mayo 29, 2009

Tercer Tema: EL JESÚS DE CARNE Y HUESO III (DESDE LA LLEGADA A JERUSALÉN HASTA EL DISCURSO APOCALÍPTICO)

Los momentos previos a la llegada a Jerusalén

Ahora puede notarse que, una vez que quitamos los relatos que no pudieron ser parte del Evangelio Original, los acontecimientos sucedidos entre el exorcismo en Gadará y la llegada a Jerusalén no abarcan mucho tiempo.
Esta sección, con la que inicia el relato de la fase final del ministerio de Jesús, arranca con una nueva descripción del plan de Jesús, mismo que podemos empezar a desenredar.
Sabemos de qué trataba: llegar a Jerusalén, ser entregado en manos de los romanos, ser crucificado y resucitar.
A la luz del contexto crítico que había en Judea en ese momento, ¿de qué trata ese plan?
Evidentemente, de que Jesús se iba a entregar a las autoridades romanas tan pronto estuviese en Jerusalén. ¿Para qué? La única respuesta lógica es que para hacerlos suponer que una vez eliminado el liderazgo mesiánico de Jesús, la revuelta quedaba conjurada.
¿Cuál revuelta? La que los romanos empezaban a sospechar que estaría a punto de estallar. ¿Por qué? Porque seguramente, ya se habían enterado de que había sucedido una confrontación armada en Gadará, y que los judíos nacionalistas ya habían organizado un ejército con recursos garantizados.
Lo extraño en el plan de Jesús era, naturalmente, que no pensaba quedarse muerto en la cruz, sino “resucitar” (ya analizaremos ese punto más adelante).
Luego se menciona la curación de un ciego (dos, según Mateo), referencia a una última restitución por parte de Jesús a alguien que debió haber estado proscrito por el rigor Esenio.

La entrada triunfal en Jerusalén

Un Mesías no nace siendo Mesías. Esa es una idea que fue elaborada por la teología cristiana posterior, pero en su contexto judío original, el rango Mesiánico sólo puede ser obtenido a partir de recibir la Unción (ya fuese la de la realeza o la del sacerdocio). Basta con ver la etimología: Mesías, del hebreo Mashiaj, significa simplemente Ungido.
Por lo tanto, si Jesús aspiraba a desplegar un rol mesiánico, tenía que haber recibido una unción.
Muchos comentaristas cristianos del Nuevo Testamento han señalado el pasaje de Juan 12.1-8 como el punto donde se menciona la unción de Jesús, llevada a cabo —en un sentido muy simbólico— por María Magdalena.
Dicha apreciación carece por completo de validez. El rango mesiánico es demasiado importante como para que pueda ser adquirido sólo porque se es uncido en cualquier lugar y por cualquier persona. De hecho, la unción mesiánica (para la realeza o para el sacerdocio), tenía que ser administrada por gente de la Casta Sacerdotal. De hecho, la unción del rey (el rango mesiánico natural para Jesús por ser descendiente del linaje davídico) tenía que ser, por lógica, administrada por el Sumo Sacerdote.
Si el mesianismo de Jesús hubiese dependido del relato de Juan 12, en donde es uncido por una mujer, desde ese mismo momento el perfil mesiánico de Jesús quedaría desechado por la tradición judía.
Vamos a concentrarnos en el pasaje que hemos mencionado: la entrada triunfal en Jerusalén. ¿De qué trata? En pocas palabras, de cómo la población judía de Jerusalén reconoció en Jesús al Rey Mesías de David. Por lo tanto, queda implícito que en esta ocasión Jesús fue uncido por las autoridades competentes. Es decir, por el Sumo Sacerdote.
Cierto: nada de eso está mencionado, pero está inevitablemente implícito en el relato. De otro modo, Jesús no hubiese podido ser declarado Rey de los Judíos, única razón para que se le hubiera cantado a coro “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el Nombre del Señor! ¡Bendito el reino de nuestro padre David que viene! ¡Hosanna en las alturas!”
Ahora piénsese en esto: ¿resultaba prudente tanta exaltación popular justo cuando era obvio que Jesús estaba involucrado en actividades subversivas? No, y muchos cuadros de liderazgo judío lo sabían. Por eso, no resulta extraño que Lucas registre un dato extra, según el cual los Fariseos le sugirieron que callase a sus seguidores. La respuesta de Jesús es perfectamente lógica: si ellos callasen, hablarían las piedras.
Es claro que para Jesús no había vuelta atrás en este momento: estaba en pie de guerra contra Roma, y estaba siendo reconocido como el heredero del Trono de David.
Se sabe que Roma nunca tuvo inconveniente en que los judíos conservaran este tipo de roles, siempre y cuando lo hicieran en un nivel simbólico. El problema era que Jesús ya había dejado claro que iba a salirse del nivel simbólico, e iba a funcionar como un verdadero rey. De allí la inquietud natural de Herodes, misma que no iba a tardar en contagiarse a Roma.
De este relato podemos deducir otro dato extra: si Jesús estaba siendo uncido como Rey, es porque el trono (aún en sus límites simbólicos impuestos por Roma) estaba vacante, lo que seguramente implica que José, el padre de Jesús (y, por lo tanto, el heredero legítimo anterior) tenía poco tiempo de haber muerto.
El asunto crucial es este: según el relato, en este momento Jesús estaba asumiendo oficialmente, de acuerdo a la tradición judía, su rol como “carpintero”, por lo que todo el pueblo estaba verdaderamente expectante.
Sólo que había un problema: el popular y carismático nuevo Mesías tenía intenciones demasiado complicadas en relación al Sumo Sacerdocio, y para Pedro y quienes se oponían a sus pretensiones, era muy importante observar el modo en el que Jesús se habría de comportar en esos momentos críticos.

La purificación del Templo

La anécdota es bien conocida: Jesús entra al Templo y vuelca las mesas de los cambistas, libera a los animales y expulsa a los comerciantes.
Ya comentamos, en alguna nota anterior, los aspectos inverosímiles del asunto: ¿cómo pudo un hombre solo desbaratar todo un mercado? Claro: no ha faltado quien se imagine a Jesús dirigiendo un espontáneo movimiento popular, ensalzando de ese modo el perfil “revolucionario” de Jesús.
Pero hay otro detalle significativo: más adelante, cuando Jesús es juzgado ante el Sanedrín, no se menciona que haya protagonizado todo un acto subversivo en el Templo (cosa que hubiera sido muy bien aprovechada en su contra). Y cuando es presentado ante Pilatos, tampoco.
El sentido nos queda claro gracias a esas omisiones: la anécdota no es literal (como todas las demás anécdotas del Evangelio Original), sino que oculta algo más complejo hecho por Jesús.
¿Qué pudo haber sido?
En este punto, hay suficiente evidencia en el Nuevo Testamento para saberlo: “purificar el Templo de sus comerciantes”, esos que hacían un mercado de lo que tenía que ser una Casa de Oración, se refiere al primer movimiento político de Jesús, en su calidad de Rey recién reconocido: la reforma del Sacerdocio judío.
Es lógico: en tanto Esenio-Qumranita, Jesús fue parte de un sector aristocrático que siempre estuvo en contra de la forma en la que se había institucionalizado el Sacerdocio desde las épocas de los primeros Hasmoneos (unos ciento setenta años antes).
Pero, además, Jesús tenía la pretensión específica de asumir el Sumo Sacerdocio, y de ello sobra evidencia en la Epístola a los Hebreos, que —con todo y se la perspectiva cristiana del asunto— recopila el argumento teológico que Jesús quiso establecer: el nuevo Sumo Sacerdocio no sería conforme a un orden humano, sino conforme a un orden angélico. Por ello, el modelo y punto de partida ya no debía ser Aarón, sino Malkitzadek, el Arcángel que, según la tradición judía, es Rey y Sumo Sacerdote al mismo tiempo.
Teniendo esto en mente, cobra perfecto sentido un extraño diálogo entre Jesús y sus discípulos sucedido después de la “purificación” del Templo: los discípulos le hablan de la belleza del Templo, y la magnificencia de sus piedras. Jesús, lacónico, contesta que no quedará piedra sobre piedra. E incluso pone límite de tiempo: tres días.
Semejante diálogo parece un delito menor (si acaso parece delito) en comparación con la “violencia” con la que expulsó a los cambistas del Templo. Y, sin embargo, de ese diálogo sí fue acusado en su juicio ante el Sanedrín.
¿Por qué? Porque es el meollo de lo que realmente implicó esa “purificación”: el comentario de lo bellas que eran las piedras del Temlo, seguramente disfraza que el Consejo de los Doce, que incluía sacerdotes, le insistieron a Jesús que la institución sacerdotal era una parte esencial del judaísmo, y que no debería prescindir de la misma, e igual ni siquiera reformarla. Pero la respuesta de Jesús fue tajante: no iba a dejar intacta una estructura que le resultaba estorbosa. O dicho en código: no iba a dejar piedra sobre piedra. Y además aclaró que eso sólo le iba a tomar tres días.
Es obvio que la posterior teología cristiana entendiese esto como un anuncio de su resurrección, desviando la aplicación de la frase de Jesús hacia su propio cuerpo, no hacia el Templo.
Pero esto también es inverosímil. En ese caso, Jesús queda expuesto como un chiflado al que le hablan de una cosa (el Templo), y él contesta de otra (su cuerpo). No: aquí queda claro que el plan de Jesús tenía que cumplirse en el transcurso de tres días, en los cuales —integrando los datos que hasta aquí han aparecido— debía ser entregado a los romanos, ser crucificado y resucitar, pero también “destruir un Templo” y “construir otro”. Es decir: en el mismo lapso de tiempo, los romanos tenían que aprehender a Jesús y creer que la sublevación había sido conjurada, y al mismo tiempo tenía que establecerse la base para un nuevo judaísmo, sin el control de la vieja Casta Sacerdotal, y —obviamente— sin romanos.

Las cinco controversias finales

A continuación, vienen cinco controversias diferentes, aunque una de ellas está dividida en dos secciones. Resulta un poco complicado identificar bien a los interlocutores, por dos razones: la primera es que, como ya sabemos, los textos que disponemos (Mateo, Marcos y Lucas), fueron sistemáticamente ajustados durante un proceso que duró varios siglos, por lo que es obvio que no disponemos del texto original. La segunda es que, en coherencia con lo anterior, cuando esto llegó a su punto final de redacción, el cristianismo no tenía una idea completa de lo que había sido el judaísmo de la época de Jesús.
Sin embargo, atando los cabos entre un texto y los otros, es factible reconstruir los aspectos generales.
El primero que se puede obtener es que cada discusión fue contra un grupo distinto. La primera, muy seguramente contra la dirigencia de los Esenios; la segunda, contra judíos helenistas del partido herodiano; la tercera, contra Saduceos; la última, contra Fariseos.
¿De qué tratan estas discusiones? Lo primero que podemos decir es que si están presentadas a modo de discusiones, lo más seguro es que no hayan sido diálogos en el modo en el que los textos nos relatan el evento. Más bien, es probable que se trate de una forma de exponer la situación ideológica que Jesús propuso al final de su “ministerio”. Dicho de otro modo, digamos que este es el ideario político de Jesús, enfocado desde el punto de vista de sus diferencias con cada sector del judaísmo.
Así pues, comencemos con el análisis de cada controversia.

El primer pasaje es una controversia con los altos dirigentes de la Casta Sacerdotal. A estas alturas del relato, podemos dar por hecho que algunos de ellos eran parte del Consejo de los Doce (por lo menos Pedro, cuyo rango sacerdotal debió ser lo suficientemente alto como para que Jesús, antes de proyectar ser él mismo Sumo Sacerdote, le hubiese ofrecido el cargo), por lo que el diálogo entre altos jerarcas judíos y Jesús es mencionado como algo tan normal. De ello, podemos deducir que se trata de Esenios, y no de sacerdotes en general. Hay otro elemento para sustentar esta idea: la tercera controversia es, justamente, contra Saduceos, que eran los dirigentes de la Casta Sacerdotal en general. En consecuencia, asumimos que esta “controversia” es con la dirigencia Esenia.
La queja contra Jesús es simple: ¿quién le dio autoridad para hacerle reformas a la Casta Sacerdotal?
Si nos atenemos al relato y nos quedamos con su sentido literal, la respuesta de Jesús es tramposa y evasiva: suelta una pregunta sobre Juan el Bautista, y ante la negativa de los sacerdotes a contestar, Jesús evade el tema diciendo “si ustedes no me contestan, yo tampoco”.
Evidentemente, el diálogo fue más complicado que eso. Analicemos lo que dijo Jesús: “El bautismo de Juan, ¿era de D-os o era de los hombres?”
Como ya hemos visto en pasajes anteriores, hay evidencia para sustentar que no todos los sectores Esenios estuvieron de acuerdo con el proyecto de Jesús (recuérdese la famosa frase de que “no hay profeta sin honra sino en su propia tierra”). Y lo cierto es que la labor de Juan el Bautista como Instructor de la secta había sido el punto de partida.
Hay un punto extra que mencionar sobre los Esenios: es muy factible que no hayan sido un movimiento unificado. Las evidencias arqueológicas revelan que aunque el grupo más riguroso se mantuvo en contacto directo con el monasterio de Qumrán, en diferentes ciudades de Judea hubo amplias comunidades de Esenios, y no es seguro que todos hayan sido el mismo tipo de Esenio. De hecho, la literatura sectaria recopilada en Qumrán muestra que había temas en los que las opiniones eran divergentes; y los relatos sobre Jesús también muestran divisiones internas en el propio movimiento.
¿De qué se trata, entonces, la respuesta de Jesús? Obviamente, no se trata de una evasiva. Por el contrario: ante la dirigencia de la secta a la que él mismo pertenecía, Jesús planteó las cosas del modo más radical posible.
Juan el Bautista había anunciado que el que venía tras él —y todos sabían que el mismo Juan había reconocido a Jesús como tal— habría de bautizar al pueblo judío en Espíritu Santo y fuego. Entonces, lo que Jesús está preguntando es simple: Juan el Bautista anunció que yo los llevaría a la guerra contra Roma. Eso que dijo, ¿fue por inspiración divina, o simple idea suya?
El problema real de semejante pregunta fue que las cosas estaban en un punto casi irremediable (de hecho, es muy probable que Jesús lo considerase ya como sin alternativas). La guerra estaba enfrente. ¿Cuál postura iban a tomar? Si negaban que Juan hubiera hablado como profeta, se estarían poniendo del lado de Roma. Aceptar que Juan hubiera hablado en nombre de D-os, los obligaba a apoyar a Jesús.
En ese momento, para molestia de Jesús, es evidente que la secta Esenia no tomó una resolución, y a ello se refiere la respuesta que dan los líderes Esenios: “no sabemos”. Entonces Jesús también puso límites a lo que estaba dispuesto a discutir: en tanto no se decidiera si se le iba a dar el apoyo total, él no tenía por qué entrar en detalle sobre su autoridad (o falta de) para hacer reformas en el sacerdocio.
De todos modos, su postura ideológica frente a los Esenios quedó clara: Juan el Bautista ya había anunciado que le correspondía a Jesús dirigir la guerra contra Roma; Jesús mismo ya estaba bien avanzado en ese propósito; finalmente, él se asumía como alguien con toda la autoridad necesaria para reformar el sacerdocio.

La siguiente controversia fue contra los Herodianos. O dicho de otro modo, el siguiente pasaje nos muestra el proyecto político de Jesús comparado con el proyecto del judaísmo helenista que apoyaba la ocupación romana.
Esta es la controversia dividida en dos secciones: la primera es la parábola de los labradores malvados; la segunda, la discusión sobre la legalidad del tributo.
¿Cómo sabemos que ambas secciones están vinculadas? Porque Lucas deja en claro que quienes le hicieron la pregunta sobre el tributo a Jesús, lo hacían de parte de los “sacerdotes y escribas” que se habían molestado por la parábola de los labradores malvados, ya que habían entendido que era para ellos. Y Mateo aclara que la pregunta sobre el tributo fue hecha por Herodianos y Fariseos.
Tenemos, pues, tres grupos mencionados: sacerdotes y escribas, Herodianos y Fariseos. En términos simples, es imposible que en la realidad se hayan presentado los tres grupos, porque es un hecho que tenían posturas disímiles sobre muchas cosas (y una, justamente, eran los tributos, rechazados por la mayoría popular que integraba el movimiento de los Fariseos). Entonces, lo lógico es suponer que el grupo originalmente mencionado por el texto inicial sólo mencionaba sacerdotes, escribas y Herodianos, lo cual no representa ningún problema de identidad: justamente, el grupo Herodiano estuvo dirigido religiosamente por el sector sacerdotal vinculado con los cotos de poder que en otra época tuvieron los Hasmoneos.
La parábola es simple: un grupo de labradores contratados para atender una viña, intentó apoderarse de la misma. Primero rechazó y agredió a los representantes del dueño, y finalmente mataron al hijo para intentar apoderarse de la heredad.
Es una historia de usurpación, y eso hace evidente que el discurso iba contra los grupos vinculados con los Hasmoneos. Desde el año 158 AC, los Hasmoneos habían despojado a los Saduceos del ejercicio del Sumo Sacerdocio. Más adelante, se habían proclamado reyes de Judea, y con ello habían consumado la usurpación. Herodes los había despojado, inicialmente, de ambos cotos de poder, pero al final de cuentas los herederos políticos de Herodes fueron los descendientes de Mariamne Hasmonea, su primera esposa judía, por lo que los últimos Hasmoneos eran, en realidad, gente demasiado poderosa aún.
La visión de Jesús sobre ellos es simple: de ningún modo eran los herederos del Reino, y todo lo que habían hecho era un burdo intento por usurpar lo que no les correspondía.
¿En qué sentido “mataron al hijo”? Naturalmente, en uno simbólico. Recuérdese que en el pasaje de la Hija de Yair, la resurrección está vinculada con una restitución. Dicho de otro modo: la “muerte” equivale a ser desconocido o marginado.
La teología Hasmonea, y eventualmente Herodiana, era categórica al respecto: no había, en realidad, ninguna base para suponer que los herederos exclusivos del trono fuesen los descendientes de David, y menos aún que los descendientes de Zadok fuesen los únicos aaronitas autorizados para el ejercicio del Sumo Sacerdocio. Por lo tanto, los reclamos de legitimidad de Jesús eran infundados, y él mismo sólo era un subversivo. Desde su punto de vista legal, Jesús estaba “muerto”. Es decir: no tenía derecho a reclamar el trono.
La postura de Jesús es simple: D-os mismo vendrá y exterminará a esos “labradores malvados”. En palabras normales, Jesús dejó claro que su dictamen contra los Herodianos era una sentencia de muerte.
Pero había otro detalle: esa sentencia era para sus enemigos pro-romanos con lo que convivía en Judea y Galilea, pero ¿qué postura iba a asumir frente al Imperio?
De eso se trata la discusión sobre el tributo. En la parábola de los labradores malvados, el tema son los judíos que apoyan a Roma; en la discusión sobre el tributo, el tema es Roma como entidad imperial. Y la postura de Jesús es igualmente radical: Roma debe quedar totalmente fuera de Judea.
A eso se refiere una frase tan enigmática como “dad al César lo que es del César, y a D-os lo que es de D-os”.
Simplemente, véase en esta óptica: cada gobernante mandaba a hacer sus propias monedas, con su propia efigie en uno de los costados. Por eso, Jesús pregunta: “¿De quién es la efigie?” La respuesta es simple: del César. La lógica de Jesús también: pues entonces es de César.
Pero los planes de Jesús eran que, justamente eso, iba a cambiar. Dicho de otro modo: una vez llegado el Reino de los Cielos, Judea no iba a estar sometida a Roma. Por lo tanto, no se iban a volver a fabricar monedas con la efigie de César. Resultado: César se podía ir olvidando de los tributos de Judea.

El siguiente turno es de los Saduceos, que llegan a hacer una pregunta muy extraña, como si al final de cuentas todo el evento sólo fuera una feria para que Jesús contestara preguntas a granel: el asunto es la resurrección. Según nos informan los evangelios, los Saduceos no creían en la resurrección, y ese dato está confirmado por el Talmud.
El punto es este: ¿realmente sólo fue una cuestión de curiosidad teológica? Es muy improbable. Lo que aquí se está solventando es la postura que Jesús definió en el momento en el que la guerra, por lo menos según él mismo, era inminente.
Y el tema es la resurrección.
Vamos enfocando el punto desde la perspectiva de los Esenios: ¿cuándo iba a suceder la resurrección? En el Fin de los Tiempos. Y ¿qué faltaba para que llegara el Fin de los Tiempos? La Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas. Justamente, la guerra que Jesús estaba intentando iniciar.
Entonces, la dimensión de la pregunta es mucho más amplia. Lo que los Saduceo, en un momento dado, le pidieron a Jesús que aclarara era si realmente estaba dispuesto a llegar hasta el punto culminante de todo (la resurrección de los muertos, según el ideario de los Esenios).
Y la respuesta nos muestra que Jesús simplemente contestó que sí.
Que iba por todo: guerra, destrucción, redención y el Juicio Final. Y después de eso, la resurrección.

Finalmente, la postura de Jesús frente a los Fariseos. Y aquí el asunto es la naturaleza del Mesías.
A la fecha, el judaísmo rabínico (heredero de los Fariseos) mantiene la postura de que el Mesías es un personaje limitado por lo establecido por la Ley (Torá). En ese sentido, es obvio que los Fariseos tampoco estaban de acuerdo con la pretensión de Jesús de reformar el Sumo Sacerdocio, porque las características del mismo estaban bien definidas en la Torá, y era claro que Jesús no tenía autoridad para cambiar nada de ello. Menos aún, para asumir el Sumo Sacerdocio.
El pasaje nos muestra a Jesús haciendo una pregunta capciosa muy modesta en cuanto a su rigor intelectual, ya que todo se limita a un juego de palabras poco complicado tomado del Salmo 110. Pero es claro que el punto no fue ese, sino dejar implícito en la pregunta de Jesús (“¿por qué David le dice Señor al Mesías?”) que él estaba convencido de que el Mesías estaba por encima de la Ley, y sobre todo, del sacerdocio institucional.
¿De qué trata el Salmo 110? A muchos les puede sorprender, pero ese Salmo habla del Arcángel Mijael (Miguel), también conocido como Malkitzadek (Melquisedec) en las tradiciones antiguas del judaísmo, y muy especialmente en el contexto Esenio-Qumranita.
Según estas tradiciones, Mijael-Malkitzadek era, al mismo tiempo que guardián de Israel, Rey y Sumo Sacerdote de los ángeles.
Al hacer referencia a este Salmo, Jesús hizo el primer intento por imponer la doctrina de que él podía ejercer el Sumo Sacerdocio según el modelo de Malkitzadek, que es Rey y Sumo Sacerdote al mismo tiempo.
Eso, naturalmente, implicaba pasar por encima de lo instituido en la Torá, pero está claro que ese fue el intento concreto de Jesús, y el eco de esa doctrina ha quedado inmortalizado en la Epístola a los Hebreos, donde el razonamiento es enredado pero lógico (por lo menos para los que quieran asumir el rechazo al sacerdocio instituido por la Torá): Malkitzadek recibió tributo de Abraham (Génesis 14.17-24); tomando en cuenta que Abraham fue bisabuelo de Levi, y Aarón fue de la tribu de Levi, se debería asumir que Aarón le dio tributos a Malkitzadek por medio de su ancestro Abraham. De lo cual se deduce que Malkitzadek es mayor que Aarón, y por lo tanto, el mejor Sumo Sacerdocio es el de Malkitzadek, no el de Aarón.
Naturalmente, para la lógica Farisea (y, eventualmente, rabínica), semejante razonamiento es poco menos que ridículo. En primer lugar, porque Jesús no fue descendiente de Malkitzadek, sino de David. Llegado el caso, Jesús no estaba en mejores condiciones que Levi o que Aarón, en tanto él también era descendiente de Abraham. Según esta lógica, entonces Jesús también habría dado tributos a Malkitzadek por medio de Abraham. Por lo tanto, si Levi y Aarón no representaban lo más excelso, Jesús tampoco.
Por otro lado, si D-os ha querido darles ese tipo de sacerdocio a los ángeles, está bien. Pero la Torá deja claro el tipo de sacerdocio que, según el judaísmo, D-os prescribió para los judíos: el sacerdocio aarónico.
Reordenemos las ideas: si Jesús, en sentido literal, le hubiera hecho esa pregunta a los Fariseos, estos seguramente se hubiesen reído por el poco rigor intelectual del príncipe Esenio a la hora de discutir teología.
No. El asunto es diferente, más complejo. El pasaje nos dice que la postura que Jesús asumió frente a los Fariseos fue la de que él, en tanto aquel que iba a fusionar los dos linajes mesiánicos, estaba por encima de lo prescrito en la Ley.

Resumamos las “controversias” de Jesús: es sorprendente que, justo antes de darle inicio a su revuelta, dejara en claro que tenía diferencias con todos. A los Esenios les plantó en la cara su obstinación por reformar aquello para lo que no tenía autoridad; a los Herodianos les recordó que iban a ser ejecutados cuando Roma quedara fuera de Judea; y los Saduceos les advirtió que, efectivamente, su plan era llevar el levantamiento hasta las últimas consecuencias; y a los Fariseos les dejó en claro que su nivel como Mesías estaba por encima de la Torá.
Vamos a decirlo en palabras más concretas: Jesús era megalómano, nada prudente, y un pésimo político.
Descartando a los Herodianos —enemigos naturales de los Esenios por su abierto apoyo a Roma— Fariseos, Saduceos y Esenios eran la base del movimiento que Jesús pretendía dirigir.
Y lo que nos deja en claro esta secuencia de “discusiones” es que, justo cuando menos le convenía, a Jesús se le ocurrió ponerlos en su contra.
Exactamente lo que hace la gente enferma de poder.

La reforma al sacerdocio

Ya habíamos mencionado este pasaje. Repasémoslo brevemente: los discípulos le comentan a Jesús que las piedras del Templo son magníficas. Hay que recalcarlo: difícilmente podría uno imaginarse un comentario tan trivial. Más aún: difícilmente se podría uno imaginar a un escriba tan trivial, como para ser capaz de incorporar en el texto algo que casi merece el epíteto de tontería.
Es obvio, entonces, que el asunto no era platicar sobre arquitectura. La alabanza del Templo fue, en realidad, la insistencia de los sacerdotes que eran parte del Consejo de los Doce de que el sacerdocio, tal y como estaba organizado, no sólo era necesario, sino instituido por D-os mismo en la Torá.
Y es perfectamente lógico que se lo hayan dicho a Jesús justo después de que este último había explicado su línea ideológica.
Lamentablemente, Jesús ya no se iba a detener. Su respuesta fue contundente: no iba a dejar piedra sobre piedra. Dicho en palabras simples, iba a reformarlo todo. No tenía la menor intención de dejar rastros del Sacerdocio Aarónico.
¿Es posible hacer una relectura tan radical de este pasaje?
Simplemente, recuérdese que fue por este comentario que se juzgó a Jesús en el Sanedrín. Es obvio, entonces, que el verdadero comentario de Jesús fue algo muy agresivo para los Sacerdotes.

El discurso apocalíptico

Ya le dedicamos una extensa nota a este pasaje (que puede ser consultada en la primera entrada de este blog para el mes de Mayo), así que no vamos a entrar en todos los detalles del mismo.
Pero sí vamos a enfatizar un detalle que, a la luz de lo que hemos revisado en estas últimas notas, resulta notoriamente relevante: no es un misterio que Jesús habló de la guerra contra Roma en su discurso apocalíptico. Lo importante ahora es el momento en el que lo dijo.
Repasemos: hacía unas pocas semanas, Jesús había estado involucrado en una acción militar contra tres o cuatro cohortes romanas; la victoria de los judíos exaltó a la población al punto de que, como nunca antes, los judíos estaban más que listos para iniciar el levantamiento contra Roma.
Todo mundo empezó a mover sus piezas, y Jesús dejó listas las cosas para que un ejército de cinco mil combatientes tuviese garantizado el suministro de alimento.
Finalmente, una semana antes de la Pascua, había llegado a Jerusalén donde había sido uncido como Mesías (valga la redundancia), y había empezado a tomar decisiones como lo que ya se sentía: el rey.
Además, había dejado en claro que su plan era de acción rápida: a partir del punto en el que lo echara a andar, en tres días tenía que estar “resucitado” (ya podemos entender lo que significa esa palabra: restaurado, en tanto representante de la dinastía davídica, aquella que había sido despojada del trono).
Entonces, resulta sumamente importante que haya sido justo en este punto que Jesús pronunciara su discurso sobre la guerra contra Roma.
Dejemos clara la consecuencia inevitable de este enfoque: Jesús no habló sobre la guerra contra Roma que aconteció entre 66-73, cuarenta años después. Jesús estaba hablando de la guerra que él calculaba iba a iniciar la siguiente semana.
Si hasta la fecha sigue siendo fácil relacionar este discurso apocalíptico de Jesús con lo que sucedió cuarenta años después, sólo es porque cuarenta años después sucedió exactamente lo que Jesús quería que sucediera hacia el año 27 o 28.
Y aquí vale la pena replantear nuestra perspectiva sobre los textos apocalípticos que se conservaron en el Nuevo Testamento: cierto, hablan de la Guerra contra Roma. Pero, ¿se refieren a la que se desató en 66, o a la que Jesús quiso desatar cuando era joven?
Pregunta imposible de responder de manera definitiva. Algunas referencias son, a todas luces, a la Guerra del 66 (sobre todo las vinculadas con Vespasiano). Pero es factible que algunas partes del material fuesen confeccionadas desde esta época.

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