julio 16, 2009

EPÍLOGO I: A MANERA DE RESUMEN

A lo largo de los 67 artículos que integran este blog, he expuesto mis puntos de vista sobre diferentes temas con los que, en conjunto, he planteado una propuesta para entender el proceso mediante el cual surgió el Cristianismo tal y como lo conocemos, y la importancia que el estudio de la Literatura Apocalíptica tiene para lograr este acercamiento.
Es obvio que no se parece a la visión tradicional sobre el tema, pero estrictamente hablando no tiene por qué parecerse. A fina de cuentas, la tradición siempre está vinculada al mito (en cualquier tradición religiosa), y es importante saber qué valor tiene el mito (que, en realidad, es mucho y de mucha importancia), cuál es el lugar de la tradición, además de la necesidad de mantener la investigación siempre en un nivel autónomo de estos aspectos.

El Profetismo Hebreo

El profeta es aquel que recibe mensajes de parte de D-os. Esto no implica un concepto fijo, y a lo largo de la Historia, el profetismo evolucionó tomando muy variados matices, dependiendo de las circunstancias.
La idea esencial es que por medio de los profetas, D-os ha ido revelando al pueblo de Israel cómo debe conducirse. En ese sentido, los grandes personajes de la antigüedad bíblica fueron profetas (Enoc, Noaj, Avraham, Itzjak, Yaacov), si bien el más grande de todos fue Moshé (Moisés), en tanto recibió la más grande revelación de todas: la Torá.
Pero a partir del siglo XI AC podemos hablar de la institucionalización del profetismo con Samuel, misma que define el perfil más interesante del profetismo bíblico: la crítica.
Lo que en tiempos de Samuel, Saúl y David fue la exhortación a que se viviera conforme a la Ley de D-os, pronto se convirtió en una feroz crítica social que retó no nada más al rey, sino también a todo el pueblo, a que entendieran que vivir conforme a la Ley de D-os tenía muchas implicaciones sociales, históricas y humanas. El profetismo se conviertió, entonces, en una apasionada búsqueda de respuestas a los grandes problemas del ser humano: la guerra, el sufrimiento, la pobreza, la injusticia.
La decadencia moral, especialmente en la clase dirigente de los antiguos reinos de Judea e Israel, llevó al profetismo a convertirse en una lúcida denuncia que proclamaba la imposibilidad de que una sociedad injusta pudiera conservarse. En dicha línea, los profetas pre-exílicos, tales como Amós, Oseas, Miqueas, Isaías, Sofonías, Nahum y Habakuk, fueron los primeros en dejar textos escritos en los que se recalcó la urgencia de corregir el rumbo.
Pese a su predicación, la decadencia de las antiguas sociedades de Judea e Israel se consumó, y el Reino del Norte cayó en 721 AC, mientras el del Sur sufrió lo propio en 587 AC.
Esta nueva realidad significó un trauma fundamental para el pueblo judío: si se era el Pueblo Elegido, ¿cómo explicar la destrucción? Ello hizo que se revalorara notablemente el mensaje de los profetas anteriores, y el profetismo cobró un nuevo auge, especialmente en los profetas contemporáneos a la destrucción del Templo, como Isaías y Jeremías, y los que les sucedieron: Abdías, Hageo, Zacarías, Malaquías y Joel.
A lo largo de sus textos se va observando la evolución del pensamiento profético, cuya más depurada característica es la expansión de las proclamaciones. Si Isaías y Sofonías hablaron de juicios contra Israel, Zacarías y Joel hablaron de juicios contra todo el mundo. Si para Isaías y Nahum la redención era una urgencia para el pueblo judío, en Malaquías ya se vislumbra el impacto global de la misma.
Algo más: la urgencia de entender todo el proceso, desde la época en la que Judea era una nación libre, pasando por la destrucción del Templo y la nueva etapa, en la que se estaba dando una reconstrucción nacional, pero bajo condiciones de vasallaje, provocó que mucha literatura profética fuese reelaborada, situación que produjo muchos textos nuevos que quedaron insertos en los volúmenes antiguos. Por ello, libros como Isaías, Habacuc o Zacarías presentan secciones no originales del autor, sino incorporadas a lo largo de amplios procesos históricos. Con ello, empezó a consolidarse una tendencia literaria que, eventualmente, habría de resultar muy importante: la pseudo-epigrafía.
Pero no sólo hubo una línea de evolución del profetismo. Ya sabíamos que desde los tiempos de los profetas que no dejaron escritos propios (como Elías y Eliseo), había existido una tendencia de radicalismo, e incluso violencia, factible para el profetismo. Hoy sabemos, además, que dicha tendencia tuvo su propia línea de evolución en la sociedad judía, pero que no llegó a hacerse presente en el corpus bíblico de los Fariseos (el que nosotros conservamos hasta el día de hoy), debido a que dicho grupo judío fue un radical antagonista a los extremismos.
Es difícil reconstruir con detalles el proceso de desarrollo de este profetismo radical, pero conocemos bien el puntó de consolidación al que llegó a partir del siglo II: la Apocalíptica.

Literatura Apocalíptica

En los escritos proféticos bíblicos más tardíos (Zacarías, Joel, Malaquías) ya aparecen ciertas ideas pre-apocalípticas. Mientras estos libros se confeccionaban, es un hecho que se elaboró mucha otra literatura de carácter profético, pero de posturas más radicales. Dicha literatura pretendía estar asociada con grandes personajes de la antigüedad, y fue el marco para que surgieran los textos pseudo-epígrafos más radicales de este proceso.
En este contexto, hubo dos personajes que llamaron poderosamente la atención de los partidarios del profetismo radical: Enok y Daniel.
Las condiciones políticas de Judea fueron radicalizando a estos grupos, que empezaron a ver en el helenismo del siglo IV AC la nueva decadencia que podía destruir al pueblo judío. Pese a sus advertencias, amplios sectores de la aristocracia judía fueron asimilándose a ese modo “moderno” de vivir, lo que provocó que —como contraparte— los grupos tradicionalistas o “jasidim” (piadosos) también cobraran nuevo impulso.
En el siglo II AC, con la repentina agresión de Antíoco IV Epífanes, quedó listo el panorama para que, en medio de una brutal guerra en la que el judaísmo se jugaba la misma supervivencia (algo que no había sucedido hasta entonces), se definiesen las principales tendencias que habrían de marcar al judaísmo durante los siguientes tres siglos.
Fue entonces cuando el profetismo radical produjo su primer gran texto: Daniel, en donde se recopilaban tradiciones de varios siglos de antigüedad, reorganizadas a partir de la ficticia existencia de un profeta en el siglo VI, cuyas visiones anticipaban los trágicos acontecimientos que en ese momento (años 167-164 AC) estaba viviendo el pueblo judío.
La guerra terminó momentáneamente en 164 AC con una inesperada victoria judía, por lo que la efervescencia apocalíptica llegó a un primer punto culminante, a la expectativa de que se cumpliese el resto de la “profecía”: el advenimiento del Reino Mesiánico. Sin embargo, esto no sucedió. Por el contrario, la guerra se reinició dos años después —con trágicas consecuencias para los judíos, que de cualquier modo se repusieron y lograron imponer ciertas condiciones—, y la anhelada independencia de Judea nunca llegó.
En vez de ello, el Sumo Sacerdocio y el Trono de David fueron usurpados por una familia que, desde el punto de vista tradicional, no tenía derecho a ellos: los Hasmoneos.
Con ello se consolidaron las posturas de los dos grupos tradicionalistas: la reacción popular le dio forma al grupo Fariseo. La reacción aristocrática a la secta Esenia.
La relación entre Fariseos y Hasmoneos fue ambivalente, y en un principio pareció consolidarse debido a la postura tradicionalista de los primeros gobernantes Hasmoneos. Sin embargo, poco a poco la aristocracia judía fue cediendo ante la modernización helenista, y esto marcó el distanciamiento definitivo con los Fariseos, especialmente a partir del siglo I AC.
Por su parte, los Esenios nunca se reconciliaron con el nuevo grupo en el poder, y su vasta literatura da fe de la perspectiva pesimista que arraigó en esta secta: toda esa decadencia del pueblo judío y sus gobernantes, sólo era el preludio para el colapso de la Humanidad, la decadencia de la Historia, y la preparación de la Guerra Final entre los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas.
Profetismo radical, llevado a sus más extremas consecuencias.
Hubo algo extraño en ese proceso de la secta Esenia: se rehusaron a asumir el fracaso de las profecías de Daniel. En cambio, establecieron una serie de valores paradigmáticos que les permitieron ir “actualizando” todo aquello que, originalmente, tenía que haberse cumplido durante la Guerra Macabea. En ese proceso cuajó el siguiente gran texto apocalíptico: Enok, que al igual que Daniel, estaba elaborado a partir de tradiciones que tenían siglos de antigüedad.
El asunto se radicalizó todavía más a partir del año 37 AC, cuando el poder político quedó en manos de una familia de origen idumeo, los Herodes. El primero de ellos, Herodes el Grande, fue lo mismo eficiente en materia de desarrollo urbano que brutal y cruel como persona. Pronto se ganó el rechazo de Fariseos y Esenios, y las expectativas apocalípticas empezaron a desarrollarse con un objetivo bien concreto: liberar a Judea de la dominación romana, que se había hecho efectiva desde 63 AC.
El primer intento de levantamiento armado importante se dio en 6 DC. Después de eso, la tensión social fue escalando paulatinamente, y se tienen registro de otros conatos de guerra importantes en 34 o 35 y 58 o 59. Finalmente, el conflicto fue inevitable y en 66 empezó la guerra generalizada.
Roma no tuvo un desempeño adecuado al principio, principalmente debido a su propia inestabilidad política interna. En 68 Nerón fue depuesto como emperador, y Roma entró a una peligrosa fase de inestabilidad, que sólo terminó un año después con el asenso de Vespasiano al trono. Hasta este punto se pudo retomar la guerra contra los judíos sublevados, y la campaña terminó en 70 cuando Jerusalén fue sitiada y destruida, y con ella el Templo. Sin embargo, varios grupos de combatientes siguieron resistiendo en tres fortalezas: Herodio, Maqueronte y Masada, que fueron cayendo durante los años 71-73.
En estos últimos años de resistencia desesperada se escribieron los últimos grandes documentos apocalípticos, cuyo tema principal fue la identificación de Roma como la gran “bestia”, y la guerra contra el Imperio como la supuesta Guerra Final, que habría de terminar con la intervención directa de D-os mismo.
Hubo una diferencia circunstancial muy importante con la guerra anterior, la Guerra Macabea, y es que esta vez los partidarios del profetismo radical no sobrevivieron. Tras la guerra contra los Sirios-Seléucidas casi tres siglos antes, los místicos radicales le dieron forma a la secta Esenia y se dedicaron a conservar y elaborar un monumental corpus literario que, durante la guerra contra Roma, escondieron en las cuevas aledañas al Mar Muerto, y que sólo fue recuperado hasta 1947.
Pero esta vez cayeron en combate, y ya no pudieron conservar sus últimos escritos. Salvo los fragmentos que anexaron al libro de Daniel (capítulos 2, 7 y 9.20-27, básicamente), el resto de los textos en donde se explayaban contra Roma terminó en manos cristianas.
Hay vestigios de esta literatura en el Apocalipsis de Juan, que viene siendo el intento cristiano por entender la apocalíptica, si bien el resultado fue un replanteamiento radical de los conceptos del profetismo radical judío.
Aparte, están los vestigios de otro extraño documento en donde se narraba la historia de un príncipe de la Casa de David que había intentado levantar al pueblo judío, con resultados infructuosos. Dicho texto se hizo popular muy pronto entre cristianos, y finalmente vino a ser la base para la elaboración de lo que hoy conocemos como Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas.

La apocalíptica en el Nuevo Testamento

¿Qué interés tenían los cristianos en este tipo de literatura?
Es una pregunta compleja, pero las evidencias nos muestran que el misticismo Esenio no fue el único que existió en el judaísmo de esa época. También existió una fuerte tendencia mística en el judaísmo helenista, cuya principal sede cultural fue Alejandría, en Egipto.
Las evidencias documentales muestran que muchos temas que interesaban a los Esenios también interesaban a los Helenistas, y eso nos posibilita sospechar que incluso pudo haber controversias entre ambas tendencias místicas. ¿Habrán tenido similitudes en sus apreciaciones? Tal vez, pero sólo dentro de los límites posibles para una secta nacionalista a ultranza (los Esenios) y otra que veía con agrado la influencia de la cultura griega (los Helenistas).
De uno u otro modo, a manos de “cristianos” (grupo de gente vinculada con el judaísmo helenista) llegó una copia de lo que podríamos definir como el Evangelio Original, y eso dio pie a una intensa labor de escritura, misma que permitió que hacia mediados del siglo II estuviesen definidas tres diferentes versiones de este Evangelio Original: Mateo, Marcos y Lucas.
Las similitudes entre los tres —de carácter estructural indiscutible— evidencian que ninguno de los tres textos es independiente, sino que se tratan de tres versiones surgidas de un origen en común.
Es muy factible que nunca recuperemos una copia del Evangelio Original, pero acercarnos a su posible contenido original no es tan complicado: basta con comparar los textos de Mateo, Marcos y Lucas y recuperar los pasajes que les son comunes. Por lógica, de allí es de donde podemos recuperar una idea del contenido original del primer libro que se escribió sobre Jesús.
Desde luego, hay diferencias de orden y redacción entre Mateo, Marcos y Lucas, pero aún así es posible proponer teorías para reconstruir el orden de los acontecimientos. Por ejemplo, en muchos pasajes donde Mateo y Marcos siguen una línea en común y Lucas no, suele insinuarse una independencia bien definida en Lucas, más que un intento de corrección, ya que aparecen variantes de concepto relevantes. Eso sugiere que la versión del Evangelio Original que usaron como base los textos de Mateo y Marcos pudo ser diferente a la que uso Lucas. Dado que los conceptos suelen ser más compactos en Lucas, es factible entonces que Mateo y Marcos hayan usado algo así como un Evangelio Original B.
En cambio, hay otra serie de pasajes donde los conceptos no difieren entre los tres, pero la redacción de Lucas ofrece un mayor dramatismo, o una mejor retórica. Es evidente, entonces, que se trata de “correcciones de estilo” hechas dentro del texto griego por excelencia (Lucas).
Además, hay partes en donde Mateo y Lucas siguen una línea, y Marcos se separa de ellos. Pero el modo de separarse es diferente: suelen ser omisiones. Hay dos tipos de las mismas: pasajes o anécdotas que definitivamente no conoce Marcos, y que por lo tanto podemos interpretar como casos donde Mateo y Lucas compartieron una fuente en común (el famoso Documento Q), y detalles que Marcos no menciona en pasajes que comparte con los otros dos. Estos últimos pueden tratarse de un trabajo editorial por parte de los redactores de Marcos.
Sin embargo, hay un hecho que resulta claro al aproximarnos al Evangelio Original: fue un texto apocalíptico, redactado en el estilo propio de la secta Esenia-Qumranita, con un complejo manejo de símbolos e historias encriptadas.
Muy seguramente, los primeros cristianos que tuvieron en sus manos este documento no pudieron entender la naturaleza de su contenido, y cometieron el error más natural ante un texto de esta naturaleza: interpretarlo literalmente.
¿Qué sucedió ante semejante error de perspectiva?
Pregunta compleja, pero lo que podemos aventurar es que hubo un mestizaje de ideas.

La literatura paulina

Prácticamente la mitad del Nuevo Testamento está conformada por las epístolas del Apóstol Pablo. Son trece en total (no estamos considerando a Hebreos como parte de esta sección), y son el mayor testimonio documental que conservamos de las creencias del judaísmo helenista que se internacionalizó durante el siglo I DC.
El contexto en el que florecieron estas creencias es muy complejo, pero el Nuevo Testamento nos ofrece las pistas necesarias para visualizar sus características generales. Básicamente, se trató de comunidades de no judíos que se habían hecho prosélitos del judaísmo helenista.
El judaísmo fariseo también tuvo sus prosélitos, pero en la década de los 40’s las conversiones al judaísmo quedaron prohibidas por el Emperador Claudio. Sin embargo, esto no afectó al proselitismo helenista, que se basaba en la proclamación de que el judaísmo era algo que podía abordarse desde la perspectiva espiritual, sin que tuviera que llegarse a los aspectos rituales tradicionales (circuncisión, dietética, vínculos nacionales con Judea, Jerusalén y el Templo, etc.). En cambio, la insistencia era que la verdadera Ley era la del Espíritu, no la Escrita, y que la forma de ser recuperado a la comunión con D-os era por medio del Cristo-Logos.
¿Tenían el Apóstol Pablo y sus seguidores la idea de que este Cristo-Logos era Jesús de Nazareth?
Pablo así lo menciona en sus epístolas, pero es un hecho indiscutible que dichas epístolas no reflejan, en forma y fondo, los textos originales de Pablo, sino que hubo un proceso de organización y edición posterior a la vida del Apóstol, por lo que muchos especialistas de hoy no les llaman Epístolas de Pablo, sino Epístolas de la Tradición Paulina.
Cabe, entonces, la posibilidad de que las referencias concretas a Jesús de Nazareth hayan sido incorporadas después.
¿Por qué debemos considerar esta posibilidad? Porque Pablo nunca hizo referencias al Evangelio Original. Eso, simplemente, demuestra que Pablo no conoció ese texto. Y eso, a su vez, demuestra que dicho texto no se conocía en la década de los 60’s, cuando se supone que murió Pablo. De haberse conocido, es obvio que Pablo —uno de los principales líderes del cristianismo— lo hubiera conocido, e incluso tenido una copia. Y también es obvio que, de haber conocido dicho texto, lo habría citado en sus epístolas. En cambio, las pocas referencias de Pablo hacia Jesús de Nazareth son más bien vagas, y nunca reflejan una referencia textual concreta, sino acaso similitudes temáticas.
Se podría argumentar que Pablo pudo conocer sobre Jesús por medio de la tradición oral preservada por los seguidores de este último, pero al caso es lo mismo: las mismas referencias de Pablo a Jesús a los datos sobre Jesús que pudo haber obtenido por medio de la tradición oral son, desconcertantemente, pocas.
De todos modos, las epístolas de Pablo nos permiten recuperar un complejo ambiente religioso que tuvo una gran expansión durante el siglo I DC: las comunidades de no judíos que se habían convertido en seguidores del Cristo-Logos, por medio del cual lograban hallar justificación por medio de la fe, y que les permitía vivir conforme a la Ley del Espíritu, no a la Ley Escrita.
Cristianos, pues. Pero no seguidores de Jesús.
La posibilidad de identificar a ese personaje histórico concreto con el Cristo-Logos vino de un lado totalmente inesperado.

La literatura joánica

El texto más importante de esta parte del Nuevo Testamento es el Evangelio de Juan. Y el más enigmático, además, ya que no disponemos de muchos elementos para reconstruir el proceso que le hizo llegar a su forma definitiva.
Hay dos aspectos importantes: en primer lugar, es evidente que la parte narrativa (capítulos 1-12) están basados en siete “señales” o milagros hechos por Jesús, por lo que se ha sugerido que, originalmente, el contenido del texto pudo haber sido ese, de tal modo que bien se podía haber llamado el Evangelio de los Siete Signos. Este texto habría sido reelaborado del mismo modo que el Evangelio Original, y el resultado habría sido lo que hoy conocemos como Juan 1-12, a lo que además se le habrían añadido una serie de discursos de carácter litúrgico, mismos que conforman toda la escena de la Última Cena (capítulos 13-18), mucho más compleja y rica que en Mateo, Marcos y Lucas.
El otro punto importante es que este texto evidencia una gran similitud temática con la literatura de los Esenios, aunque es claro que no comparten puntos de vista.
El enfoque en común más importante es la lucha entre la Luz y las Tinieblas. La diferencia estriba en que para los judíos que escribieron Juan (a todas luces helenistas), dicho conflicto era de naturaleza espiritual. En cambio, para los Esenios tenía que materializarse en algo muy concreto: la guerra contra el Imperio Romano.
¿Por qué se escribió el Evangelio de los Siete Signos? Probablemente, para que un grupo de místicos judíos helenistas definiera su postura en medio de una compleja controversia. En el otro lado ya no estaban los Esenios. Para cuando este texto pudo ser escrito, los Esenios ya habían sucumbido en la guerra contra Roma. En cambio, estaba otro grupo igualmente judío e igualmente helenista, pero mucho más radical: los gnósticos.
Estos últimos habían asumido en un modo más extremo la perspectiva platónica de que el mundo material es una cárcel para el mundo de las ideas.
Y el tema de la controversia fue muy extraño: el papel que Jesús de Nazareth, en tanto encarnación del Cristo-Logos, tenía en el universo. Los gnósticos decían que no podía haber sido un ser humano real, material. Sus contrincantes decían que sí.
¿De donde surgió esta controversia? Probablemente, de que fueron estos judíos helenistas quienes recuperaron los textos apocalípticos Esenios que hablaban de la guerra contra Roma, pero también los que hablaban sobre Jesús.
Incapaces de descifrar los códigos simbólicos Esenios, se encontraron con la fascinante historia de un carpintero que hacía milagros y que había resucitado de entre los muertos. Luego entonces, debieron deducir, él era el principio de la victoria de la vida sobre la muerte. Del espíritu sobre la materia, además, desde la perspectiva de los gnósticos.
Hubo una evidente guerra de documentos. Los gnósticos produjeron textos como el Evangelio de Tomás o el Evangelio de Judas. Sus contrincantes, el Evangelio de los Siete Signos y el Apocalipsis de Juan.
Y desde allí, el tema empezó a asentarse en el vasto universo de las comunidades de prosélitos del judaísmo helenista, que ya creían en el Cristo-Logos. Lo único que empezaron a “descubrir” fue que ese Cristo-Logos se había hecho carne, y se había llamado Jesús.

¿Extraño? Sin duda. La tradición se ha limitado a repetir durante casi veinte siglos la historia recuperada de la lectura literal de los evangelios. Sin embargo, es evidente que ni siquiera esa lectura tiene coherencia propia, y por ello el cristianismo nunca ha podido ser un universo homogéneo. Por el contrario, los cismas han sido la dinámica cristiana más constante a lo largo de la Historia. Todo depende del énfasis que se le quiera poner a la prédica: apocalíptico, paulino o joánico.
Cada uno tiene sus ventajas: el joánico es, sin duda, el más elevado, y es evidente que fue desarrollado por gente espiritual y culta; el paulino es, en contraparte, el más pragmático, y por ello es el que ha sido la columna vertebral de las Iglesias Cristianas históricas en occidente (como el Catolicismo Romano y el Protestantismo); finalmente, el apocalíptico es el más complejo, e incluso —si se lee en su sentido original— el más desquiciante, pero no se puede negar que es, simplemente, el original, el que le perteneció a Jesús, y al que perteneció él mismo.

Hecho este resumen, pasemos entonces a la reconstrucción de la anécdota posible, el vistazo al complicado período que comprende desde finales del siglo IV AC hasta finales del siglo IV DC.

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