febrero 16, 2009

Segundo tema: ASUNTOS PRELIMINARES PARA LA REVISIÓN DE LA LITERATURA APOCALÍPTICA

Como ya vimos en la sección sobre Profetismo Hebreo, las ideas que originalmente fueron planteadas de un modo austero (como el Día del Señor en la época de Amós e Isaías), poco a poco fueron alcanzando un alto nivel de desarrollo. No nada más los conceptos se ampliaron, sino también la postura política y religiosa, desarrollándose con ello un fuerte radicalismo.
El parte aguas del movimiento profético en su fase tardía fue la llamada Guerra Macabea, que se desarrolló entre 167 y 158 AC. En términos prácticos, este evento fue igual de traumático para los judíos que la destrucción del Templo cuatro siglos y medio atrás.
¿Por qué podemos decir esto? Porque la confrontación contra el emperador Seléucida, Antíoco IV Epífanes, no fue una guerra que pudiéramos calificar como “normal”. Fue la primera vez que el pueblo judío tuvo que luchar contra un proyecto definido de aniquilación.
A diferencia de los Imperios Asirio, Babilónico, Medo-Persa, Macedónico, Egipcio (Ptolomeo) y Seléucida durante los anteriores reinados, Antíoco IV se propuso exterminar la práctica del judaísmo como religión, para intentar imponer en el territorio la cultura helénica.
Si hasta ese momento los judíos se habían sometido sin complicarse la vida a seis diferentes imperios, fue sólo porque su existencia como tal no estaba en riesgo. Incluso, en ningún momento fueron sometidos a ningún tipo de presión para que dejaran de practicar su religión. El asunto era, solamente, el vasallaje.
Pero el proyecto de Antíoco IV fue más lejos, y por primera vez en su historia, la lucha judía fue por sobrevivir.
No es necesaria mucha imaginación para suponer que un conflicto de esta magnitud exacerbó las perspectivas proféticas, especialmente porque la resolución del conflicto fue vista como “milagro” por el judaísmo de la época.
Es cierto que Antíoco IV no fue precisamente prudente en sus proyectos militares, y eso le hizo enredarse en más líos de los necesarios. Pero, de todos modos, los judíos lograron derrotar a los Sirios Seléucidas contra todos los pronósticos.
Entre 167 y 164 AC los judíos lanzaron una guerra de guerrillas bajo el liderazgo de una familia de sacerdotes rurales: los Hasmoneos. En esta etapa, los principales líderes fueron Matatiahu y su hijo Yehudah (Judas).
Si en un momento dado se encontraron en una situación no tan desventajosa como la lógica lo hubiera indicado, fue porque Antíoco IV quiso, casi al mismo tiempo, controlar Judea (lo que implicaba la persecución y ejecución de quienes se rehusaran a abandonar el judaísmo), conquistar Egipto y recuperar Partia.
El problema principal fue el asunto de Egipto, debido a que Roma —por entonces todavía en su fase republicana, pero envuelta en un proceso de expansión de modo abierto— no tenía ningún interés en que Siria controlara el norte de África. Antíoco tuvo que limitar su proyecto de control egipcio para evitarse una guerra con Roma, casi en la misma época en la que fracasó su intento por reconquistar todo lo que fuera el Oriente del Imperio de Alejandro Magno. Frustrado y urgido de fondos para reiniciar su plan de conquista, Antíoco IV regresó de su campaña militar oriental en 164 AC con el objetivo de volver a invadir Judea para saquearla cuando, repentinamente, murió.
Esta situación “milagrosa” aceleró el triunfo de las huestes de Judas (conocido ya para esos años como Hamacabi o Macabeo), y en ese mismo año el control sirio sobre Judea quedó reducido a un sector de Jerusalén. El resto de la ciudad, incluido el Templo, así como el resto de Judea, quedó bajo control de Judas y sus tropas, y la práctica de la religión judía casi regresó a la normalidad (esta gesta sigue celebrándose en la festividad decembrina de Januká).
La evidencia que nos ofrece mucho del material profético de la época (como la profecía de las semanas en el libro de Enok) nos muestra que muchos de los partidarios del profetismo radical creyeron que, tras la victoria sobre Antíoco IV, el establecimiento del Reino Mesiánico era inminente.
Sobra decir que dicha expectativa no se cumplió, pese a que múltiples “profecías” así lo anunciaban. Fue, justamente después de ese fallo en las predicciones, que se radicalizaron las dos posturas antagónicas de las que hemos hablado: Fariseos y Esenios. Los primeros, para asumir que la era de la profecía había terminado; los segundos, para empezar a reconstruir el universo de la profecía y poder adaptarlo a su momento.
El fruto del intento por actualizarse fue, precisamente, la Literatura Apocalíptica.
En este género literario se consolidan todos los ensayos de carácter literario que, desde hacía seis siglos, por lo menos, venía haciendo el movimiento profético.
El tema —el Día del Señor— no cambió en esencia, pero llegó a su máximo nivel de desarrollo ideológico. A la par, el estilo de redacción del material profético terminó por integrar de un modo sólido, y sin duda fascinante, las complejas visiones simbólicas de Ezequiel o las imaginativas alegorías de Amós.
La consigna que usó esta generación de “profetas”, “siete veces más sabios” que todos los anteriores según ellos mismos se describieron en el libro de Enok, no resulta difícil de reconstruir: el lenguaje simbólico y codificado obedeció al perfil hermético de los autores de Enok y Daniel y, posteriormente, de los Esenios.
La lógica era simple: no todos estaban capacitados para entender los misterios de la profecía. Por esa razón, el lenguaje en el que esta tenía que ser expresada debía ser codificado, para garantizar que sólo fuera accesible a los verdaderos maestros de Israel, sin importar que, como parte de todos los avatares que pudieran darse, los textos proféticos cayeran en las manos equivocadas.
Podemos estar seguros que la primera versión del libro de Daniel apareció hacia 164 AC. A partir de ese momento, y especialmente tras la integración de la secta Esenia un poco menos de diez años después, la literatura apocalíptica entró en su fase de florecimiento, misma que se extendió hasta el colapso de esta tendencia del judaísmo radical y místico, durante la guerra contra los Romanos entre 66-73 DC.
Estamos hablando de un proceso de casi 240 años, en los cuales el panorama político y social de Judea sufrió muchas transformaciones. Vale la pena hacer un rápido recuento histórico para entender el contexto en el que se desarrolló uno de los más extraños géneros literarios que se hayan creado.
Ya se mencionó que la guerra contra la Siria Seléucida empezó en 167 AC. En realidad, los ataques sirios habían iniciado desde cuatro años antes, pero fue hasta el año mencionado que se organizó la guerrilla de los Hasmoneos y empezó el conflicto como tal. Como ya se dijo también, en 164 AC se llegó al final de la primera etapa de la guerra tras la repentina muerte de Antíoco IV Epífanes.
El conflicto no quedó resuelto con ello, porque en Jerusalén se mantuvo firme un grupo de judíos de tendencia pro-helenista, que tan pronto como vieron una oportunidad, convencieron a los sirios de que reiniciaran el ataque contra los judíos nacionalistas, encabezados por Judas Macabeo.
La guerra reinició en 162 AC, y durante dos años fue desastrosa para las tropas judías. Incluso, Judas Macabeo murió en combate en 160 AC, tras lo cual sus seguidores tuvieron que replegarse hacia el oriente del río Jordán, bajo el liderazgo de Jonathán Macabeo, hermano de Judas.
Al año siguiente, Báquides, general sirio, lanzó una nueva campaña instigada por los judíos helenistas, con el objetivo de desmantelar la guerrilla de Jonathán Macabeo, pero sufrió dos derrotas desastrosas. Para este momento, el Imperio Seléucida no estaba interesado en la aniquilación del judaísmo, razón por la cual había iniciado la guerra, por lo que Báquides optó por negociar la paz con Jonathán, e incluso se logró un intercambio de prisioneros.
En 158 AC Judea recibió la garantía de poder celebrar su religión en paz, y las cosas regresaron a una relativa calma. A partir de ese punto, Jonathán Macabeo empezó a gobernar como rey, además de haber sido reconocido como Sumo Sacerdote. Por primera vez en la historia judía, el poder político y el religioso quedaron unidos en una sola persona.
Cinco años más tarde, las hostilidades volvieron a iniciar, debido a la inestabilidad de la política en Damasco, toda vez que el Imperio Seléucida estaba ya en franca decadencia.
El control sobre Judea fue disminuyendo poco a poco, y en 127 AC el reino judío fue reconocido por los sirios como un reino independiente, lo que consolidó el poder local de la familia Hasmonea. Hacia finales del siglo II y principios del I AC, la dinastía Hasmonea llegó a su máximo punto de esplendor bajo los reinados de Juan Hircano, Alejandro Janneo y Alejandra, para luego empezar con un inevitable declive, mismo que culminó en el año 63 AC cuando Judea volvió a perder su independencia, esta vez para convertirse en una provincia más de la todavía República Romana, que estaba a punto de entrar a su fase imperial.
Los Hasmoneos siguieron en el poder, pero cada vez con menos fuerza. Hacia la segunda mitad del siglo I AC esta debilidad llegó a tal punto que una nueva familia empezó a disputarles el poder. Lo extremo del asunto es que ni siquiera se trataba de una familia judía, sino idumea (aunque practicaba el judaísmo como religión). Tras una brutal guerra civil en la que, según Flavio Josefo, murieron 50 mil judíos, el poder quedó en las manos de Herodes el Grande, con lo que inició una nueva dinastía en el poder de Judea.
Herodes fue tan hábil como brutal, y el soporte que sus descendientes encontraron en Roma fue uno de los factores para que, poco a poco, la sociedad judía se fuera radicalizando. En el año 6 DC estalló la primera revuelta local, y a partir de ese momento la calma no volvió a regresar al país judío.
Tras varios intentos infructuosos, en 66 empezó un levantamiento general contra Roma. Nerón, por entonces aún emperador, no tuvo la capacidad de responder a la altura del problema, y durante los primeros años los judíos estuvieron cerca de independizarse del Imperio. Sin embargo, tras la crisis del año 68 (en el que hubo tres emperadores que no lograron afianzarse en el poder), Vespasiano tomó las riendas de Roma y en 70 Jerusalén cayó.
Los últimos reductos de combatientes siguieron peleando durante tres años, atrincherados en las fortalezas de Herodio, Maqueronte y Masada, que fueron cayendo una por una.
Una vez pacificado el país, el judaísmo tuvo que reorganizarse de un modo radical: sin patria, sin capital y sin templo. Los otrora poderosos saduceos habían sido reducidos casi a la nada. Peor fue la suerte de los Esenios, que prácticamente desaparecieron.
El único grupo que conservó intacta su estructura y su modo de vida fueron los Fariseos, mismos que lograron acondicionarse al nuevo modo de vida, que iba a extenderse durante casi dos mil años.
No es difícil imaginar que, del mismo modo en que la Guerra Macabea exacerbó los ánimos y las expectativas proféticas, el levantamiento contra Roma logró lo propio. Por eso resulta relativamente sencillo fechar en este período la mayor parte de la producción apocalíptica.
Los únicos casos que se salen de este esquema son los que tienen que ver con la apocalíptica cristiana, de la cual hablaremos más adelante.
En las siguientes notas, revisaremos cinco aspectos relevantes de la Literatura Apocalíptica para después proceder al análisis del libro de Daniel.

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