
Hacia finales del siglo I y principios del II las controversias con el grupo gnóstico llegaron a un punto climático, y todos los textos que circulaban entre los anti-gnósticos fueron revisados y reelaborados bajo las premisas que, eventualmente, habrían de ser asimiladas y oficializadas por el cristianismo ortodoxo. Con todo, no fue posible empatar plenamente las doctrinas de textos originados en ambientes tan distintos como la apocalíptica Esenia (llegada a este nuevo ambiente por accidente), las epístolas de Pablo, o los escritos de los místicos del judaísmo helenista. Dicha labor de homogenización ideológica fue continuada por los líderes espirituales de este movimiento a partir del siglo II, conocidos hasta la fecha como los Padres de la Iglesia. Sin embargo, su esfuerzo tampoco logró el éxito total. Pronto se evidenció que oriente y occidente llevaban dos líneas diferentes de pensamiento, en las que el primer problema era el idioma: unos se desenvolvían en griego, otros en latín. Cuando en 325 se llevó a cabo el Concilio de Nicea, las profundas divisiones entre oriente y occidente quedaron claras con la controversia arriana, cuyo tema central fue la divinidad de Jesús. Los occidentales la exigían, los arrianos la negaban. En teoría, el Concilio dirimió la cuestión, condenando al arrianismo como herejía. Sin embargo, el arrianismo no desapareció, y —por el contrario— entró en una fase de auge que casi condenó al olvido a la ortodoxia cristiana (u ortodoxia nicena).
Finalmente se impuso la teología nicena, pero esto no resolvió las profundas divisiones de pensamiento entre orientales y occidentales. En cambio, dicho proceso continuó hasta alcanzar su punto culminante en 1054, cuando las iglesias de oriente y occidente rompieron de manera definitiva.

Con todo esto podemos ofrecer una respuesta a las varias interrogantes sobre el gnosticismo.
1. En primer lugar, el gnosticismo fue una tendencia de judíos de inclinación mística, pero de orientación helenista.
2. En la misma época, el cristianismo fue una tendencia no judía, pero derivada del proselitismo de los judíos helenistas.
3. Ninguno de los dos grupos sabía quién era Jesús de Nazareth. En cambio, hablaban del Cristo en tanto Logos que reunifica lo divino con lo humano, y le daban al concepto de “redención” un sentido abstracto no vinculado con el nacionalismo judío, especialmente después de que Roma aplastó el levantamiento.
4. Estrictamente hablando, el cristianismo no tuvo que enfrentarse a la “herejía” gnóstica. Lo que sucedió fue que entre finales del siglo I y principios del II, ambas posturas sufrieron un período de redefinición, en el cual el aspecto más notable fue la aceptación de Jesús de Nazareth como la persona en la que se había encarnado el Logos.
5. Los gnósticos, por su orientación platónica radical, no pudieron aceptar que Jesús hubiese sido un cuerpo material real, y por ello tradujeron todo su discurso a la “encarnación aparente” del Logos, así como lo aparente de su vida, ministerio, sufrimiento y muerte.
6. En cambio, los cristianos no tuvieron ningún inconveniente en asumir a Jesús como un ser humano de carne y hueso.
7. El período de finales del siglo I y principios del II fue el de mayor actividad literaria por parte de los dos grupos. Los gnósticos elaboraron sus propios evangelios (seguramente a partir de documentos qumranitas), y los cristianos reelaboraron el Evangelio Original, aunque también produjeron material nuevo: el Evangelio de los Siete Signos, que eventualmente se transformó en el Evangelio de Juan (basado también en documentos qumranitas).
8. Esta es la razón por la que se pueden hallar vínculos entre Qumrán y el gnosticismo, pero sería un error absoluto pretender entender la literatura Esenia a partir de la ideología gnóstica. Los gnósticos, en realidad, disertaron sobre temas Esenios (o sobre temas que también le interesaban a los Esenios) dando su propia interpretación de los mismos, muy lejos del nacionalismo radical de la secta de Qumrán.

julio 07, 2009

Séptimo Tema: EL EVANGELIO DE JUAN

Aspectos preliminares del Corpus Joánico

Este es el grupo de textos más compacto del Nuevo Testamento, ya que sólo incluye cuatro libros: el Evangelio de Juan, y las tres epístolas del —supuestamente— mismo autor. Tradicionalmente, se incluye también al Apocalipsis, pero este último texto es, en realidad, parte de la apocalíptica y, aunque tiene vínculos con el corpus joánico que ya revisaremos, debe estudiarse por separado.
Las tres epístolas de Juan no son, en los aspectos esenciales, muy complicadas. Más allá de las controversias sobre el autor, sus temas son bastante claros, y es evidente que su trasfondo es un profundo misticismo judío helenista, muy en la línea del judaísmo alejandrino (culto y elegante, sin duda), y del todo emparentado con el Evangelio.
En cambio, este último nos ofrece varios problemas de muy difícil, si no es que imposible, solución. El primero es tan simple como decir que no sabemos realmente de donde surgió ese texto.

El Evangelio de Juan

Probablemente ningún otro texto del Nuevo Testamento nos ofrezca tantas complicaciones para entender su contexto original como el Evangelio de Juan. Se ha señalado —acertadamente— su evidente perfil helenístico. Pero también se ha señalado— igualmente con acierto— sus notables semejanzas con varios aspectos recuperados de la literatura Esenia-Qumranita.
¿Cómo puede un texto contener elementos helenísticos y Esenios al mismo tiempo, si la postura qumranita fue tradicionalista a ultranza y, por lo mismo, enemiga de la helenización?
Pero eso no es todo: en este mismo libro están ya planteados una serie de conceptos definitivamente relacionados con el gnosticismo, tendencia vinculable con el helenismo, pero no con la ideología Esenia-Qumranita, y señalada como herejía por la iglesia cristiana primitiva. Ciertamente, sería una exageración decir que el Evangelio de Juan es gnóstico, e incluso un error, porque las epístolas de Juan son claramente anti-gnósticas, y no se puede negar el profundo vínculo de estas últimas con el evangelio. Sin embargo, si el gnosticismo ha hecho de Juan su evangelio favorito no ha sido gratuitamente. En realidad, muchos detalles del texto se acercan sorprendentemente a la llamada “gnosis”.
Por el otro lado, pese a que este libro parece estar más ubicado en una etapa tardía (gnosticismo, misticismo helenístico), acaso a principios del siglo II, resulta que es el que mejor parece estar enterado de muchos aspectos litúrgicos y legales del judaísmo del siglo I, lo que evidencia una redacción original bastante arcaica.
¿Qué tenemos, entonces? ¿Un texto helenístico o Esenio? ¿Arcaico o tardío? ¿Cristiano “normal” o gnóstico? ¿O todo al mismo tiempo?
Baste mencionar esta contradicción inicial (llamarle sólo paradoja sería demasiado amable) para darnos cuenta de la problemática que nos propone el estudio de este texto. Y baste también para saber, de inicio, que sería absurdo suponer que el texto fue escrito por una sola persona en un solo momento.
Hay algo importante que señalar antes de abordar la forma y contenido de este libro: en tanto evangelio, es abiertamente opuesto a los Sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) en un detalle trascendental: la duración del ministerio de Jesús. Según los Sinópticos, su duración no abarco siquiera un año. Según Juan, abarcó tres.
Este simple detalle, de entrada, nos pone frente a la posibilidad de que el de Juan sea el evangelio de menos rigor histórico, idea que se refuerza por la complejidad teológica que se expone a lo largo de todo el libro, bastante más abstracta (aunque no necesariamente más compleja) que la que hallamos en Mateo, Marcos y Lucas. Estos tres textos hablan, a fin de cuentas, de las ideas teológicas que se desarrollaron en relación a un ser humano de carne y hueso. En cambio, en Juan todo parece ser al revés: se habla de la dimensión de carne y hueso que adquirieron muchas ideas abstractas (la más importante, sin duda, la del Logos) cuya teología ya era bien conocida en los círculos judíos de Alejandría.
Podemos dividir el texto de Juan en dos secciones principales más un epílogo. La primera sección (capítulos 1-12) nos cuentas el ministerio de Jesús, así como una serie de señales que acaso son la única pista para acercarnos a una vaga reconstrucción de la condición original del texto. La segunda sección (capítulos 13-20) acontece desde la Última Cena hasta la resurrección, y son una serie de discursos de Jesús respecto a la naturaleza de su muerte (completamente ausentes en los Sinópticos), seguidos por el relato de la Pasión. Finalmente, el último capítulo (21) es un epílogo.
Para poder abordar al evangelio de Juan, habrá que tomar en cuenta dos aspectos fundamentales:
1. El texto es helenístico. De esto no puede quedar duda gracias a la sorprendente construcción del capítulo 1: “En el principio era el Logos, y el Logos era con D-os, y el Logos era D-os… Y el Logos se hizo carne y habitó entre nosotros”. Esta sección no tiene nada de Esenia-Qumranita, sino que es radicalmente helenista. El mismo parámetro para empezar a interpretar a Jesús, el Logos, proviene de la tradición que popularizaron los judíos de Alejandría, no los de Qumrán.
2. La temática está basada en aspectos propios de la literatura Esenia-Qumranita, y destacan la importancia de las tensiones dualistas, especialmente la de la luz contra las tinieblas, cuya dimensión es eminentemente espiritual.
Estos dos puntos nos pueden dar una pista de la relación que hay entre Helenismo e ideología Esenia-Qumranita en el evangelio de Juan. Y aquí vale la pena hacer una aclaración: debe tenerse bien claro el perfil de la literatura Esenia. Un frecuente error cometido por académicos cristianos es suponer que los Esenios-Qumranitas mantenían ideas afines al Evangelio de Juan, basándose en las similitudes que pueden llegar a encontrarse entre ambos universos literarios.
En realidad, a la luz de los textos recuperados en el Mar Muerto, más la evidencia de que el trasfondo de los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas es apocalíptico —y, por lo tanto, profundamente relacionados con Qumrán— nos muestran que el Evangelio de Juan es un asunto aparte. Sin duda, la literatura qumranita nos sirve para aclarar muchas cosas del Evangelio de Juan, pero es un hecho que este último no puede ser determinante para entender el perfil de la literatura Esenia. No hay nada en Qumrán que, literariamente hablando, sea similar al Evangelio de Juan, especialmente en dos aspectos íntimamente vinculados: el manejo del concepto del Logos, y la naturaleza intrínseca del Mesías. Para Qumrán, el asunto mesiánico no tiene vuelta de hoja: el Mesías debe traer la redención en el sentido material e histórico, si bien en ello se refleja la dimensión espiritual. Pero esto implica, inevitablemente, la liberación de Judea del yugo romano, en el aquí y el ahora. Para Juan, por contraparte, el asunto es netamente espiritual, y la redención escatológica queda proyectada hacia una temporalidad indefinida. La “salvación” que ocurre en el aquí y el ahora es espiritual, abstracta, no nacional ni política.
¿Se trata, entonces, de un texto que ofrece una interpretación Helenista de los temas que obsesionaban a los Esenios? Muy probablemente. A sabiendas de que el Evangelio Original —el texto Esenio donde se registró los hechos y dichos de uno de sus más controvertidos líderes— se empezó a conocer después de la debacle de los Esenios en el año 73, es muy probable que el Evangelio de Juan haya sido escrito (en una versión inicial más sencilla, no en la que conocemos actualmente) para ofrecer otra interpretación de los hechos, proveniente también de un ambiente de profundo misticismo, pero ubicado políticamente en el otro extremo: el Helenista.
Esto no descarta la posibilidad de que los místicos del judaísmo helenista ya se hubieran interesado en los temas que preferían los Esenios. Incluso, cabe la posibilidad de que dichos temas no fueran exclusiva preocupación Esenia, y hasta el caso de que desde antes de la época de la guerra contra Roma, justo durante el auge del movimiento Esenio, se dieran controversias entre místicos helenistas y místicos nacionalistas (Esenios-Qumranitas).
El único aspecto que habría sido nuevo para los helenistas habría sido la persona de Jesús de Nazareth, en quien vieron la encarnación de algo de lo que ellos ya hablaban desde hacía bastante tiempo, pero en términos más abstractos: el Logos-Mesías.
Después del año 73, sin la presencia del movimiento Esenio como fuente de una contraparte ideológica, los místicos del judaísmo helenista explayaron una nueva perspectiva sobre Jesús, surgida del contacto con un texto cuyas reglas de interpretación, seguramente, desconocían (el hecho de que pudiese haber controversias entre Esenios y Helenistas no implica, de ningún modo, que los Helenistas tuvieran idea del modo en que los Esenios codificaban sus libros). Incapacitados para entender detalles propios del estilo Esenio, llevaron la lectura de este texto (el Evangelio Original) a otra dimensión.
Pongamos un ejemplo concreto: el Diablo. Para los místicos helenistas, debió ser fácil suponer que con ello se hacía mención a las potencias espirituales malvadas contra las que la Luz mantiene una lucha permanente. Difícilmente se hubieran podido dar cuenta de que, más bien, el “diablo” era sólo un modo de referirse a una persona concreta, muy probablemente el Sumo Sacerdote Caifás. Menos aún, que el Diablo, Caifás y el Apóstol Pedro eran el mismo personaje.
Estamos hablando, entonces, de la posibilidad de que los místicos helenistas posteriores al año 73 se hayan topado con un texto enigmático y fascinante, que narraba la “prodigiosa” vida de un príncipe de la casa de David que se habían enfrentado de modo directo con las Tinieblas, a las que había derrotado en múltiples exorcismos, al tiempo que hacía todo tipo de señales y prodigios, mismos que incluyeron su propia muerte y resurrección.
Factiblemente, la encarnación del Logos.
Probablemente, esto los motivó a reflexionar sobre este personaje, y pronto produjeron su propia versión de los hechos: el Evangelio de los Siete Signos, un texto en donde se recopilaron siete señales atribuidas a Jesús, sin que podamos saber si dichos relatos también fueron recuperados de literatura qumranita o no.
¿Qué es este “Evangelio de los Siete Signos”? Es, según muchos académicos, el texto sobre el cual después se elaboró lo que hoy conocemos como Evangelio de Juan, y debió consistir en las siete señales marcadas en el propio Evangelio: la conversión del agua en vino en las Bodas de Caná (Juan 2.1-12), la curación del hijo de un funcionario (4.46-54), la curación de un enfermo en el estanque de Betesda (5.1-18), la multiplicación de los panes (6.1-15), la travesía del Mar de Tiberíades (6.16-21), la curación de un ciego de nacimiento (capítulo 9), y la resurrección de Lázaro (11.1-44).
Con este texto habría pasado algo muy similar al proceso de desarrollo del Evangelio Original para convertirse en Mateo, Marcos y Lucas, y por cierto, prácticamente al mismo tiempo (finales del siglo I y principios del II). Naturalmente, lo que tenemos en Juan 1-12 es una versión mucho más elaborada que el original Evangelio de los Signos.
Hay una diferencia notable entre el Evangelio de Juan y los Sinópticos: pese a que los cuatro bien pueden ser el punto final en la evolución de dos textos originales (el Evangelio Original y el Evangelio de los Signos), de un texto se derivaron tres y del otro sólo uno. ¿A qué se debió esto? En primer lugar, a que los Evangelios Sinópticos surgieron en ambientes populares; como ya hemos mencionado, son las recensiones surgidas de un proceso inicialmente caótico, que fue puesto en “orden” durante la primera mitad del siglo II. En cambio, en Juan encontramos la huella de un trabajo más organizado, y llevado a cabo por gente de mucho mayor nivel cultural, probablemente vinculados —por lo menos en lo ideológico— con el judaísmo de Alejandría. Y por eso el resultado: por un lado, tres textos que evidencian su origen común, pero que también acusan diferencias notables; por el otro, un solo texto con un elegante estilo griego, así como una complejidad teológica que a todas luces evidencia su cuna culta.
Hay algo más: quienes trabajaron sobre el Evangelio Original tuvieron en sus manos un documento qumranita, mismo que no entendían. En cambio, quienes trabajaron con el Evangelio de los Siete Signos trabajaron con un documento producido por ellos mismo, aunque probablemente basado en tradiciones qumranitas. De todos modos, en el caso de Mateo, Marcos y Lucas es evidente que el proceso fue caótico en un inicio, mientras que en Juan se hace notar un orden bien organizado.

Regresemos a un punto esencial del Evangelio de Juan: el asunto de la dualidad Luz-Tinieblas. Se ha recalcado mucho la similitud de este asunto con la literatura qumranita. Sin embargo, es evidente que el enfoque no es el mismo, ya que para los qumranitas esta dualidad se iba a verificar en un combate físico y concreto, mismo que se encarnó en el levantamiento armado contra Roma. Esta aplicación del conflicto espiritual no aparece de ningún modo en el Evangelio de Juan. Allí todo el asunto pertenece a una dimensión abstracta, a la que incluso podríamos ponerle términos platónicos sin entrar en conflicto con el Evangelio: el mundo de las ideas.
Debemos, en consecuencia, cuidarnos de no exagerar la similitud con Qumrán. Efectivamente, hay una semejanza temática, pero el enfoque no es el mismo. El Evangelio de Juan puede ser cualquier cosa, menos un documento Esenio.
¿De qué se trata, entonces? Probablemente, de la relectura que la otra tendencia mística del judaísmo antiguo hizo de los temas favoritos de los Esenios.
Los misticismos siempre se alcanzan. Es muy probable que los místicos helenistas no estuvieran del todo en desacuerdo con los místicos de Qumrán, y que el Evangelio de los Siete Signos haya sido un primer intento por reinterpretar los temas que los Esenios siempre consideraron relevantes, como un intento de plantear una alternativa a los errores de los místicos qumranitas. Vale la pena decir que dichos errores eran del todo evidentes, tomando en cuenta que estamos considerando que el Evangelio de los Siete Signos se escribió después de la ruina de Jerusalén y del levantamiento armado judío.
Pero la reinterpretación llegó más lejos, ya que abarcó la vida y obra de un personaje enigmático y complejo: Jesús de Nazareth.
Y aquí es donde tenemos que abarcar otro tema que ha sido frecuente punto de partida para controversias intensas entre los académicos: el gnosticismo.

Sexto Tema: LUCAS

En los análisis sobre los Evangelios Sinópticos y el Evangelio Original, comenté que la evidencia muestra que Mateo y Marcos fueron, en realidad, recensiones logradas de manera colectiva, y no el resultado de la labor escritural de una sola persona en cada caso. En cambio, sí es factible suponer que detrás del Evangelio llamado Lucas sí hubo la labor definida de una persona (que pudo ser el Lucas histórico).
Repasemos el por qué de esta probabilidad: según el propio Evangelio (Lucas 1.1-4), el autor se dedicó a investigar la historia de Jesús para ponerla en orden. Más allá de que estas palabras puedan ser fruto de la tradición y no propias del Lucas histórico, lo cierto es que las diferencias entre Mateo y Marcos —por un lado— y Lucas —por el otro— nos sugieren que el autor de este último texto hizo uso de una versión más primitiva del Evangelio Original, que pudo haber sido el mismísimo texto primigenio. Ello justifica la idea de que alguien se dedicó a buscar una copia del libro original sobre Jesús, misma que usó como base para elaborar una recensión inicial que, eventualmente, se transformó en el Evangelio de Lucas.
Supongamos que, efectivamente, el autor de este trabajo fue Lucas, el discípulo de Pablo. En dicho caso, es evidente que realizó esa labor después de que Pablo había muerto, pues de lo contrario lo lógico hubiera sido que Pablo citara en sus epístolas fragmentos del texto recuperado por Lucas.
Es simple: tal y como hemos considerado, el Evangelio Original sólo pudo estar disponible a un público diferente al Esenio tras el final de la guerra contra Roma (año 73), por lo que hasta ese momento se empezó a conocer la historia de Jesús.
¿Era factible que dicha historia se conociera previamente? Prácticamente no, porque Jesús desarrolló la parte más relevante de sus actividades dentro del estrecho círculo de los Esenios. Por lo mismo, es altamente factible que Pablo nunca haya reparado de modo importante en Jesús como personaje histórico.
En realidad, la historia de Jesús debió empezar a conocerse hasta después del año 73, cuando por una razón u otra, el texto del Evangelio Original fue conocido.
La posibilidad de que Jesús haya sido conocido por la predicación de sus seguidores es imposible, ya que su grupo de colaboradores original fueron, al igual que él mismo, Esenios, y es un hecho que este grupo no permitía que sus enseñanzas circularan libremente fuera de los límites de la propia secta. Si acaso hubo predicación sobre Jesús, fue dentro de los márgenes del movimiento Esenio-Qumranita.
Pero eso no descarta que otros estuviesen predicando al Cristo, aunque en el sentido abstracto que pudo manejar alguien como Pablo.
El punto es este: hasta el año 73, es factible que el Cristo fuese un tema frecuente de predicación, especialmente entre judíos helenistas. Después de ese año, al empezar a circular sin ningún tipo de control el Evangelio Original, es muy probable que se haya empezado a relacionar por primera vez a Jesús de Nazareth con el Cristo abstracto de los Helenistas, hasta el punto de volver necesaria una explicación del vínculo de este personaje con el concepto crístico. Y esa fue la importancia del trabajo de Lucas.
El Evangelio de Lucas es algo más que una buena narración en griego de la vida de Jesús. De hecho, es la construcción de Jesús como personaje crístico bajo los parámetros de la mitología griega. Por eso, el relato inicial de Lucas diserta sobre el modo en el que una joven hebrea fue fecundada por la Deidad, en un estilo cuyo origen es perfectamente griego (basta ver las similitudes con el mito de Hércules).
El trabajo de Lucas es sorprendente: logra una perfecta fusión del texto del Evangelio Original con una típica saga del héroe en el estilo griego, lo que evidencia que el contexto cultural del autor y de su público es completamente helénico.
Justamente, lo relevante de este texto es que no se trata de la perspectiva del judaísmo helenista como tal, sino la versión plenamente griega (Lucas no era judío).
El Evangelio de Lucas no es un producto aislado, sino apenas la primera parte de todo un relato en donde el autor narra no sólo la historia de Jesús, sino también la del movimiento al que dio inicio. La segunda parte la conocemos como Hechos de los Apóstoles, y en ella se conserva el mismo estilo emparentado con la mitología griega.
Aunque a muchos les resulte molesto, es evidente a todas luces que Hechos no es un libro histórico, sino mitológico. Basta ver con que trata de gente que tiene poderes sobrenaturales, algo que no sucede con mucha frecuencia (por decirlo de modo amable).
¿De dónde surgieron los relatos contenidos en los libros de Lucas?
Respecto al Evangelio, no hay muchas dudas. La parte medular fue el Evangelio Original, y a eso se anexaron varias tradiciones orales, algunas de ellas conocidas por Mateo, otras por Marcos, y la mayoría exclusivas para Lucas.
Más complejo resulta saber cómo se obtuvo el material para los Hechos de los Apóstoles, porque es un hecho que no se trata de un texto fantástico, creado de la nada. En esta línea, las más notables aportaciones historiográficas las ha hecho Robert Eisenman, al señalar las múltiples semejanzas entre los Hechos con los libros de Flavio Josefo, especialmente las antigüedades judías.
Algunos ejemplos:
1. Flavio Josefo cuenta la historia de un líder judío llamado Simón, que tuvo una serie de desencuentros con el rey Agripa I por cuestiones de pureza ritual. Según el relato, fue invitado por Agripa a su residencia en Cesarea para que pudiera constatar que todo estaba limpio, y Simón regresó colmado de regalos. Es evidente la similitud estructural del relato con el de la visita de Pedró (Simón) a casa de Cornelio (en Cesarea), en donde comprueba que lo que él pensaba que era inmundo es, en realidad, limpio. Además, el nombre de Cornelio aparece dos veces en los textos de Josefo, ambas en relación a soldados involucrados en las ocupaciones romanas de Jerusalén (uno en la época de Pompeyo, y otro en la de Tito Vespasiano).
2. Simón el Mago es otro personaje de Flavio Josefo, relacionado con Berenice y Drusila, nobles de la casta herodiana. Del mismo modo, el mago Elimás está basado en el mago Atomus de Flavio Josefo, hecho corroborado por los manuscritos en los que el nombre Elimás es Etomas.
3. El relato de Felipe y su charla con el eunuco etíope está calcado de la historia de la conversión al judaísmo de Izates, hijo de la reina Helena de Adiabene, también conversa. Según el relato de Josefo, un judío tradicionalista de nombre Eliezer encontró a Izates revisando el Génesis, y le preguntó si entendía lo que leía (igual que Felipe al eunuco etíope, que según Hechos, iba leyendo al profeta Isaías). Al explicarle el sentido del pasaje en cuestión (la circuncisión de Abraham), Izates acepta ser circuncidado y con ello formaliza su conversión.
4. El mayor ejemplo de todos es, sin duda, el relato de la lapidación de Esteban, que es idéntico en su estructura al relato del martirio del apóstol Santiago (Yaacov el Justo). Según Josefo, tras ser acusado falsamente, Yaacov fue juzgado por el Sumo Sacerdote Anán II, y luego lapidado bajo la supervisión de un joven herodiano llamado… Saulo. El relato de Hechos 7 sobre la muerte está completamente calcado, e incluso Esteban puede ser asumido como una forma simbólica de referirse a Yaacov, ya que el nombre en griego significa “corona”, y Yaacov perteneció, según la tradición, al linaje del Rey David.
Robert Eisenman supone que Lucas debió trasladar los relatos de Josefo a sus libros. Sin embargo, me parece poco probable esta idea, que implica una suerte de complot de parte de Lucas. En realidad, es más fácil suponer que el libro de los Hechos se fue integrando a partir de un texto original al que se le fueron incorporando diferentes relatos, provenientes de diferentes fuentes, y que los copistas cristianos acoplaron bajo criterios muy laxos, exactamente igual que como sucedió con varios fragmentos que terminaron en los tres Evangelios Sinópticos.
Tomando en cuenta que el manuscrito más antiguo que se conserva de los Hechos de los Apóstoles data de la primera mitad del siglo III (el fragmento Chester Beatty P45), resulta imposible demostrar que el libro estuviese terminado antes del año 62, tal y como pretenden académicos como César Vidal.
Hay un punto importante que debemos tomar en cuenta: si bien las epístolas de Pablo no tienen referencias directas al Evangelio Original (o a alguna de sus tres versiones finales), sí tienen múltiples referencias a los Hechos de los Apóstoles (por lo menos cuatro en Romanos, trece en I Corintios, diez en II Corintios, cinco en Gálatas, una en Efesios, cinco en Filipenses, tres en Colosenses, siete en I Tesalonicenses, una en II Tesalonicenses, una en I Timoteo, diez en II Timoteo, dos en Tito, y dos en Filemón.
Demasiado extraño: ¿por qué no hay referencias a Lucas y en cambio abundan las referencias a Hechos? Se podría argumentar que Pablo, en sus epístolas, simplemente hizo recuentos biográficos y, por lógica, estos tienen un paralelo en Hechos. Sin embargo, muchas de las referencias pertenecen a textos cuya autoría paulina está severamente cuestionada (como Colosenses o II Timoteo).
Inevitablemente, se queda en el aire la posibilidad de que el libro de los Hechos haya estado determinado por los datos auto-biográficos insinuados en las epístolas. O dicho de otro modo: los Hechos de los Apóstoles fueron la anécdota reconstruida (a partir de múltiples fuentes del todo disímiles) para reconstruir un esbozo biográfico de Pablo, del cual sólo se conocía el más o menos nutrido grupo de datos recuperables de sus epístolas.
La historiografía no nos ofrece mejores datos: los primeros en hacer citas textuales de muchos libros del Nuevo Testamento, incluyendo a Hechos, fueron los apologistas Arístides de Atenas y Justino Mártir, a mediados del siglo II. Anteriores a ellos, Ignacio de Antioquía, Policarpo y Papías habían referido también temas mencionados en Hechos, pero con la misma característica que las epístolas de Pablo: no se trata de citas textuales, sino de similitudes temáticas.
Como si los Hechos aún no fueran un libro bien definido y relativamente conocido, sino hasta mediados del siglo II. De cualquier modo, vale la pena mencionar que Marción, hereje del siglo II que tuvo el extraño mérito de ser el primero en proponer un canon del Nuevo Testamento, no incluyó en su lista de textos “sagrados” a los Hechos de los Apóstoles. Es hasta un poco después, con Taciano Siro, que los Hechos empezaron a ser incluidos en las listas de escritos reconocidos como “divinamente inspirados” por las Iglesias. De todos modos, algunos autores de finales del siglo II, como Teófilo de Antioquía, no parecen haber estado familiarizados con el que supuestamente es el segundo libro de Lucas, lo cual resulta extraño si se supone que para entonces, tanto el Evangelio como los Hechos debían tener un siglo de existencia.
Los primeros datos contundentes provienen de Tertuliano y del Canon Muratori (finales del siglo II y principios del III), en donde ya es evidente que se da por hecho la “divina” inspiración de los Hechos de los Apóstoles.

¿Qué se puede deducir de todo lo anterior?
En esencia, lo mismo que ya hemos venido planteando: que la gran mayoría de los textos del Nuevo Testamento (hasta el momento hemos hablado de los Evangelios Sinópticos, las epístolas paulinas y ahora Hechos de los Apóstoles) llegaron a sus formas estructurales definitivas durante el transcurso del siglo II.
Dichos textos fueron, ante todo, la construcción de un mito que le ofreciera coherencia al cristianismo, que en ese momento estaba en proceso de definir su perfil definitivo. En este punto, vale la pena que se podría decir que el cristianismo existía desde antes de la época de Jesús de Nazareth: en realidad, es posible que los grupos de prosélitos del judaísmo helenista y herodiano ya tuvieran su muy particular versión del Cristo en tanto Logos que conecta lo divino con lo humano. incluso, es probable que toda la predicación del apóstol Pablo siempre haya ido sobre esa línea abstracta, y que sólo hasta después del año 73, cuando tras el colapso del movimiento Esenio el Evangelio Original salió a la luz, se haya llevado a cabo la identificación de ese Cristo abstracto con un personaje histórico concreto, Jesús de Nazareth.
Aquí hay que plantearnos un pregunta inevitable: ¿quién se encargó de proponer, y eventualmente lograr, esa identificación? Naturalmente, llegar a una respuesta definitiva es imposible, aunque ayuda mucho rastrear los aspectos ideológicos y literarios del otro grupo judío helenista que llegó a un interesante punto de desarrollo justo en esas épocas: el alejandrino.
Ya hemos mencionado a Filón de Alejandría y su intento por incorporar el concepto del Logos al judaísmo. En la próxima nota, empezaremos a revisar el material neotestamentario de esta tradición: el Corpus Joánico.

julio 04, 2009

Quinto Tema: PABLO EL HERODIANO

“Saludad a los de la casa de Aristóbulo. Saludad a Herodión, mi pariente”. Romanos 16.10-11.
Muy pocas veces se repara en el contenido de este versículo, en el cual Pablo dedica saludos a destacados personajes de la política judía del siglo I. Se podría objetar que puede referirse a cualquier Aristóbulo o a cualquier Herodes (Herodión sólo es la versión griega de este nombre), pero resulta difícil de imaginarlo.
Pablo escribió la epístola a los Romanos entre los años 54 y 58, según los datos conservadores. Sin embargo, es probable que en realidad esta monumental carta sea una compilación de una correspondencia de textos más reducidos, finalmente fusionados, entre Pablo y la comunidad de prosélitos del judaísmo helenista que se había establecido en Roma.
¿Tiene lógica que en esos años Pablo le haya mandado saludos a Agripa II, el Herodes en turno en el trono de Judea, por medio de la comunidad cristiana de Roma? La tiene: Agripa II estuvo en Roma entre los años 54 y 55 para presentarse ante Nerón, por entonces recién ascendido al rango de emperador.
Si esta fuera la única referencia que vinculara a Pablo con el judaísmo herodiano, sería factible suponer que se pudo tratar de un saludo para cualquier otro tipo llamado Herodes, vinculado por coincidencia con cualquier otro tipo llamado Aristóbulo (un nombre muy frecuente entre la familia Herodes).
Sin embargo, hay más elementos que evidencian el perfil Herodiano de Pablo, y el más notable es su postura política en relación al Imperio, aclarada en la misma epístola a los Romanos: “Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de D-os, y las que hay, por D-os han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por D-os resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos”.
Debe tomarse en cuenta que este texto fue elaborado por Pablo en la segunda mitad de la década de los 50’s, justo cuando Judea estaba a punto de explotar una vez más contra la dominación romana: en 58 o 59, un ejército de cuatro mil sicarios (Josefo dice que treinta mil, pero es más verosímil aceptar el otro dato, proveniente de diversas fuentes) atacó Jerusalén y fue masacrado en el Monte de los Olivos. Este fue el último aviso antes del levantamiento final contra Roma, que inició en 66.
Dicho de otro modo: Judea —y con ello el judaísmo— estaba viviendo una época de fuerte deterioro social, cuya consecuencia más evidente fue la creciente tensión entre judíos y romanos. Justo en esos momentos, cada vez más gente radicalizaba su postura anti-romana. Y justo en ese momento, Pablo escribió que las autoridades han sido puestas por D-os, y que uno tiene la obligación de vivir sujeto a las mismas.
No es un secreto que, aún en esos momentos convulsos, un grupo judío mantenía exactamente esta postura: los herodianos.
¿Qué papel representan los herodianos en el panorama del judaísmo de la época?
Toda religión, cultura o ideología siempre termina por desarrollar dos polos opuestos. Uno es de carácter tradicionalista, y es el que se aferra a conservar la identidad del grupo tanto en el contenido como en las formas. El otro desarrolla, por el contrario, un perfil abierto (en cada época se le podría llamar “modernizador”) y considera que los aspectos esenciales no tienen por qué verse afectados, aún en el caso de que se permitan los cambios en las formas. En sus versiones más extremas, incluso consideran que tampoco hay problema en permitir la transformación de los contenidos.
Dicha tensión entre opuestos es necesaria para la evolución de todo grupo social, y nunca se logra la victoria definitiva de una postura sobre la otra. Se puede derrotar a un grupo, pero es cuestión de tiempo para que sus ideales sean resucitados por otro. Si se impone el grupo tradicionalista, no pasará mucho para que dentro del consolidado conservadurismo vuelva a surgir la necesidad de reformarlo todo. Si se impone el grupo reformista, no tardará en institucionalizarse, dejando el panorama listo para que vuelva a surgir un grupo disidente, y la tensión entre conservadores y reformistas regrese.
El judaísmo no es la excepción. El mismo registro bíblico está lleno de casos de antagonismos en los que ambas posturas se confrontaron (Moisés contra Koraj, Saúl contra David, David contra Absalón, etc.).
Con todo, es a partir del siglo III AC que dichas tensiones tomaron un matiz sumamente complejo, además de rastreable por la ciencia histórica, debido a que los judíos de posturas reformistas asumieron la defensa de un modo de vida que les fascinó: el helénico.
La expansión de la cultura griega gracias al proyecto de conquistas de Alejandro Magno logró que, en un momento muy concreto de la Historia, todo el Oriente Medio entrara en un contacto abrumador con una de las culturas más sorprendentes que haya existido: la griega.
Muchos centros culturales de la zona quedaron sometidos al Helenismo: Egipto, Siria, Fenicia o Lidia, por sólo mencionar algunos. Y no es de extrañar: en ese momento, lo helénico era exactamente lo que hoy llamaríamos “lo moderno”, y exactamente al igual que en nuestros días, muchos se sintieron convencidos por la necesidad, e incluso urgencia, de acceder a dicha modernidad.
Con todo, un amplio sector del pueblo judío se opuso a ello, insistiendo en la necesidad de conservar intactas sus tradiciones y prácticas religiosas, así como sus modos de vida.
En un principio no hubo grandes problemas, porque la política de Alejandro Magno hacia los judíos se orientó por una amplia tolerancia, al igual que durante la época de dominio medo y persa. Al morir Alejandro y quedar Judea bajo control egipcio, la misma política de tolerancia continuó, e incluso cuando el territorio quedó bajo soberanía seléucida, las cosas siguieron iguales.
A nivel político, por supuesto. En realidad, las fricciones internas sí fueron en aumento, en un proceso lento pero continuo, mismo que llegó al punto insostenible en la primera mitad del siglo II AC.
Para esas épocas la radicalización de ambas posturas sólo estaba esperando un acontecimiento importante para que la situación explotara, y eso sucedió cuando Antíoco IV Epífanes usurpó el trono seléucida, e hizo de la política de helenización una de sus principales banderas en relación al pueblo judío.
La primera medida agresiva contra los judíos fue la deposición del Sumo Sacerdote Onías III en 171 AC, y la situación se fue agravando hasta que la guerra estalló cuatro años más tarde.
El resultado es conocido: tras muchos encuentros y desencuentros, el grupo tradicionalista, encabezado por los Macabeos, se impuso a los reformistas. Sin embargo, de esta victoria se derivó una situación anómala que fue duramente criticada por amplios sectores de la población: el acaparamiento de poder por parte de los Hasmoneos, descendientes de los Macabeos, que se quedaron con el ejercicio del Sumo Sacerdocio y del poder político, privilegios reservados —según los tradicionalistas— a la descendencia de Aarón y a la del Rey David, respectivamente.
Si bien la política Hasmonea mantuvo cierto perfil tradicionalista durante el siglo II AC, a partir de la muerte de Juan Hircano fue cada vez más evidente un acercamiento hacia las tendencias modernistas, o helenizantes, que no habían desaparecido del panorama político judío.
Esta orientación se reforzó cuando en 63 AC Roma anexó a Judea como provincia, y se recrudeció cuando el trono fue ocupado por un gobernante de origen idumeo, Herodes el Grande (37 AC). La brutalidad con la que este último gobernó hizo que los ánimos populares se radicalizaran, y la pugna política entre ambas tendencias iniciase una nueva fase cuyo desarrolló se extendió durante un siglo, y que culminó con el levantamiento en contra de Roma en 66 DC.
Aquí hay que plantearnos una pregunta respecto a los Hasmoneos, y sus herederos directos, los Herodianos: ¿cómo podían justificar su ocupación de los poderes político y religioso, cuando es evidente que las Escrituras Hebreas enseñaban que eso le correspondía a dos familias muy concretas?
Es una pregunta engañosa, en realidad. Cierto: la Biblia Hebrea deja bien en claro que los que deben ejercer el Sumo Sacerdocio son los descendientes directos de Aarón, así como los descendientes directos de David deben ocupar el trono. Pero esta es la perspectiva de Fariseos y Saduceos (y en consecuencia, Esenios). Obviamente, los Helenistas tuvieron otra perspectiva del asunto, fundamentada en una perspectiva distinta sobre las Escrituras.
El punto que debe tenerse en cuenta es este: eso que nosotros llamamos Biblia es un producto de la tradición de los Fariseos, y se consolidó apenas a finales del siglo I DC. Es un hecho comprobado que hasta antes de la guerra contra Roma, tanto Fariseos, Saduceos y Esenios tuvieron criterios muy diferentes respecto a los textos que integraban el corpus sagrado. Justamente, en Qumrán se han recuperado muchos textos que los Fariseos no consideraban sagrados, pero que —a todas luces— los Esenios sí (como Enok). Incluso, se ha recuperado un texto formidable —llamado por los especialistas como el Rollo del Templo— que muy probablemente fue un texto sagrado para los Saduceos, aunque no para los Fariseos ni los Esenios.
Gracias a todos esos documentos, hoy podemos saber que Fariseos, Esenios y Saduceos tenían criterios diferentes sobre varios aspectos de la religión judía. Y, por lógica, puede deducirse que los Helenistas y Herodianos tenían sus propias características particulares.
¿Dejaron estos grupos de judíos “modernistas” alguna colección de textos de la cual podamos recuperar, por lo menos en parte, sus características ideológicas?
No en el sentido en el que los Esenios nos heredaron los hoy llamados Rollos del Mar Muerto, o los Fariseos la Biblia, pero sí hay diversas fuentes de este tipo de judaísmo que pueden ser consultadas.
Respecto al judaísmo helenista, la fuente más rica en información son los escritos de Filón de Alejandría, el filósofo más importante del judaísmo helenista alejandrino.
Pero hay más, sin duda, y se encuentra justamente en el Nuevo Testamento: la tradición paulina y la tradición joánica (de la que ya hablaremos más adelante).
Allí es donde podemos hallar la pista de los razonamientos que usaban los helenistas, especialmente los vinculados con la casta herodiana, y por lo tanto herederos de la ideología hasmonea, sobre por qué era legítimo que alguien que no pertenecía al linaje de Aarón pudiese ejercer el Sumo Sacerdocio, o porque alguien que no pertenecía al linaje de David pudiese ocupar el trono de Judea.
Vamos a analizar tres temas relevantes para nuestros objetivos: las ideas de Pablo sobre la Torá (Ley), la pureza ritual y la relación con las autoridades (entiéndase: el Imperio Romano, y su extensión en Judea representada por la dinastía Herodiana).

1. Doctrinas paulinas respecto a la Torá

Lo primero que tiene que quedar claro es que, probablemente, no todos los grupos judíos tenían la misma Torá. Si bien todos aceptaban que la Torá era la revelación que D-os había dado a Moisés en Sinai, es muy factible que no estuviesen de acuerdo respecto al contenido concreto de dicha Torá. Esta sospecha está reforzada por las investigaciones que se han hecho sobre el ya mencionado Rollo del Templo, único texto sagrado de la casta Saducea que ha sobrevivido. De entre quienes se han dedicado a estudiarlo, Hartmut Stegemann ha propuesto que dicho texto pudo haber sido un sexto libro de la Torá para los Saduceos, aunque no para los Fariseos ni los Esenios.
Entre estos últimos dos grupos no parece que haya habido diferencias en cuanto a la cantidad de libros (cinco) de la Torá, ni en cuanto a qué libros eran, pero sí en cuanto a la redacción de los mismos, por lo menos en el caso de Génesis (en Qumrán se ha encontrado una versión diferente del Génesis, conocida como Apócrifo del Génesis; se desconoce el nivel de valoración que los Esenios-Qumranitas le daban).
Recuérdese, finalmente, que el concepto que hasta hoy manejamos sobre Torá es el heredado por la tradición de los Fariseos. Por lo tanto, cuando Pablo hace comentarios sobre “la Ley” (especialmente en Romanos y Gálatas), no es factible que se refiera a lo que los Fariseos entendían por Torá.
¿Por qué podemos asegurar esto? Porque las controversias de Pablo fueron, fundamentalmente, contra los seguidores judíos de Jesús, es decir, los Ebionitas. Sabiendo que eran Esenios, entonces Pablo estaba planteando sus objeciones contra el concepto Esenio de Torá, y en concreto contra su modo de aplicarlo a la vida diaria. Incluso, llama mucho la atención la expresión de “obras de la ley”, que Pablo menciona en Romanos 3.20, 28; Gálatas 2.16; 3.2, 5 y 10. Existe la posibilidad de que la expresión original haya sido “preceptos de la ley”, que es el título concreto de un importante documento de Qumrán: el Miskat Ma’aseh HaTorah, que literalmente significa “algunos preceptos sobre la ley” (N. T. Wright escribió un excelente análisis sobre este asunto, y fue publicado en el Bible Review de Octubre de 1998).
De todos modos, el concepto sobre la Ley que podemos deducir de las expresiones de Pablo tampoco tiene similitudes con el Fariseo.
¿Se trata de un concepto propio y exclusivo? Resultaría difícil sostener ese punto, porque el judaísmo es una religión eminentemente comunitaria, por lo que una opinión aislada siempre resulta fácilmente marginable. En cambio, es más factible que Pablo simplemente haya explicado el punto de vista que sostenía esa tendencia del judaísmo de la que muchos hablan, que todos saben que existió, pero que casi nadie se ha preocupado por estudiar a fondo: el judaísmo Herodiano.
¿Cuál es el punto de vista de Pablo sobre la Torá? El mejor resumen de su doctrina lo ofrece Romanos 7. A partir de una alegoría tomada del matrimonio (así como la mujer está sujeta a la ley del esposo mientras este viva, el hombre está sujeto a la Ley mientras esta viva), expone sus principales puntos de vista:
1. “…vosotros, hermanos, habéis muerto a la Ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro” (versículo 4).
2. “…ahora estamos libres de la Ley…” (versículo 6).
3. “¿La Ley es pecado? En ninguna manera, pero yo no conocí el pecado sino por la Ley; porque tampoco conociera la codicia si la Ley no dijera: no codiciarás” (versículo 7).
4. “…el mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte; porque el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, me engañó, y por él me mató” (versículos 10-11).
5. “…sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido al pecado” (versículo 14).
De estos textos se deduce la siguiente idea: la Ley, en tanto enseñanza, no tiene el objetivo de imponerle al ser humano un modo de vivir, sino de hacerle entender su condición espiritual delante de D-os.
Nuevamente, el punto de ruptura fundamental con la perspectiva de los Fariseos (la que sostiene el judaísmo hasta hoy) es lo que en teología cristiana se llama “pecado original”, pero que, más exactamente, podríamos definir como la condición pecaminosa inevitable de todo ser humano.
El meollo es este: la Ley es buena, pero el ser humano no. Dada la naturaleza pecaminosa que el hombre ha heredado de Adán, está en condiciones nulas de cumplir la Ley, por lo que, en vez de alcanzar la Gracia de D-os, se expone a su juicio. De esta perspectiva, Pablo (seguramente en línea con la tradición Herodiana de su tiempo) obtiene una deducción sumamente pragmática: si la Ley no se puede cumplir, entonces es porque no fue dada para que la cumpliésemos, sino para que entendiésemos nuestra naturaleza pecaminosa y buscásemos, por medio de una ruta mejor, el acceso a la Gracia de D-os.
¿Cuál es esa ruta? La recuperada del platonismo por el judaísmo helenista, y perfectamente detallada por Filón de Alejandría y por el Evangelio de Juan: el Logos, canal que conecta al ser humano con lo Divino. Para el judaísmo de la tradición Farisea-Rabínica, ese Logos está en la Ley; para el cristianismo, en Jesús el Cristo.
¿Pablo estableció esta asociación definitiva entre Logos y Cristo?
La respuesta obligatoria sería que sí, pero en realidad es difícil de determinar. Romanos 8 continúa con la disertación del capítulo 7, y a lo largo de este capítulo Pablo deja en claro que hay una nueva Ley, la “Ley del Espíritu”. El dogma cristiano posterior no tiene inconveniente en identificar al Espíritu con Cristo mismo, en tanto personas de la Trinidad, pero lo cierto es que dicha identificación no aparece de un modo explícito en Romanos 8. Lo que aparece es la siguiente idea: la muerte de Cristo le ha puesto fin a la era de la Ley escrita, gracias a lo cual ha empezado la era de la Ley del Espíritu. Ese es el Logos para Pablo, la Ley del Espíritu. Que Espíritu y Cristo son diferentes parece quedar claro en el versículo 11: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros”.
Es cierto que las epístolas de Pablo llevan la figura de Cristo a otro nivel, y el principal discurso cristológico en esa línea es el de Colosenses. Pero es igualmente cierto que esos son los aspectos que más fácilmente pueden ser considerados tardíos en el pensamiento paulino, incluso al grado de ser considerados como no originales de Pablo por muchos académicos, sino anexados por sus seguidores hacia finales del siglo I, cuando el principal problema de las iglesias cristianas paulinas fueron las controversias contra los gnósticos.
¿Cuál es el concepto, entonces, que Pablo propone sobre la Ley? No es el de que la Ley esté obsoleta. Lo que, según él, está obsoleto es vivir conforme a la Ley Escrita, y muy específicamente, conforme al Miqsat Ma’aseh Hatorah, porque la nueva forma de hacer uso de la Ley es la del Espíritu. Es evidente que su punto de referencia es Jeremías 31.33: “Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi Ley en su mente, y la escribiré en su corazón”, en un sentido muy distinto al que los Esenios le aplicaron.
El punto es relativamente simple: Pablo rechaza que el ser humano deba vivir conforme a las complejas legislaciones de los Fariseos o los Esenios, y es evidente que ese punto de vista era el imperante entre los Helenistas y los Herodianos. En consecuencia, aspectos que para el judaísmo tradicionalista (Fariseo o Esenio) eran fundamentales (como el linaje divinamente autorizado para ejercer el Sumo Sacerdocio u ocupar el Trono), para Pablo (y los Herodianos) son irrelevantes.

2. Doctrinas paulinas respecto a la pureza

En la misma lógica que todo lo expuesto en el punto anterior, las leyes de pureza tampoco tienen sentido para Pablo (ni para los Herodianos), especialmente desde el enfoque Fariseo o Esenio.
Todo el discurso de Romanos 14 es, en esencia, la base ideológica para sentenciar a muerte todo el concepto de Kashrut (limpieza) aplicado a la comida, o dicho de otro modo, las leyes dietéticas del judaísmo. Basta ver el versículo 14: “Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo; más para el que piensa que algo es inmundo, para él lo es”.
Esta postura tiene una lógica histórica: recuérdese que para este momento (años 50’s del siglo I), las conversiones al judaísmo habían quedado prohibidas por el Emperador Claudio. Por lo tanto, ningún gentil podía someterse a las leyes dietéticas del judaísmo (ni a la circuncisión ni a otros aspectos que el judaísmo tradicional considera básicos). Sin embargo, el judaísmo helenista continuó su expansión. ¿Por qué? Porque desde su punto de vista estos aspectos eran irrelevantes, ya que el asunto de la limpieza no radicaba en la comida en sí (siguiendo con el ejemplo del kashrut), sino en el corazón del que come.
Las reglas sobre pureza abarcaban mucho más que el asunto de la comida, y no tenemos descripciones completas en las epístolas de Pablo que nos muestren el panorama ideológico de los Helenistas al respecto. Sin embargo, podemos deducir de las explicaciones de Pablo sobre la Ley del Espíritu, que la perspectiva de la pureza era más relajada en el Helenismo que en el tradicionalismo. Es lógico: es exactamente la misma tensión que siempre se da entre “progresistas” y “conservadores”: los primero se dan más libertades que los segundos.

3. Doctrinas paulinas respecto a la autoridad

Tal vez este fue el punto más crítico en la tensión modernidad-tradición que se dio en el judaísmo del siglo I, especialmente por lo que representaba el status de Judea como provincia imperial romana.
Ya vimos que Romanos 13 es una abierta declaración de Pablo a favor de Roma, lo que nos permite identificarlo perfectamente como Herodiano. No es probable que haya existido otro grupo judío favorable a Roma aparte de los Herodianos. Hacia mediados del siglo I, dicho grupo se estaba quedando prácticamente sólo en el panorama judío, al punto que desde Agripa I la residencia real se había trasladado hacia el norteño puerto de Cesarea, una ciudad completamente helenista. Judea, por su parte, fue radicalizando su postura nacionalista, y cuando la guerra asoló la región entre 66 y 73, el norte pronto quedó controlado por los romanos y las dinastías herodianas pudieron sobrevivir a la catástrofe.
Seguramente esta fue una de las situaciones que provocó que, ya desde muy temprano, el movimiento Ebionita se distanciara totalmente de los seguidores de Pablo (y, eventualmente, del cristianismo), debido a que desde la perspectiva Esenia (mucho más rigurosa que la Farisea), el asunto era simple: alguien que no guardaba las leyes de pureza de modo correcto era, simplemente, inmundo; si además no reconocía el valor de la Ley Escrita, era un apóstata; y, finalmente, si reconocía como autoridad al Imperio Romano, no era otra cosa que un traidor.

Con toda esta información podemos empezar a reconstruir el panorama religioso del momento, y el papel que en ello jugó el Apóstol Pablo con sus escritos.
1. Hacia la época en la que murió Herodes el Grande (4 AC), las principales tendencias religiosas y políticas del judaísmo eran los Helenistas, los Fariseos, los Saduceos y los Esenios.
2. Podemos distinguir dos grandes subdivisiones en los Helenistas: un grupo fuertemente vinculado con la casta Herodiana, y otro cuya ideología se nutría del judaísmo de Alejandría, capital del mundo helénico en esa época.
3. También podemos distinguir dos subgrupos entre los Fariseos: la escuela de Hillel, de posturas políticas moderadas, y la de Shamai, cuyos perfiles radicales permitieron la integración eventual de una guerrilla nacionalista y de posturas religiosas intensas (los celotes).
4. Los Saduceos fueron un grupo más compacto, ya que fueron el clan familiar que dirigió la casta sacerdotal. Aunque dicha casta siempre estuvo mayoritariamente con el grupo Saduceo, hay evidencia de que algunos de sus miembros se integraron al partido fariseo, y es lógico suponer que el sector vinculado con los sacerdotes Hasmoneos pertenecieran al grupo Herodiano.
5. Los Esenios fueron la expresión más radical del Saduceísmo. Es muy probable que hubiera diferentes tendencias dentro del grupo, pero las características comunes fueron su fuerte devoción por la Apocalíptica, así como su extremo rigor en materia de pureza ritual.
6. Cada uno de estos grupos tuvo su propio modo de entender la Torá. Esto no sólo se refiere a la interpretación de la misma, sino incluso a su contenido o su redacción. La única versión que conocemos de la Torá es la que proviene de la tradición Farisea.
7. Jesús de Nazareth nació dentro del grupo Esenio-Qumranita, y toda su vida e ideología transcurrió en ese entorno. El texto en donde se narró su vida, el Evangelio Original, se escribió un poco antes del año 30, en un completo estilo apocalíptico y simbólico, típico de la literatura esenia.
8. Para esas épocas, había una fuerte competencia de proselitismo entre los Fariseos y los Helenistas. La situación llegó a ser tan compleja, que el emperador Claudio prohibió las conversiones al judaísmo y expulsó a los judíos de Roma. El proselitismo helenista no se vio afectado, debido a que su percepción liberal del judaísmo permitía que los prosélitos no fuesen obligados a someterse a los aspectos rituales más radicales (como las leyes dietéticas, la circuncisión o la vinculación nacionalista anti-romana).
9. Saulo de Tarso fue un predicador Herodiano que se dedicó a organizar y consolidar a los diversos grupos de prosélitos del judaísmo helenista. Su predicación se caracterizó por la insistencia de que la Ley Escrita había sido sustituida por la Ley del Espíritu. Nunca tuvo contacto con ningún texto sobre Jesús de Nazareth, y muy probablemente no tuvo conocimiento del personaje histórico. Su predicación sobre el Cristo debió desarrollarse, más bien, en un nivel abstracto. Cuando murió (hacia la década de los 60’s), el Evangelio Original seguía siendo un documento exclusivo de los Esenios-Qumranitas.
10. La era de los Esenios terminó con la derrota de los judíos a manos de los romanos. A partir de ese punto, es seguro que muchos textos apocalípticos (incluyendo el Evangelio Original) llegaron a manos de judíos helenistas (o de sus prosélitos), y la fusión de ideas místicas provocó que, por primera vez, los cristianos (creyentes en el Logos) identificaran a Cristo con Jesús de Nazareth.
11. El interés en este personaje provocó que el Evangelio Original fuese traducido al griego, y que se empezasen a recopilar relatos sobre la vida y las enseñanzas de Jesús, mismos que fueron incorporándose poco a poco al texto del Evangelio.
12. Después de una fase caótica de recopilación e integración de tradiciones sobre Jesús (no siempre auténticas), se hicieron tres grandes trabajos de edición, mismos que derivaron en tres recensiones del Evangelio: Mateo, Marcos y Lucas.
13. Hubo una imperiosa necesidad de redondear la coherencia entre las enseñanzas de Saulo-Pablo de Tarso y el contenido de los Evangelios. Por ello, tanto las epístolas de Pablo como los textos de Mateo, Marcos y Lucas recibieron múltiples retoques para garantizar la asociación entre el Cristo abstracto y espiritual de Pablo con el Jesús de Nazareth de los Evangelios.
14. El proceso, básicamente, estuvo concluido hacia el año 150. Después de ese momento, los añadidos o correcciones se volvieron menos frecuentes, aunque muy importantes en algunas secciones de los Evangelios, especialmente cuando —dos siglos después— el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio.

Llegados a este punto, hay dos aspectos importantes que deben ser revisados. En la siguiente nota abordaremos el papel que los textos atribuidos a Lucas tuvieron en la consolidación de la identificación del Cristo-Logos con Jesús de Nazareth, así como en el planteamiento de los aspectos míticos iniciales del cristianismo.
Posteriormente, revisaremos los textos de la tradición Joánica, porque son la clave para entender qué fue lo que motivó a un grupo de judíos de tendencias helenísticas a visualizar en Jesús de Nazareth al Cristo que, en tanto Logos, representaba el punto de contacto con D-os.
Ellos, evidentemente, fueron los verdaderos creadores de lo que hoy llamamos cristianismo.