julio 16, 2009

Noveno Tema: CONSIDERACIONES FINALES SOBRE EL CORPUS JOÁNICO

La diferencia más notable entre el Evangelio de Juan (y las tres epístolas, como colofón) y los Evangelios Sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) es el estilo. En Juan hay una coherencia intrínseca que no existe en los otros textos, ya que aunque también es un texto logrado a partir del desarrollo redaccional de un documento previo (el factible Evangelio de los Siete Signos), es evidente que Juan es el producto de copistas de muy elevado nivel cultural.
En otras palabras, el autor del Evangelio de los Siete Signos, y quienes continuaron su obra dándole forma a este libro, fueron gente extraída de aquello que podríamos definir como “lo mejor” del pensamiento judío helenista.
A juzgar por el contenido del texto, fue gente de muy elevada conciencia mística, de posturas políticas moderadas, y muy aplicados a la ética.
Ahí es en donde se hace evidente la diferencia entre el Corpus Joánico y el Corpus Paulino: los seguidores de Juan casi son contemplativos; los de Pablo, expansionistas.
Pero el punto importante es este: muy probablemente, fueron los autores del Corpus Joánico, al mismo tiempo que los gnósticos, quienes le dieron forma definitiva al cristianismo, logrando que Jesús de Nazareth se convirtiese en el personaje central de las creencias de aquellos que veían en el Cristo-Logos el medio para reencontrarse con D-os.
Poco a poco, esta idea fue permeando en todas las comunidades cristianas importantes, y hacia mediados del siglo II ya estaba construido un mito básico sobre Jesús, aunque poco cohesionado en sus detalles (tanto biográficos como doctrinales).
Con ello, puede decirse que terminó la primera etapa de desarrollo del cristianismo, una vez que quedaron completos los textos sobre los que se habría de construir el eventual dogma.
La labor no fue fácil, menos aún simple, y definitivamente tampoco fue completa, ya que los múltiples orígenes de los textos que dieron forma al cristianismo que conocemos, impidieron que dichos libros terminaran por convertirse en un universo coherente. En consecuencia, los cismas, las herejías y los conflictos teológicos se desarrollaron como una parte esencial e inevitable de la fe cristiana.
Hasta la fecha, dichas diferencias se hacen palpables en las divisiones inevitables entre el cristianismo occidental y el oriental, así como en la mayoría de los grupos cismáticos y sectarios modernos.
En términos generales, podemos ver que las grandes iglesias occidentales (Catolicismo Romano y Protestantismo) tienen una orientación paulina. Un aspecto esencial de esta tendencia es la consideración de que el judaísmo fue desplazado del plan de D-os por la Iglesia, en tanto institución, y en consecuencia, la urgencia de que los judíos se conviertan al cristianismo.
En cambio, el cristianismo oriental conserva un perfil joánico más acusado, razón por la cual siempre han mantenido una actitud ecuménica más amable, sin pretender unificar institucionalmente las diferentes iglesias identificadas como Ortodoxas, la mayoría de ellas relacionadas siempre con un país en concreto (Ortodoxos Rusos, Griegos, etc.).
Por su parte, los movimientos cismáticos, renovadores, sectarios o carismáticos tienden a darle un lugar preponderante a la Apocalíptica. Por esa razón, les resulta imposible asumirse como una parte regular de los cristianismos tradicionales e históricos —paulinos o joánicos— y es lo que determina su perfil sectario.
Es muy evidente la diferencia con el judaísmo en estos detalles, ya que el judaísmo apenas si ha sufrido divisiones de consideración a lo largo de los últimos dos milenios. Por mucho que el Reformismo pueda parecerse poco al Jasidismo ultra-ortodoxo, las diferencias son mínimas en comparación de lo que distancia a un Católico de un Mormón, o a un Bautista de un Etíope Copto.
¿La razón? Simple: salvo los Samaritanos y los Caraítas (un porcentaje mínimo en extremo), todas las tendencias judías son herederas directas del judaísmo de los Fariseos, el único que sobevivió —institucionalmente— intacto a la guerra contra Roma. Por lo tanto, todas las tendencias judías que conforman el Judaísmo Rabínico (orotodoxos ashkenazíes, sefaradíes, shamis, yemenitas, jasídicos, conservadores, reformistas o reconstruccionistas) se desarrollaron a partir del perfil dado por el Talmud, la obra magna del Judaísmo Rabínico.
Una simple comparación de las dinámicas internas de los diversos judaísmos en función de su Texto Religioso, con las dinámicas propias de las diferentes iglesias cristianas, pone en evidencia que el cristianismo tuvo un origen de por sí complejo, y que el punto de partida no pudo ser la labor de una persona, y menos aún su predicación.
El cristianismo no lo fundó Jesús de Nazareth. Y, contrario a lo que muchos piensan, tampoco el Apóstol Pablo. El primero fue un Esenio comprometido con las causas místicas y nacionalistas (apocalípticas por excelencia) de los Esenios. El segundo, un promotor de un judaísmo “moderno”, acoplado a la cultura helenística preponderante. A juzgar por la evidencia del Nuevo Testamento, ni siquiera se conocieron.
Por ello, cuando los místicos helenistas empezaron a discutir y definir posturas sobre la forma en la que Jesús pudo haber sido el Logos encarnado (unos le darían forma al dogma cristiano tradicional, otros al gnóstico), apareció el único factor que pudo convertirse en un patrimonio común de todos los grupos de creyentes en el Cristo-Logos. Sin embargo, dicho patrimonio común (el Jesús divinizado) fue interpretado, entendido y predicado de un modo diferente por cada tendencia.
Hacia principios del siglo IV, en un contexto de decadencia y fractura del Imperio Romano, Constantino apostó por hacer del cristianismo el medio para poder ofrecerle a la sociedad romana un pretexto de reunificación.
No lo logró. El cristianismo, tal y como Constantino lo había palpado, tenía la capacidad de establecerse en cualquier lugar, pero —tal y como Constantino no fue capaz de percibir— también era un movimiento heterogéneo por naturaleza.
El proyecto iniciado por Constantino y completado por Teodosio fue la construcción de una Iglesia Imperial, en la que pudieran terminar de fusionarse las diferentes posturas cristianas, y que pudiera dirigir la vida espiritual del Imperio. Para ello, se empezaron a celebrar los primeros concilios ecuménicos, siendo el primero en importancia el de Nicea (325), donde el asunto principal fue dirimir la controversia arriana.
Allí quedó patente que la Iglesia necesitaba una autoridad textual fija. Estaban los Evangelios y las Epístolas (paulinas y joánicas), pero cada comunidad o región tenía su propia lista de “textos sagrados”, y en algunos casos, sus propias versiones de cada texto (especialmente, cuando estaban traducidos a idiomas vernáculos). Por ello, fue necesario emprender el proyecto de darle cohesión a ese amorfo mundo literario. Lo primero fue seleccionar los textos que tenían que estar en el “Nuevo Testamento”; lo segundo, dejar fija la versión en latín y griego, para que no volviesen a sufrir cambios ni ajustes.
Ese proceso sólo quedó concluido hasta finales del siglo IV, y apenas logró retrasar un poco más de medio siglo el inevitable declive del Imperio Romano.
La estructura política cayó, pero sobrevivió la religión imperial, que inmediatamente se avocó a recuperar el poder en Europa. Durante lo que llamamos Alta Edad Media, el cristianismo se preocupó poco por la controversia teológica, ya que la Iglesia Romana sometió a sus rivales por medio de la fuerza (como los cátaros). Sin embargo, la situación no podía sostenerse así permanentemente, y en el siglo XI las Iglesias Ortodoxas de oriente se separaron definitivamente. Cinco siglos más tarde, un nuevo cisma hizo reventar al cristianismo occidental desde adentro, y así surgió el protestantismo.
Desde entonces, hay un permanente debate respecto a lo que debe significar cada porción de la Escritura Sagrada del cristianismo, y una cada vez mayor cantidad de iglesias, sectas o denominaciones, y parece ser que el asunto de la unidad cristiana no tiene remedio.
¿La razón? Simple: es imposible construir una ideología coherente y homogénea a partir de textos provenientes de los círculos extremistas apocalípticos, los proyectos “modernos” del judaísmo helenista herodiano, y los apacibles criterios éticos de los místicos de influencia alejandrina.
Aunque el pretexto sea alguien tan “inspirador” como Jesús de Nazareth, ese joven Esenio cuya historia quedó codificada por sus seguidores en el Evangelio Original, misma que permanecerá siempre inaccesible en sus verdaderos detalles a todos los que estamos lejos (ideológica o cronológicamente) de la secta Qumranita.
Todo lo demás sólo ha sido el apasionado siempre, aunque generalmente torpe, intento por recuperar la esencia de alguien que, como Esenio, lo único que anhelaba era ver a su patria libre de romanos, pero que —rarezas de la vida— terminó siendo considerado como la encarnación del Cristo-Logos.
Con esto estamos llegando al final del planteamiento inicial por medio de este blog. En los dos siguientes artículos (los últimos), procederemos a hacer primero un resumen de los conceptos básicos de todo lo visto (profetismo hebreo, apocalíptica, Daniel, Evangelios Sinópticos, el Jesús Histórico, literatura paulina y literatura joánica), y luego una reconstrucción de cual pudo haber sido la anécdota histórica desde la época de los conflictos iniciales entre el judaísmo tradicional y los intentos pro-helenistas por modernizarlo, hasta la conformación definitiva del Nuevo Testamento, siete siglos después.

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