febrero 23, 2009

Segundo Tema: LOS IMPERIOS EN EL LIBRO DE DANIEL

Los capítulos 7 y 8 de Daniel nos ofrecen dos visiones típicamente apocalípticas, cargadas de símbolos, y de un efectismo literario impresionante. Aterradoras, para no ir más lejos.
En resumidas cuentas, el asunto se plantea de este modo: el capítulo 7 habla de cuatro bestias que surgen del mar. La primera es un león con alas de águila; la segunda, un oso más levantado de un lado que del otro, y que va masticando tres costillas; la tercera, se asemeja a un leopardo, pero tiene cuatro alas de águila y cuatro cabezas; la última es indescriptible, y sólo se menciona que era “espantosa y terrible”, que sus dientes eran de hierro, y que tenía diez cuernos; de entre los diez cuernos, surge otro (un onceavo), delante del cual son arrancados tres de los cuernos originales; este último cuerno es descrito con ojos “como de hombre, y una boca que hablaba grandes cosas”; luego viene la descripción de la derrota de esta bestia, finalmente consumida por el fuego, tras lo cual se establece “el reino de los Santos del Altísimo”. La segunda parte del capítulo ofrece una explicación (no menos simbólica que la visión) que aclara que las bestias son reinos (imperios, diríamos hoy), y que los cuernos son gobernantes (emperadores, obviamente). Se agrega un dato muy específico: la cuarta bestia podrá derrotar a los Santos del Altísimo durante “tiempo, tiempos y medio tiempo”, lo que equivale a tres años y medio, lapso de tiempo tras el cual vendrá su derrota y el inicio del Reino Mesiánico.
Por su parte, el capítulo 8 sólo habla de dos bestias (dos imperios): un carnero y un macho cabrío. Aquí también se menciona a los cuernos como algo relevante. El carnero tiene dos cuernos, uno más grande que el otro; luego aparece el macho cabrío, con un solo cuerno, pero con la suficiente fuerza como para derribar al carnero y romper sus cuernos. Sin embargo, el cuerno del macho cabrío es repentinamente quebrado, y en su lugar surgen otros cuatro cuernos, y de uno de estos últimos surge un cuerno pequeño (un cuerno en otro cuerno), que es descrito como alguien que se engrandeció sobremanera y peleó contra los santos, y al que se le concedió operar durante “dos mil trescientas tardes y mañanas”, unos seis años con cuatro meses. Al igual que en el capítulo 7, la segunda parte del capítulo 8 explica ciertos detalles de la visión bajo el mismo esquema: las bestias son reinos (específicamente, Media-Persia en el carnero, y Grecia en el macho cabrío) y los cuernos son reyes. El último cuerno es descrito como un rey que se engrandecerá de un modo terrible, pero que será derrotado por D-os mismo.
Es curioso como tanto los fundamentalistas como los partidarios de la Crítica Bíblica coinciden en un punto: los cuernos finales de ambos capítulos son la misma persona. La diferencia es que los fundamentalistas creen que es el Anticristo, y los partidarios de la Crítica Bíblica creen que es Antíoco IV Epífanes.
Pero, pésele a quien le pese, es obvio que NO SON LA MISMA PERSONA. Es imposible: uno está al final de una secuencia de cuatro imperios, el otro al final de una secuencia de dos. Uno surge derribando a tres de diez cuernos anteriores, y el otro no.
Vamos por orden para revisar los detalles de cada visión, y vamos a comenzar con la visión del capítulo 8 por ser la más antigua.

1. El carnero y el macho cabrío

La principal ventaja que tiene esta visión es que el mismo libro especifica, como ya vimos, que el carnero es el Imperio Medo-Persa y el macho cabrío el Imperio de Grecia. Incluso, nos ofrece una referencia muy específica respecto al Imperio Persa: el carnero tiene dos cuernos, uno más grande que el otro. Esto implica que uno de los componentes del Imperio era más fuerte que el otro (hasta 521 AC, el persa se impuso al medo; desde entonces y hasta el colapso del Imperio, la situación se invirtió; de todos modos, siempre hubo “un cuerno más grande que el otro”). Luego, se menciona claramente que el cuerno del macho cabrío es el primer rey de Grecia. Históricamente no es un dato muy exacto si nos basamos en el tipo de estructura política propia de la Grecia antigua, pero no hay que complicarnos demasiado la vida: se trata del cuerno que derrotó a los Medo-Persas. Se trata, pues, de Alejandro Magno (aunque estrictamente no haya sido un rey griego, sino macedónico, y tampoco haya sido el primero en iniciar la expansión de su poder, sino el segundo; el primero fue su padre Filipo de Macedonia).
Esta identificación queda confirmada por la referencia de que este “primer rey” es quebrado cuando más fuerza tenía, y que en su lugar surgen otros cuatro cuernos (cuatro reyes). No puede ser más obvio: es una referencia a la prematura muerte de Alejandro Magno, y a que su Imperio se dividió entre Ptolomeo, Antígono, Seléuco y Lisímaco, sus cuatro generales de mayor confianza.
De estos cuatro reyes o cuernos, surge el cuerno final, el gran enemigo de los judíos. Es muy simple hacer la identificación: el cuerno final no puede ser otro más que Antíoco IV Epífanes, octavo emperador de la dinastía Seléucida.
Los capítulos 10 y 11 también van a basarse en referencias a estos dos imperios: el Medo-Persa y el Greco-Seléucida, por lo que tampoco quedan dudas respecto a que los versículos 11.21-45 se refieren a Antíoco IV.

2. Las cuatro bestias del capítulo 7

Más complicada resulta la identificación de las bestias del capítulo 7, ya que no se dan referencias específicas respecto a ninguna. Sin embargo, los paralelismos con el capítulo 2 de Daniel nos ofrecen una pista inicial, aceptada tanto por los fundamentalistas como por los partidarios de la Crítica Bíblica.
En Daniel 2 se habla de cuatro imperios también, y se especifica que el primero es Babilonia (versículo 36-38); esto nos hace suponer que la primera bestia de Daniel 7 también es Babilonia, y la idea se sustenta bien en el aspecto iconográfico sugerido: la primera bestia es un león con alas de águila, una imagen muy frecuente en la escultura babilónica.
Hasta este punto no hay problema. Pero la identificación de las siguientes bestias es donde las discrepancias empiezan.
Ya mencionamos que los fundamentalistas identifican a la segunda con el Imperio Medo-Persa, la tercera con el Imperio Greco-Sirio, y la cuarta con Roma. Por su parte, los partidarios de la Crítica Bíblica identifican a la cuarta como el Imperio Seléucida, para lo cual tienen que proponer varias alternativas para la identificación de la segunda y tercera bestias. Veamos las posturas más representativas, así como las objeciones al respecto.
a) Babilonia (1), Media-Persia (2), Macedonia (3) y Siria (4). Asumir esta identificación va contra la lógica del libro de Daniel, donde la Siria Seléucida es identificada como parte inherente del reino de Grecia (justamente, los capítulos 8, 10 y 11 tratan de eso). Disociar a Grecia de Siria es alterar algo fundamental en la apocalíptica: el código. Si no hay coherencia en el código, interpretar este tipo de textos resulta imposible.
b) Babilonia (1), Persia (2), Media (3), Grecia-Siria (4). Es el mismo error, aunque trasladado al Imperio Medo-Persa. Daniel siempre se refiere a ambos como un solo Imperio, ya que, en realidad, el término correcto es Imperio Aqueménida. Lo único que sucedió fue que en un punto de su historia, la dinastía en el poder pasó de manos persas a manos medas, pero la estructura imperial siguió siendo la misma.
c) Babilonia (1), Lidia (2), Media-Persia (3), Grecia-Siria (4). Esta es la más inverosímil, por dos razones: en primer lugar, el reino de Lidia nunca tuvo contacto con Judea, ya que se encontraba en la parte occidental de la actual Turquía; en segundo lugar, Lidia cayó bajo el dominio persa en 545 AC, seis años antes que Babilonia. Asumir que el segundo reino es Lidia implica alterar el orden cronológico en la aparición de las bestias, lo que le quita todo sentido a la profecía (si el orden cronológico no es importante, entonces cualquier bestia puede ser cualquier imperio en cualquier lugar).
Hay un argumento aún más contundente para rechazar estas identificaciones, y se basa en algo tan simple como atender al código propuesto por el mismo libro.
Nos referimos a lo siguiente: un texto apocalíptico es complejo de por sí; basado en códigos y símbolos frecuentemente abigarrados, requiere de un mínimo de coherencia como para que la interpretación no resulte más compleja de lo que ya es.
El peor enemigo de la apocalíptica es la arbitrariedad, porque despoja al texto de su ya de por sí frágil posibilidad de ser entendido. Por eso, cuando en un texto apocalíptico aparecen similitudes evidentes, debe asumirse que son la base para poder hacer ciertas identificaciones. Y en Daniel encontramos dos similitudes demasiado obvias como para pasarlas por alto.

3. El oso y el carnero

No cabe duda que el oso (segunda bestia del capítulo 7) y el carnero (primera del capítulo 8) tienen una similitud evidente: el oso “se levanta más de un lado que del otro”; el carnero tiene “un cuerno más grande que el otro”.
Si nos apegamos a detalles de tipo naturalista, esos datos son extraños. Es frecuente que los carneros no tengan los cuernos del mismo tamaño, pero el énfasis que se le da al punto en el capítulo 8 sugiere que hay algún significado de por medio. Como ya se mencionó, es obvio que se refiere a que el Imperio Aqueménida estaba estructurado sobre dos grupos (el Medo y el Persa), uno de los cuales era más poderoso que el otro.
Eso le da sentido al dato de que el oso, en el capítulo 7, se levanta “más de un lado que del otro”. De lo contrario, el dato es simplemente absurdo e inútil (lujos que no se puede dar la apocalíptica).
Tenemos, por lo tanto, una equivalencia estructural entre ambas bestias. Tenemos, en consecuencia, que asumir que ambas bestias se refieren al mismo reino: el Imperio Aqueménida, con sus dos componentes (medos y persas).
Un dato más nos obliga a identificar al oso del capítulo 7 con Media-Persia: las tres costillas que lleva en su boca. Es muy claro que se refiere a que, para establecerse como la principal potencia del mundo conocido, el Imperio Aqueménida tuvo que imponerse a tres reinos: Lidia, Babilonia y Egipto.
Se ha objetado que también es posible traducir “colmillos” en vez de “costillas”, lo que haría que la imagen cambiara: el oso no lleva tres costillas en la boca como si las fuera devorando, sino tres colmillos con los que va a cumplir la orden de “levantarse y devorar mucha carne”. En esencia, no se altera el sentido del texto de un modo relevante, y menos aún la identificación. Pero hay que decir que es absurdo: un oso con tres colmillos más bien parece un oso desdentado, por lo que, para suponer cual fue el sentido original de la frase, debemos guiarnos por el aspecto efectista tan propio de la apocalíptica: es más impresionante ver a un oso que viene masticando tres costillas, que a uno que viene enseñándonos sólo tres colmillos.
De cualquier modo, el punto es simple: el oso es el Imperio Aqueménida. La similitud estructural con el carnero del capítulo 8 no nos puede dejar lugar a dudas.

4. El leopardo alado y el macho cabrío

Pasa exactamente lo mismo con la tercera bestia del capítulo 7 (el leopardo alado) y la segunda del capítulo 8 (el macho cabrío): en ambas bestias hay un aspecto estructural idéntico, y es el número cuatro.
Según Daniel 7, esta especie de leopardo tiene cuatro cabezas y cuatro alas; según Daniel 8, tras la fractura del primer cuerno del macho cabrío, surgieron otros cuatro cuernos.
No puede haber dudas sobre lo que representa el número cuatro: los cuatro generales de Alejandro Magno que se repartieron el territorio conquistado por el rey macedónico. Por lo tanto, ambas bestias se refieren al Imperio Greco-Sirio, toda vez que la Siria Seléucida es, en el capítulo 8, uno de los cuatro cuernos y, por lo tanto, es una de las cuatro cabezas y una de las cuatro alas en el capítulo 7.
Si pasamos por alto esta similitud estructural, caemos en el pantanoso mundo de la arbitrariedad, y anulamos toda posibilidad coherente de aproximarnos al complejo código del texto apocalíptico.
Hasta el momento, sólo he conocido un argumento para pasar por alto esta similitud estructural: querer, forzosamente, que la cuarta bestia de Daniel 7 sea la Siria Seléucida.
Me parece deshonesto, en términos hermenéuticos y exegéticos. No se trata de decidir qué imperio es esa bestia, y luego acomodar los datos. Se trata de ver primero los elementos que nos ofrece el propio texto y luego sacar conclusiones.
Si el libro nos dice que, estructuralmente hablando, el oso y el carnero son iguales, luego entonces son el mismo imperio: el Aqueménida. Si nos dice que, del mismo modo, el leopardo y el macho cabrío comparten la misma estructura, son el mismo imperio: el Greco-Sirio.
De nada sirve argumentar que Macedonia (para ser exactos) y Siria no fueron el mismo Imperio. Esa es nuestra perspectiva moderna, pero para el libro de Daniel sí fueron el mismo reino, y eso se comprueba con una lectura rápida de los capítulos 8, 10 y 11.
Volvemos al punto: no se trata de imponer nuestros criterios al texto, sino de recuperar los criterios del texto y, a partir de los mismo, elaborar nuestras conclusiones.
Sin ir más lejos, los criterios del texto son los siguientes: el Imperio Medo-Persa es uno sólo; el Imperio Greco-Sirio es uno solo; el oso del capítulo 7 es equivalente al carnero del capítulo 8; el leopardo alado del capítulo 7 es equivalente al macho cabrío del capítulo 8.
En conclusión, la segunda bestia del capítulo 7 es el Imperio Medo-Persa (Aqueménida); la tercera, el Imperio Seléucida. Por lo tanto, la cuarta bestia sólo puede ser Roma.
Esta identificación está plenamente de acuerdo con un dato relevante dado por Daniel 7 sobre la cuarta bestia: “la cuarta bestia será diferente de todos los otros reinos, y a TODA LA TIERRA DEVORARÁ, TRILLARÁ Y DESPEDAZARÁ”.
Es inverosímil suponer que esa descripción le fuera dada al Imperio Seléucida que, justamente, estaba en plena decadencia. Para el momento en que Antíoco IV Epífanes asumió (o más bien usurpó) el poder, el Imperio Seléucida ya había perdido más de la mitad de su territorio. Precisamente, uno de los errores estratégicos de Antíoco IV fue intentar reconquistar toda la zona oriental al tiempo que quería imponerse como rey en Egipto.
Los judíos ya tenían la referencia de dos Imperios que, en lenguaje callejero, habían “conquistado toda la tierra”: los Medo-Persas y los griegos de Alejandro Magno. Era totalmente improbable que le asignaran el mismo nivel de importancia a los Seléucidas, cuyo territorio controlado era demasiado pequeño en comparación con los otros.
En cambio, Roma también conquistó “todo el mundo”, si lo decimos en lenguaje coloquial (no sirve apelar a que nunca conquistó Partia; al caso, Alejandro nunca conquistó India, y los persas nunca conquistaron Grecia; pero no es lo mismo que Siria, que nunca terminó de imponerse en Egipto, no logró reconquistar Babilonia, Partia, Aram, Asiria, la actual Turquía y menos aún Grecia).
Veamos ahora el asunto de los “diez cuernos”, porque justamente nos ofrecen un excelente ejemplo de los malabares que se tienen que hacer cuando se quiere forzar la interpretación de un texto.
Y me estoy refiriendo a la Crítica Bíblica, no a los fundamentalistas.

5. Los diez cuernos

No quedan dudas respecto a que los cuernos, sin importar el número, se refieren a reyes, del mismo modo que las bestias se refieren a reinos.
Respecto a estos diez cuernos de la cuarta bestia, Daniel 7.24 es bastante claro respecto a que son “diez reyes”, tras los cuales se levantará uno más (el onceavo), delante del cual serán cortados tres cuernos o reyes.
La idea no es difícil de recuperar: el último reino en cuestión tendría diez reyes; tres serían derribados para el arribo del undécimo, que se habría de convertir en el gran enemigo de los judíos.
Ya se mencionó previamente que Antíoco IV Epífanes fue el octavo rey Seléucida. Los siete anteriores fueron Seléuco I Nicátor, Antíoco I Sóter, Antíoco II Theos, Seléuco II Calinico, Seléuco III Sóter, Antíoco III Megas y Seléuco IV Filópator.
Aquí está el primer dato que no cuadra: Daniel habla de “diez reyes”, y el que se yergue como enemigo de Judea es el onceavo. Antíoco IV Epífanes fue el octavo gobernador Seléucida. Tenemos, pues, un déficit de tres reyes.
Se puede apelar a que el autor de Daniel no tuvo la información exacta (cosa que en otras partes del libro es bastante evidente), y podría ser aceptable hasta cierto punto. Sin embargo, no es lo mismo cometer errores en los datos con cuatro siglos de antigüedad (como en el caso de Darío el Medo y Belsasar), que con datos notoriamente más recientes (siglo y medio, por lo mucho, para la dinastía de reyes Seléucidas).
Pero concedamos la posibilidad: el autor no tuvo datos exactos y por eso puso diez cuernos donde sólo tenía que mencionar ocho.
El problema serio es que también dijo que tres de esos cuernos fueron derribados ante el onceavo (se supone que Antíoco IV), y eso resulta muy difícil de explicar.
¿Qué reyes fueron “derribados” para que Antíoco IV tomara el poder?
Se sabe que Antíoco IV fue un usurpador, ya que el trono le correspondía a Demetrio, hijo de Seléuco IV Filópator (este último murió asesinado por Heliodoro, tesorero de la corte, en un factible intento por hacerse del trono).
Ahí ya tenemos dos nombres para dos de los tres cuernos: Demetrio y Heliodoro. El tercero, según algunos, podría ser Ptolomeo VI, faraón de Egipto, a quien Antíoco IV sometió en su afán de controlar Egipto.
Seamos francos: nada, absolutamente nada cuadra con lo que dice Daniel.
Daniel dice que los tres cuernos que caen pertenecen a la cuarta bestia. Es decir: son parte del mismo reino o imperio que el “cuerno pequeño”. Por lo tanto, Ptolomeo IV está totalmente fuera de perspectiva. Además, dice claramente que los cuernos son reyes, no aspirantes. Demetrio era un niño cuando Antíoco usurpó el trono, y no había ejercido como rey. Además, ni siquiera fue “cortado”. En realidad, Demetrio sobrevivió y más tarde se convirtió en rey de Siria. Y de Heliodoro tampoco hay mucho que decir: era tesorero, no rey.
Francamente, estamos ante una especulación sin pies ni cabeza, que sólo intenta ajustar nombres y datos para justificar que la cuarta bestia de Daniel 7 sea Siria. El problema es que para ello tiene que construir una personalidad muy problemática para el autor de Daniel: ya le habíamos descubierto como alguien que no tenía datos muy exactos sobre los acontecimientos de cuatro siglos atrás; luego, resultó que tampoco tenía datos exactos sobre los últimos 150 años; finalmente, resulta que tampoco tenía idea de lo que había sucedido once años atrás (Antíoco IV usurpó el trono en 175 AC), y confundió a un faraón con un rey de Siria, además de confundir a Demetrio y a Heliodoro con reyes.
La apocalíptica no se puede dar esos permisos. Tiene que ser lo más precisa posible en sus símbolos para poder funcionar.
Veamos un ejemplo antagónico al libro de Daniel: muchos de los Rollos del Mar Muerto siguen resultando indescifrables justamente porque hemos perdido el meollo del código para entenderlos. En consecuencia, no tenemos idea exacta de quiénes pudieron ser personajes como el Maestro de Justicia, el Sacerdote Impío o el Hombre de Mentira. Claro: es seguro que sus autores y sus lectores los entendían perfectamente, porque tenían acceso al código.
En contraparte, Daniel no es un libro que haya estado perdido durante casi dos milenios. Por lo tanto, no se le pueden achacar tantas confusiones.
Que el autor (o los autores) no tenían la información exacta sobre el siglo VI AC, es un hecho. Pero eso sólo provocó errores en los datos anecdóticos, no en la construcción de los símbolos. Si el objetivo era identificar a la última bestia como Siria, y al último cuerno como Antíoco IV Epífanes, no podía estar cayendo en tantas digresiones (además, tan notables). Tenía(n) que ser exacto(s).
La única alternativa que nos queda es asumir que no está hablando de Antíoco IV Epífanes, sino de otro personaje. Lo tal va muy en la línea de que la cuarta bestia no es Siria, sino Roma.
Cosa de revisar, entonces, quién fue el onceavo emperador de Roma para ver si tiene lógica el texto de Daniel.
A partir de que Roma se reestructuró como Imperio bajo César Augusto, el trono fue ocupado por Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, Galba, Otón, Vitelio, Vespasiano, Tito y Domiciano (estamos llegando sólo al onceavo emperador).
¿Hay alguna razón para que Domiciano fuera considerado como el gran enemigo de los judíos? No. Para cuando Domiciano gobernó (81-96) Judea ya no existía como nación. Había sido barrida por Roma en 70, once años antes de que Domiciano ocupara el trono.
Bien, entonces estamos ante una cuenta tan inexacta como la que corresponde a la Siria Seléucida.
Planteemos la pregunta desde otra óptica: ¿alguno de los emperadores romanos tuvo que imponerse sobre tres emperadores anteriores, para convertirse luego en un gran enemigo de los judíos?
Sí: Vespasiano.
Tras el suicidio de Nerón (68 DC), la estructura imperial romana entró en una crisis sin precedentes, y en menos de un año hubo cuatro emperadores: Galba, Otón, Vitelio y Vespasiano. Fue este último el que logró estabilizar la política romana, gracias a su genialidad como administrador y gobernante.
¿Qué estaba haciendo Vespasiano en 68 AC? Dirigiendo el ataque romano contra los sublevados judíos. O dicho de otro modo: derrotando judíos.
Tiene todo el sentido: para que Vespasiano se levantara como rey, tuvieron que caer antes otros tres, que sí fueron reyes y además del mismo Imperio (tal y como Daniel 7 lo dice).
Eso nos remite a sólo un problema: que Vespasiano fue el noveno emperador, no el onceavo (tal y como Daniel 7 lo dice). A menos que el autor de Daniel 7 haya contado de otro modo.
¿Es posible? Sí, y no resulta nada difícil reconstruirlo. Simplemente, tómese en cuenta que cuando César Augusto ascendió al poder, lo hizo como parte del último triunvirato romano, compartiendo la autoridad con Marco Antonio y Lépido.
Desde nuestra perspectiva histórica, el Imperio Romano empezó como tal tras las derrotas de Lépido y Marco Antonio, que permitieron a Augusto controlar todo el ejercicio del poder. Pero esa es nuestra perspectiva. No podemos cerrarnos a la posibilidad de que el autor de Daniel 7 estuviera considerando que Lépido y Marco Antonio también fueron gobernantes de la maquinaria imperial romana.
Si así fue, es perfectamente lógico que haya considerado que Galba, Otón y Vitelio fueron los cuernos ocho, nueve y diez, respectivamente, que fueron cortados para que el onceavo, Vespasiano, se levantara como líder de la bestia que estaba enfrentando a los ejércitos judíos.
De cualquier modo, esta explicación es más verosímil, por donde se le quiera ver, a la que sostiene que Daniel 7 habla de Antíoco IV Epífanes. Para sustentar ello, hay que pasar por alto las similitudes estructurales que comparten dos de las bestias de Daniel 7 con las bestias de Daniel 8, hacer cuentas muy extrañas para que ocho sea igual a once (me refiero a los cuernos), y considerar que de los tres personajes definidos por Daniel como reyes sirios, dos no fueron reyes y el que sí lo fue no fue sirio.
En cambio, para asumir que Daniel 7 no habla de Antíoco IV Epífanes, sino de Vespasiano, sólo tenemos que aceptar que el autor consideró que Lépido y Marco Antonio contaban como emperadores romanos.
El panorama resultante es este: en 164, justo después de la muerte de Antíoco IV Epífanes, se escribió la versión original del libro de Daniel. Casi dos siglos y medio después, durante la guerra contra Roma, se escribieron una serie de anexos para actualizar el contenido del libro. El más identificable, por su referencia hacia Vespasiano, es Daniel 7. Por sus similitudes estructurales con este capítulo, podemos suponer que otros dos capítulos de la versión conocida de Daniel también fueron escritos en esta época: los capítulos 2 y 9 (por lo menos, los versículo 24-27), mismos que revisaremos en el siguiente artículo.
Ahora, sólo nos resta revisar una última objeción contra esta posibilidad: la datación por Carbono 14 y por Espectométrica.

Entre los Rollos del Mar Muerto se han recuperado fragmentos de varias copias (sería difícil determinar cuántas son) de Daniel, que incluyen pedazos de todos los capítulos del libro. La revisión por medio del Carbono 14, confirmada después por la Espectométrica, señala que los documentos son de finales del siglo II AC.
Lo que estamos diciendo es que también los fragmentos del capítulo 7 (y sus paralelos en 2 y 9) datan del siglo II AC.
Pero hablan de Vespasiano (no se ha podido encontrar que los textos recuperados en Qumram difieran sustancialmente de la versión que tenemos en la Biblia), que apareció en escena doscientos años después.
Aparentemente, nos quedan sólo tres opciones: asumir que el Carbono 14 y la Espectometría son inexactas; o bien admitir que Daniel 7 no habla de Vespasiano, sino de Antíoco IV Epífanes, pese a que —seguramente por mera casualidad— la descripción coincide mejor con Vespasiano que con Antíoco IV Epífanes; o, finalmente, sospechar que un autor del siglo II AC logró profetizar con bastante exactitud el perfil de Vespasiano (algo bastante ocioso e inútil; al caso, mejor hubiera profetizado el perfil del Anticristo).
Es obvio que los adherentes a la Crítica Bíblica admiten como única posibilidad lógica descartar a Vespasiano como tema de este capítulo, y proceder a hacer todos los ajustes necesarios (por forzados que sean) para identificar a Antíoco IV como el último cuerno de Daniel 7.
Pero hay otra posibilidad, que —extrañamente— siempre es pasada por alto, pese a que es una de las más lógicas (a mi gusto, la más lógica): Daniel es un texto pseudo-epígrafo. En eso estamos de acuerdo. Entonces, tan simple como asumir que estos capítulos (2, 7 y 9), son algo muy frecuente en la pseudo-epigrafía tardía.
Falsificaciones.
Y volvemos al proceso metodológico de la pseudo-epigrafía: no era tan simple como agarrar pergamino y tinta, escribir y luego salir diciendo que el libro era de Daniel. Había, por lo menos, que intentar ser convincente.
No es tan difícil como idea (claro, sí que lo es como proceso; se requería ser un verdadero especialista): se toma un pergamino antiguo (digamos, de unos cien o doscientos años de antigüedad), se raspa, se cortan los márgenes y se hace una nueva copia de Daniel, incluyendo los capítulos recientemente manufacturados. Por supuesto, haciendo uso de la caligrafía antigua para que el texto soporte el análisis grafológico.
No es que el Carbono 14 y la Espectometría fallen. Es algo más prosaico: ambos métodos están basados en el análisis de los restos fósiles de Carbono. Son bastante exactos, sin duda, pero lo que nos permiten es saber cuando vivió la vaca, no cuando se elaboró el documento. La antigüedad corroborada por la datación tiene que ver con el material como tal, no con el documento como proceso. Si yo escribo un documento en un pergamino de 100 años de antigüedad, el Carbono 14 me va a dar la datación del pergamino, no del documento.
Suponer que documento y material tienen la misma antigüedad es pasar por alto la posibilidad de una falsificación profesional.
Y una cosa es segura: entre los Esenios apocalipticistas de los siglos II y I AC hubo falsificadores profesionales.
Tan buenos, que dos mil años después sus textos siguen pareciendo una alteración de las leyes de la naturaleza: son del siglo II AC, pero hablan de acontecimientos del siglo I DC.
Bueno, de eso se trataba. Justamente.
Mis respetos a los Fariseos, que no se dejaron llevar por la finta. Cierto: incluyeron a Daniel como texto bíblico, pero no como profeta (sin duda, con objetivos muy diferentes a los que tenían los Esenios, tema del cual hablaremos más adelante).
En la siguiente nota, revisaremos brevemente el caso de Daniel 2, para luego avocarnos al de Daniel 9.24-27, que es uno de los pasajes más interesantes de todo el libro: la profecía de las Setenta Semanas. Uno de los mejores ejemplos de los problemas que propone Daniel a los estudiosos modernos: por un lado los cristianos fundamentalistas, forzando y manipulando sus sumas y restas para llegar a Jesús de Nazareth. Por el otro, a los partidarios de la Crítica Bíblica, haciendo exactamente lo mismo para llegar a los años de la Guerra Macabea.
Un pasaje soberbio y enigmático, sin duda.

febrero 22, 2009

Primer Tema: DATACIÓN DEL LIBRO DE DANIEL

La perspectiva tradicional es que Daniel fue un profeta del siglo VI AC, cuya historia se cuenta en los capítulos 1-6 del libro que lleva su nombre. La recopilación de sus profecías (el libro como tal) habría sido integrada poco antes o poco después de morir.
La Crítica Bíblica ha rechazado esa posibilidad debido a las fuertes inexactitudes históricas presentes en el libro (no se puede confiar en las predicciones a futuro de alguien que no se da cuenta de su presente). La alternativa sugerida es que el libro de Daniel cobró su forma definitiva hacia mediados del siglo II AC, a partir de una serie de relatos sin duda más antiguos (los capítulos 1-6 del libro), a los que se sumaron una serie de “predicciones” redactadas durante la Guerra Macabea.
¿Cómo se sabe eso? Muy simple: las predicciones apuntan hacia la Guerra Macabea.
Suponer que Daniel fue un profeta que recibió de parte de D-os el anuncio de lo que iba a acontecer en un futuro muy lejano (ya han pasado 2,550 años por lo menos), pero que —extrañamente— la referencia para dichos anuncios fuera la Guerra Macabea, no tiene mucho sentido. Lo más lógico es que si el libro evidencia un interés marcado por esa guerra, es seguramente porque sus autores estuvieron involucrados en ella.
En consecuencia, la mayoría de los defensores de la Crítica Bíblica no acepta que el libro de Daniel tenga referencias posteriores al año 164 AC.
Esta es una postura que vamos a cuestionar más adelante, pero por el momento vamos a asumirla como punto de partida para revisar a qué nos referimos con “errores históricos” en Daniel, mismos que descartan que sea un texto del siglo VI AC. Son, principalmente, dos los puntos alrededor de los cuales giran todas las inexactitudes del libro.

1. Darío el Medo.

Este personaje es mencionado como el emperador medo bajo el cual cayó Babilonia. Son tres los pasajes que lo mencionan explícitamente: Daniel 5.30-31, todo el capítulo 6 y 9.1-2 (este último pasaje, además, nos ofrece una referencia genealógica al decirnos que fue hijo de Asuero o Ajashverosh).
El problema es simple: Darío el Medo no existió.
La tentación inicial es a confundirlo con Darío el Grande, pero no es difícil rechazar esta idea.
El dato histórico simple es que en 539 AC el poderío babilónico se derrumbó ante el avance del Imperio Medo-Persa, dirigido entonces por Ciro el Grande. Este último emperador es mencionado por Daniel, explícitamente como sucesor de Darío (Daniel 6.28). Ciro asumió el poder del Imperio Aqueménida en 559 AC, y veinte años después logró la conquista de Babilonia. Murió en 528 AC, heredando el trono a Cambisés II, que gobernó hasta 521 AC, cuando el Imperio se vio envuelto en una serie crisis política, que terminó por provocar un cambio en la dinastía real: los persas perdieron el poder, que quedó bajo control de los medos por medio de una nueva dinastía, iniciada por Darío el Grande, hijo de Histaspes, sátrapa de Partia, y que gobernó hasta 485 AC.
Fue Ciro quien extendió el decreto mediante el cual los judíos pudieron reconstruirse como nación (Esdras 1.1). En consecuencia, todo el capítulo 9 de Daniel está planteado erróneamente, ya que menciona que fue al inicio del gobierno de Darío el Medo que se cumplió el tiempo profetizado por Jeremías (Daniel 9.2).
Se han hecho muchos intentos —infructuosos, hay que decirlo— por justificar el error en el libro de Daniel. Frecuentemente, se intenta asociar a Darío el Medo con Gaubarus (también llamado Gobrías), general persa y factible pariente de Ciro, que tuvo a su cargo la toma de Babilonia. Sin embargo, no existe una sola prueba de que se pueda identificar a Gaubarus con Darío, por no agregar el hecho de que aquel fue persa, y este —se supone— medo.
Además está el detalle genealógico. Daniel dice que fue hijo de Ajashverosh, nombre que suele ser transliterado como Asuero, pero que equivale a Jerjes, si nos basamos en el libro de Esther. Pero hay un problema: Jerjes reinó de 486 a 465 AC, medio siglo después de los acontecimientos que atañen al libro de Daniel. Por ello, los traductores suelen asumir que Ajashverosh, en Daniel, se refiere a Artajerjes.
Aquí se completa el panorama para no poder identificar a Darío el Medo con Darío el Grande que, como ya mencionamos, fue hijo de un sátrapa llamado Histaspes.
El asunto no es, en realidad, complicado. Si tomamos en cuenta que Daniel 9.2 refiere que en el primer año de reinado de Darío se cumplió el tiempo que Israel debía estar en el exilio, basta con asumir que el autor confundió a Ciro el Grande con Darío el Grande (lo cual puede justificarse si consideramos que el autor fue un judío escribiendo cuatro siglos después; si suponemos que el autor era contemporáneo, el error es injustificable). Entonces, en Daniel 6.28 sólo habría que cambiar el orden: Daniel prosperó primero en el reinado de Ciro, y luego en el de Darío.
Confusión. Eso es todo. El autor de Daniel, cuatro siglos después, no tuvo a la mano la información correcta (algo totalmente lógico si tomamos en cuenta la época y que, además, estaba inmerso en una guerra). Esta idea se refuerza (me atrevo a decir incluso que se comprueba) con el dato de que Darío fue hijo de Artajerjes: efectivamente, un Darío tuvo un padre con ese nombre, sólo que fue Darío II, y su padre fue Artajerjes I. Este Darío II gobernó de 423 a 404 AC, un siglo después de Darío I.
¿Cómo se puede confundir a dos personajes que vivieron con un siglo de diferencia? Siendo un profeta contemporáneo del primero no, en definitiva (no es el modo en que los profetas anuncian el futuro). Siendo un autor separado por cuatro siglos de uno y dos y medio del otro, más bien.

2. El rey Belsasar.

Este error es peor. Daniel 5 se refiere a Belsasar como rey de Babilonia, e incluso menciona que fue hijo de Nabucodonosor (versículo 2). El único pasaje que habla de él menciona el célebre episodio de la mano que apareció escribiendo en la pared su sentencia de muerte, misma que se verificó esa noche cuando los medos, al mando de Darío, tomaron Babilonia.
Son varios los errores aquí implícitos: no hubo un rey babilónico llamado Belsasar, no hubo un rey muerto la noche que Babilonia cayó, y ni siquiera hubo batalla de por medio para tomar Babilonia.
En 539 AC, la suerte del Imperio Babilónico quedó decidida en la batalla de Opis. Después de una gran victoria, los persas tomaron Babilonia sin oposición alguna, y depusieron al emperador Nabónido, que gobernaba desde 556 AC. Sus antecesores fueron Amel-marduk (562-560 AC), Neriglisar (559-556 AC) y Labashi-Marduk (556), mismos que son totalmente ignorados por el libro de Daniel.
Se ha intentado justificar este error apelando a que entre 549 y 545 AC, Nabónido se estableció en la ciudad de Taima, dejando el gobierno de la capital a su hijo Belsasar. Sin embargo, es un hecho que en 539 AC (cuando ocurrió la toma de Babilonia), Nabónido estaba funcionando como emperador en la capital de su Imperio, y que, ante la falta de alternativas, no tuvo más opción que ceder el gobierno a Ciro el Grande.
Por cierto: Ciro ni siquiera estuvo presente en la toma de Babilonia, que —como ya se mencionó— estuvo a cargo de Gaubarus, su general.
Resumiendo, Daniel 5 da por hecho que tras Nabucodonosor, el trono lo ocupó Belsasar, que murió durante la toma de Babilonia en 539 AC, misma que fue hecha por los ejércitos de Darío el Medo, hijo de Artajerjes.
La realidad histórica comprobada de sobra es que después de Nabucodonosor hubo otros cuatro emperadores babilónicos, ninguno de los cuales fue Belsasar, y el colapso del Imperio fue en una batalla que no aconteció en Babilonia, al punto que la capital cayó sin combate de por medio, en manos de un general llamado Gobrías, hombre de toda la confianza de Ciro el Grande, emperador de los persas.
No hay que darle muchas vueltas al asunto: toda la información histórica en Daniel está al revés. No hay que deducir demasiado: el autor no fue un profeta del siglo VI AC, sino uno del siglo II AC, que no tuvo a su disposición la información correcta, razón por la cual cometió esta serie de errores.
Queda descartada, en consecuencia, la perspectiva tradicional sobre la datación del libro.

La segunda parte del libro, que es en donde se concentran las visiones, enfoca de un modo muy especial la época de la guerra Macabea (167-158 AC). Especial importancia revisten en ese aspecto los capítulos 8, 10 y 11 del libro, que incluso le dedican una descripción muy extensa al personaje que se puede identificar sin problemas con Antíoco IV Epífanes (salvo para los que lo quieren identificar como el Anticristo): Daniel 8.23-25 y 11.21-45 son muy prolijos en detalles respecto a este gran enemigo de los judíos. Al final de ambos relatos, se da por hecho su derrota y muerte, por lo que es muy probable que ambos pasajes hayan sido escritos en 164 AC, poco después de la muerte de Antíoco IV. Justamente, el hecho de que el mensaje del libro gire en torno a que después de la caída de este terrible personaje vendría el Reino Mesiánico, nos hace suponer con un alto grado de posibilidades de acierto, que el libro fue elaborado ese mismo año o al siguiente, antes de que los acontecimientos tomaran un rumbo muy diferente al esperado.
Vale la pena revisar el asunto del Anticristo.
Para muchos cristianos de línea fundamentalista, estos pasajes de Daniel 8 y 11 se refieren al Anticristo. ¿De dónde sacan la idea? Es simple: es evidente que ambos pasajes se refieren a la misma persona; y Daniel 8.25 da por hecho que será derrotado por el “Príncipe de los príncipes”, a quienes los cristianos no tardan en identificar con Jesús mismo. Si a eso añadimos que 8.17 dice explícitamente que la visión es para “los tiempos del fin”, no debe quedar ninguna duda.
Pero hay un problema: Daniel 8 es muy claro respecto a que el personaje en cuestión es un “cuerno” que surge de otro “cuerno” (8.9), mismo que había surgido junto con otros tres “cuernos” tras la fractura de un “cuerno” original. Para que quede claro: tras un cuerno que se rompe, surgen otros cuatro cuernos; en uno de estos últimos, surge el cuerno final, descrito como el enemigo de los judíos (o el Anticristo, según algunos).
No tiene lógica: hasta donde estoy enterado, el Anticristo todavía no aparece. Por lo mismo, es imposible asumir que tenga algo que ver con el Imperio Seléucida, que colapsó frente al poderío romano en 64 AC.
Daniel 8 es bien explícito en sus predicciones: el cuerno que se quiebra es el rey de Grecia (versículo 21). No hay problemas en identificarlo con Alejandro Magno, cuyo imperio fue heredado por cuatro generales tras su prematura muerte. Esos son los cuatro cuernos mencionados por el versículo 22. De uno de esos cuernos surge el cuerno final. No hay problemas para identificar al Imperio Seléucida como uno de los cuatro cuernos, y es obvio, entonces, que el cuerno pequeño es un gobernante del Imperio Seléucida.
Suponer que se trata del Anticristo nos obliga a hacer un salto elíptico de dimensiones exorbitantes. Claro, eso es justo lo que me han explicado varios fundamentalistas: “hasta aquí habla de los Sirios Seléucidas, a partir de aquí habla del Anticristo”.
¿Por qué? Imposible saberlo.
No tiene pies ni cabeza, especialmente si imaginamos a D-os anunciando la llegada del Anticristo, y usando como referencia al Imperio Seléucida, que ni siquiera fue el más importante de los reinos que tuvieran que convivir con el pueblo judío en la antigüedad. Al caso, hubiera sido un poco más exacto mencionar al Imperio Inglés, o al régimen soviético, o al imperialismo económico estadounidense.
La objeción de los fundamentalistas es obvia: allí dice (8.17) que la visión es para los tiempos del fin. No admitir que el “cuerno pequeño” es el Anticristo, implica que la profecía falló.
Exactamente. Eso es lo que cualquier mente fría y lógica deduciría con una breve reflexión. Los únicos, en esa época, que optaron por desarrollar una complicada explicación para demostrar que no había fallado, fueron los que siguieron con la línea del profetismo radical, mismos que unos años después (acaso menos de diez) consolidaron el movimiento Esenio.
Con Daniel 11 el caso es igual. Ningún fundamentalista tiene dudas respecto a que, desde el capítulo 10, se viene hablando de los reinos de Egipto y Siria (reino del sur y reino del norte, respectivamente). Hasta el capítulo 11.20 se ofrece un resumen muy detallado de las complejas relaciones que hubo entre las dinastías Ptolomea y Seléucida desde la muerte de Alejandro Magno y durante un siglo y medio. Luego, repentinamente, hay un brinco de 2,175 años (si el Anticristo apareciera en este 2009; si no, habrá que seguir sumando) entre el versículo 20 y el 21, y la descripción continúa, en realidad, con el Anticristo.
Sobra decir que estamos frente a un modo arbitrario y sin sentido de leer el texto. Siguiendo esas reglas (o más bien, esas no-reglas), es imposible pretender que cualquier lectura tenga sentido. Especialmente si hablamos de cronología.
El asunto es más simple y prosaico de lo que los amantes del sensacionalismo profético quieren admitir: los autores de Daniel esperaban que con la guerra Macabea llegara el Tiempo del Fin. No quisieron admitir el error total del concepto, y durante los siguientes dos siglos y medio se dedicaron a reinterpretar una y otra vez su profecía, sin éxito.
Dos mil años después, los modernos fundamentalistas siguen haciendo exactamente lo mismo, igualmente sin éxito.

Resumiendo: la evidencia interna del libro de Daniel nos da dos datos claros sobre sus autores: en primer lugar, no estaban muy enterados de los acontecimientos exactos del siglo VI AC, y confundieron a varios personajes, inventaron guerras y mezclaron genealogías. Por lo tanto, se deduce que ninguno vivió en el siglo VI AC. En segundo lugar, el meollo de sus discursos proféticos se centraba en la guerra Macabea, y las referencias sobre Antíoco IV Epífanes incluyen su muerte, acaecida en 164 AC. Dado que no se menciona el siguiente período de guerra (162-160 AC), se deduce que el texto original de Daniel fue elaborado entre 164 y 162 AC. Podemos ser más precisos aún, si tomamos en cuenta que los autores esperaban que la derrota de Antíoco IV fuera el primer evento de los Tiempos del Fin. Por ello, podemos suponer que el texto, en su forma original, fue completado apenas unos pocos meses después —por lo máximo— de la muerte del rey Seléucida.
Queda, en consecuencia, el año 164 AC como el más factible para la elaboración de la versión original del libro de Daniel.
Pero ¿por qué decimos “original”? Porque es evidente que estamos ante una versión retocada.

Empecemos por una objeción que suelen poner los fundamentalistas: no todo el meollo del libro de Daniel se centra en la guerra Macabea. Hay, por lo menos, dos pasajes que hablan explícitamente del Imperio Romano: los capítulos 2 y 7.
La lógica es simple: allí se habla de cuatro imperios por venir (en Daniel 2, identificados con las cuatro secciones de una estatua soñada por Nabucodonosor; en Daniel 7, por cuatro bestias), que son Babilonia, Media-Persia, Grecia-Siria y Roma.
Ante esta postura, la Crítica Bíblica contesta tajantemente que no: los cuatro imperios empiezan con Babilonia, pero terminan con la Siria Seléucida. El problema viene a la hora de identificar a los Imperios: se ha sugerido que son Babilonia, Lidia, Media-Persia y Grecia-Siria, o que son Babilonia, Persia, Media (separados), Grecia-Siria, o que son Babilonia, Media-Persia, Grecia (Macedonia) y Siria (separada de Grecia).
Curiosamente, en este punto le doy la razón a los fundamentalistas: la cuarta bestia es, y sólo puede ser, Roma.
En la siguiente nota analizaremos por qué es imposible identificar a la cuarta bestia (o la cuarta sección de la estatua de Nabucodonosor) con la Siria Seléucida.
Más aún: analizaremos también por qué aunque la identificación del imperio (Roma) es correcta, la interpretación de los cristianos fundamentalistas no funciona. En cambio, lo que estos pasajes nos muestran es que durante la guerra contra Roma (66-73 DC), se le hicieron, por lo menos, tres importantes añadidos al libro de Daniel, originalmente elaborado en 164 AC, a partir de una serie de relatos tradicionales bastante más antiguos (capítulos 1-6), más los textos que se escribieron durante la brutal guerra Macabea.

TERCER ASUNTO: EL LIBRO DE DANIEL

El libro de Daniel merece una sección aparte, justo porque es el punto en el que confluyen muchas de las controversias sobre la Apocalíptica.
Es lógico: en un extremo, están los que ven en Daniel un texto inspirado por D-os que habla sobre lo que ha de venir. Desde el otro, los que sostienen las opiniones de la Crítica Bíblica.
Por esas razones, alrededor de Daniel —más que en Enok, y por mucho— se da una fuerte discusión sobre todos sus aspectos: historicidad, datación, significado, cumplimiento.
Ya hemos dejado claro que el punto de vista imperante en este trabajo es el de la Crítica Bíblica. En consecuencia, en estos artículos se asume que no existió un profeta llamado Daniel en el siglo VI AC que dejara por escrito el libro que lleva su nombre.
En el artículo dedicado a la datación de Daniel expondremos las razones para considerar insostenibles los criterios tradicionales sobre este texto.
Pero hay varios puntos en donde estoy en desacuerdo con la Crítica Bíblica, debido a que me parece que se asume el asunto con una postura, sorprendentemente, dogmática.
Hasta el punto anterior, me he dedicado a repetir conceptos que ya han sido planteados por muchos y excelentes investigadores, sin proponer nada original, salvo algunas apreciaciones.
Es a partir de esta sección dedicada a Daniel que voy a empezar a exponer puntos de vista originales, mismos que se van a ir haciendo cada vez más frecuentes, especialmente en lo referente a la apocalíptica en el Nuevo Testamento. Cuando lleguemos a la sección dedicada a reconstruir históricamente a Jesús de Nazareth, los conceptos allí vertidos serán, casi en su totalidad, míos.
El plan a seguir es el siguiente:
1. Analizar el libro de Daniel. Esto implica disertar sobre su datación, sus principales visiones (capítulos 7, 8 y 9), retomar el asunto de la adaptabilidad de conceptos en la apocalíptica, así como el análisis de elementos paradigmáticos en el esquema profético de Daniel. Finalmente, una propuesta sobre cómo pudo haber sido el proceso de elaboración de este libro.
2. Tomando esto como punto de partida, hacer una revisión rápida de la Literatura Apocalíptica Cristiana, justamente para marcar las diferencias con los elementos de Daniel, y mostrar por qué no podemos llamar “apocalípticos” a estos libros.
3. Una vez aclarado el tema anterior, procederemos a analizar los textos apocalípticos del Nuevo Testamento, empezando por el Apocalipsis de Juan. Esta parte nos va a ofrecer una primera perspectiva del complejo panorama estructural del Nuevo Testamento, básico para poder entender el perfil histórico de Jesús de Nazareth, así como para poder visualizar uno de los rumbos que, en su inicio, tuvo la teología cristiana.
4. Luego procederemos a analizar otras secciones apocalípticas del Nuevo Testamento, entre las cuales tendrá una especial atención el tema de los Evangelios Sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas). Esa sección incluirá la propuesta de cómo debemos enfocar el proceso mediante el cual se elaboraron, y un acercamiento a cómo pudo haber sido el texto original. Todo ello incluye una crítica al tema del Evangelio Q, así como un análisis de todas las fuentes que fueron usadas para la construcción del Jesús del Nuevo Testamento.
5. Una vez logrado esto, podemos proceder a reconstruir a Jesús de Nazareth y varios de sus aspectos. Los principales serán su vida, su ministerio, sus enseñanzas y sus seguidores. Concluido ello, podremos exponer una óptica original sobre la situación del judaísmo en el siglo I DC, así como sobre el modo en el que se construyó el cristianismo, analizando sus tendencias iniciales y cómo estas confluyeron en el Concilio de Nicea en 325.
6. Finalmente, propondremos una posible anécdota biográfica sobre Jesús, basada en todos los temas analizados.

Sexto Tema: ESENIOS, QUMRAM Y EL MAR MUERTO

La mayor fuente de conocimiento que tenemos de la Literatura Apocalíptica proviene de los Rollos del Mar Muerto, mismos que están considerados como el patrimonio literario heredado por la comunidad de Qumram.
Los únicos textos apocalípticos que se conocían eran aquellos que habían sido conservados por las iglesias cristianas, especialmente en oriente (como el caso de Enok y la Iglesia Copta Etíope). Sin embargo, representan un porcentaje muy reducido de ese complejo universo que es la apocalíptica.
Hasta este momento, nos hemos referido permanentemente a este tipo de libros como literatura esenia, y es momento de hacer algunas aclaraciones al respecto.
Ciertamente, existen fuertes controversias académicas respecto al vínculo entre Esenios y Qumram, pero la tendencia más generalizada es a admitir que dicho vínculo es el modo más simple de entender el fenómeno.
El argumento más serio para suponer que los habitantes de Qumram pudieran haber sido un grupo diferente al esenio se basa en Flavio Josefo y la descripción que hizo de esta secta judía. Según la misma, es muy difícil imaginar que los Esenios hubieran sido aguerridos nacionalistas involucrados en un complot contra Roma (perfil indiscutible de los autores de los Rollos del Mar Muerto). Por el contrario, parecen pacíficos, o por lo menos tranquilos, más preocupados por la pureza de su radical modo de vida que por la política.
Pero hay dos puntos que objetar a esta idea.
El primero es que es un hecho que no tenemos los textos de Flavio Josefo en su forma original, sino los conservados por la Iglesia. Y es definitivo que fueron alterados. De todos modos, esto no resulta tan importante en el sentido de que, si la Iglesia alteró a Flavio Josefo, es poco probable que le haya puesto mucha atención al asunto esenio.
En realidad, el punto más destacado es el segundo: es un hecho que Flavio Josefo fue tendencioso en sus narraciones. Es lógico: Flavio Josefo fue un general judío de la revuelta contra Roma. De hecho, fue capturado por las tropas de Vespasiano tras el sitio a la ciudad de Jotapata, en 68 DC. Josefo había escapado junto con los líderes de la resistencia, que optaron por morir. Echaron suertes, y correspondió a Josefo dar muerte a los demás, para luego suicidarse él mismo. Cosa que no hizo, optando mejor por entregarse.
Según la propia crónica de Josefo, su profecía respecto a que Vespasiano habría de ser el siguiente emperador (cosa que se cumplió) le salvó la vida. Y no sólo eso: le hizo uno de los personajes consentidos de Vespasiano, por lo que pudo establecerse en Roma y continuar apaciblemente su existencia hasta finales del siglo I o principios del siglo II.
Todos los libros que escribió fueron para un público romano. Por lo mismo, podemos definirlos como “ligeros” en su contenido. Los judíos no son presentados como un pueblo obstinado y rebelde, y las legiones romanas no son responsabilizadas por la devastación.
¿Por qué Josefo habría tenido que matizar el perfil de los Esenios? Muy seguramente, porque él mismo lo fue.
Aunque Josefo se identifica como partidario de los Fariseos (que, por cierto, fueron los que no se involucraron a fondo en la revuelta), es bien sabido que perteneció a la Casta Sacerdotal. Por lo tanto, es muy probable que desde su infancia haya tenido acceso al medio Esenio, toda vez que el liderazgo de dicha secta estaba a cargo de sacerdotes.
Más aún: Josefo menciona haber sido educado por un Esenio, y eso es lo más sugerente, ya que los Esenios no se dedicaban a la instrucción de cualquiera. Incluso, un requisito para ingresar a la secta era el solemne juramento de que se conservarían en secreto las doctrinas esenias.
Resulta lógico suponer, en consecuencia, que para evitarse suspicacias, Josefo pintara un panorama parcial y cómodo de todo lo que tenía que ver con su pasado. No le convenía, definitivamente, hablar de su educación y militancia en una secta que creía en el definitivo colapso de Roma.
Gracias a ello, la descripción más completa que tenemos de los Esenios no menciona los vínculos que estos tuvieron con la revuelta, salvo por la referencia a que uno de los jefes militares judíos fue un Juan el Esenio.
De todos modos, no es difícil rearmar el rompecabezas. Veamos dos datos fuera de toda duda:
1. Flavio Josefo, además de Plinio y Filón, ubican la zona aledaña al Mar Muerto como el lugar en donde establecieron sus comunidades los Esenios.
2. Los únicos vestigios de zonas habitadas en ese lugar que se han recuperado son Qumram y las poblaciones relacionadas con dicho monasterio, como Ayin Feshja.
A partir de estos dos datos, lo más fácil es suponer que los Esenios fueron los habitantes de Qumram y sus zonas aledañas.
Como punto aparte, está el vínculo entre los Rollos del Mar Muerto y Qumram. Aunque dicho vínculo ha sido cuestionado por algunos académicos, es más fácil suponer que el vínculo es real, toda vez que la cueva más cercana a Qumram en la que se hayan encontrado restos de textos antiguos, está apenas a 15 metros del monasterio.
En consecuencia, lo más fácil es suponer que Qumram fue el lugar en donde se produjeron o concentraron los llamados Rollos del Mar Muerto, y que los habitantes de ese lugar fueron Esenios.
En este punto, sigo la lógica de Frank M. Cross, una de las más destacadas autoridades en la materia: “El estudioso que recomienda ser prudente al identificar la secta de Qumram con los Esenios se sitúa en una posición sorprendente: tiene que proponer con argumentos fundamentados la hipótesis de que dos grupos importantes formaron colectividades religiosas de tipo comunitario en la misma región del desierto del Mar Muerto y vivieron efectivamente juntas durante dos siglos, sosteniendo ideas semejantes y extrañas, realizando ritos de purificación, comidas rituales y ceremonias semejantes o más bien idénticas. Tiene que suponer que uno de esos grupos (los Esenios), cuidadosamente descrito por lo autores clásicos, desapareció sin dejar restos de construcciones y ni siquiera fragmentos de cerámica; el otro (los habitantes de Qumram), sistemáticamente ignorado por las fuentes clásicas, dejó extensas ruinas e incluso una gran biblioteca. Prefiero ser imprudente e identificar directamente a los hombres de Qumram con sus huéspedes de siempre, los Esenios” (citado por James Vanderkam en La Comunidad de los Manuscritos del Mar Muerto: ¿Esenios o Saduceos?, publicado en Understanding the Dead Sea Scrolls, Herschel Shanks, compilador; Paidós 1992; traducciones de Ramón Alfonso Díez Aragón y María del Carmen Blanco Moreno).
Resta sólo mencionar una vez más que el vínculo entre Apocalíptica y Qumram (y, por lo tanto, Esenios) es un hecho definitivo. Si nos atenemos a las fuentes judías, es obvio que toda la Literatura Apocalíptica está relacionada con Qumram. El único texto de este perfil que fue incorporado al universo literario de los Fariseos fue Daniel, aunque no como libro profético. De cualquier modo, en Qumram se ha recuperado evidencia que corrobora que Daniel fue un personaje de capital importancia para los Esenios, y del que se conoció mucho más material del que está presente en el libro integrado a la Biblia Hebrea.
Tiene lógica: la apocalíptica implica una perspectiva muy radical de la escatología, y es totalmente contraria a los postulados del Talmud, compilación en la que se expone el punto de vista de los Fariseos.
Es altamente probable que, en círculos populares, las ideas de unos y otros pudieran mezclarse sin mucho reparo. Pero lo que tenemos en las manos no son vestigios producidos en medios populares, sino documentos elaborados por gente culta e integrada al liderazgo de sus respectivas tendencias. El Talmud no fue escrito por los judíos comunes, sino por los líderes de la tradición Farisea-Rabínica. Del mismo modo, la Literatura Apocalíptica no fue elaborada por los judíos de la calle, sino por los líderes del movimiento Esenio.
No toda la literatura de Qumram es apocalíptica, pero una cosa es indiscutible: está fuertemente impregnada de apocalipticisismo. Aún sus textos normativos evidencian que ese grupo estaba profundamente convencido de ser la última generación de la Historia, y cada actividad estaba organizada en función de su perspectiva de que todo estaba a punto de llegar a su fin.
Se puede decir que, hasta el momento, no se han recuperado vestigios de que otro grupo del judaísmo tuviera perspectivas apocalípticas (que no hay que confundir con perspectivas escatológicas, porque los Fariseos las tuvieron, aunque muy diferentes a las que tuvieron los Esenios, y, naturalmente, a las que aparecen en la apocalíptica). En consecuencia, lo más simple es asumir que la apocalíptica fue un estilo característico de los Esenios, que tuvieron en Qumram uno de sus principales centros de actividades (acaso el mayor). Sin embargo, hay que hacer una aclaración al respecto: cuando estudiamos la evidencia documental (Rollos del Mar Muerto, Nuevo Testamento o Talmud), estamos frente a lo escrito por los liderazgos de los diferentes grupos. Por ello, para ser precisos hay que decir que no hay evidencias de que otro liderazgo judío, salvo el Esenio-Qumranita, haya mantenido las posturas apocalípticas radicales que hallamos en los Rollos del Mar Muerto y otros textos.
Resulta imposible reconstruir las dinámicas populares, en las que se podían fusionar ideas provenientes de unos y otros. Pero, aún en ese caso, estaríamos hablando del contexto en el que tuvo más influencia el fariseísmo (el ambiente popular). Es muy dudoso que la gente perteneciente a un movimiento extremo como los Esenios-Qumranitas se haya desenvuelto en la ambigüedad ideológica, ya que esa es una característica de los movimientos sectarios (un fuerte adoctrinamiento de sus miembros).
En resumen, al hablar de apocalipticismo nos referimos a una convicción propia de los Esenios-Qumranitas, y con ello nos referimos a todos. Es factible que algunas de estas ideas hayan encontrado espacio entre gente del vulgo, pero también es un hecho que los líderes espirituales populares, fariseos, no incorporaron a su perspectiva el radicalismo de la Apocalíptica.
Queda pendiente la discusión respecto a si los qumranitas fueron sólo una rama radical o una facción representativa del movimiento Esenio. Dicho de otro modo: si todos los Esenios eran según el molde de Qumram, o sólo un grupo radicalizado. No vamos a tocar ese punto, por resultar innecesario para los objetivos de este texto. Fueran una expresión extrema del movimiento Esenio, o fueran Esenios típicos, basta con dejar claro que fueron quienes cultivaron la actitud y la Literatura Apocalíptica, y la llevaron hasta sus últimas consecuencias.

Los textos más representativos del género apocalíptico los podemos dividir en tres grandes bloques. El primero es el recuperado por la Biblia Hebrea, e incluye al libro de Joel, los capítulos 12-14 de Zacarías, y el libro de Daniel (estrictamente hablando, los textos de Joel y Zacarías son pre-apocalípticos).
Vale la pena asociar con estos textos al libro de Enok (I Enok, para diferenciarlo de los que se escribieron después), ya que fue considerado parte del canon bíblico por respetados autores de la iglesia primitiva, y todavía lo es por la Iglesia Copta Etíope.
El segundo bloque corresponde a los textos elaborados durante el período que circundó la guerra Macabea, y hasta las épocas de la guerra contra Roma (siglos II AC - I DC). Los textos más destacados de este período son Los Jubileos, El Martirio de Isaías, III Esdras, la Carta de Aristeas, la Oración de Manasés, los Salmos de Salomón, la Asunción de Moisés, II Enok (conocido también como Enok Eslavo) y IV Esdras.
Aparte, tenemos otros textos importantes como el Testamento de los Doce Patriarcas, un ciclo dedicado a Adán y Eva y un Apocalipsis de Abraham.
Vale la pena mencionar aparte dos textos recuperados entre los Rollos del Mar Muerto, que son obras apocalípticas monumentales de las cuales no teníamos ningún tipo de conocimiento previo: la Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas, y un texto dedicado a Melquisedec.
Otros dos textos esenios, aunque no apocalípticos, también recuperados en Qumram son la Regla de la Comunidad (que contiene fuertes implicaciones apocalípticas) y el Documento de Damasco (del que ya se conocía un fragmento identificado como Documento Zadokita).
Estrictamente hablando, el Apocalipsis de Juan debería ser considerado en el siguiente grupo (la Apocalíptica Cristiana o post-apocalíptica), pero sus similitudes de estilo están identificadas con los textos de este segundo grupo, lo que evidencia que los textos originales que sirvieron como base para el Apocalipsis de Juan pertenecen a esta etapa.
La tercera etapa, identificada con la apocalíptica en el cristianismo, abarca desde el siglo II DC en adelante, e incluye textos como El Pastor de Hermas y el Apocalipsis de Pedro.
Salvo el Apocalipsis de Juan, no hemos mencionado ninguno de los múltiples textos de carácter apocalíptico presentes en el Nuevo Testamento, ya que merecen atención aparte, misma que será incluida en una sección especial de artículos.

Quinto Tema: LA LITERATURA APOCALÍPTICA Y LA PSEUDO-EPIGRAFÍA

Ya se tocó el tema de la pseudo-epigrafía en relación al Profetismo Hebreo, a partir de las evidencias sobre secciones anexadas a diversos libros, como Isaías o Miqueas.
Ya se mencionó también que la Literatura Apocalíptica es, básicamente, pseudo-epígrafa, y que en ese sentido fue la culminación de ese hábito desarrollado por el Profetismo Hebreo desde las épocas del exilio en Babilonia (587-538 AC).
Es momento de detenernos a intentar reconstruir el proceso como tal, ya que sus repercusiones serán muy importantes, especialmente cuando empecemos con el análisis de Daniel.
Antes que nada, vamos a marcar una diferencia entre la pseudo-epigrafía hallada en los textos proféticos bíblicos y la que hallamos en la Apocalíptica: la cantidad.
Respecto a los textos proféticos de la Biblia, hablamos de algunas incorporaciones a Isaías, Miqueas, Sofonías, Zacarías, y tres versículos para Abdías. Proporcionalmente hablando no es mucho. En cambio, al hablar de la Literatura Apocalíptica estamos frente a un fenómeno totalmente diferente: prácticamente todo lo que conocemos es anónimo, y la mayor parte de las veces, pseudo-epígrafo (estamos hablando de decenas de textos).
Lo que aparentemente fue un hábito que podríamos definir como marginal, después de la Guerra Macabea se volvió una intensa práctica. Y eso nos obliga a visualizar el fenómeno de la pseudo-epigrafía desde dos perspectivas:
1. Sería injusto y exagerado decir que la pseudo-epigrafía en la Biblia Hebrea fue un caso de textos que, arbitrariamente, fueron atribuidos a otros autores. En realidad, es más factible que se hayan dado dos tipos de proceso: en el primero, una serie de materiales atribuidos (si con exactitud o no, es irrelevante) a un profeta, que al cabo de varios siglos fueron incorporados en un solo texto; en el segundo, que el texto en cuestión no fuera, necesariamente, el libro de profecías de una persona, sino una colección de textos proféticos vinculadas con la “escuela” fundada por un profeta (por lo menos, sería el caso de Isaías). Naturalmente, con el paso de los siglos la idea imperante sería que un solo autor (por ejemplo, Isaías) escribió todo lo que estaba integrado en el libro que lleva su nombre. Pero eso no significa que quienes integraron ese libro estuvieran pensando, exactamente, lo mismo. Entiéndase, entonces, que en el caso de la pseudo-epigrafía de los textos proféticos de la Biblia, estamos hablando de procesos, y no de atribuciones arbitrarias.
2. La naturaleza pseudo-epígrafa de la Apocalíptica nos obliga a considerar otra perspectiva. Aquí es imposible limitarnos a la idea de que sólo estaban editando material que se le atribuía a uno u otro profeta del pasado. Sin duda, hubo mucho de ello (como en Enok y Daniel), pero también es evidente que hubo mucha producción arbitrariamente pseudo-epigráfica. Dicho de otro modo: los autores se sentaron a elaborar textos completamente nuevos, y sin más ni más se encargaron de que fueran considerados antiguos. ¿Cómo lo sabemos? Simple: por ejemplo, todos los pasajes que hablan de la Guerra Macabea en Daniel, es obvio que no proceden de una tradición antigua, sino que fueron escritos durante la Guerra Macabea. Pero se le atribuyeron a Daniel, y es un hecho que desde esa misma época. Esto implica que sí hubo gente enterada de que el libro era reciente, pero que participó en la oficialización del texto como “libro antiguo”. Estamos en el otro extremo de la pseudo-epigrafía: la falsificación.
¿Por qué un grupo de líderes espirituales tiene que llegar al extremo de falsificar textos proféticos?
En primer lugar, debe tomarse en cuenta que la gente de hace veintidós siglos no operaba con nuestros modernos criterios respecto a la autoría. En segundo lugar, debe recordarse que estaban viviendo una situación extrema, inaudita. La Guerra Macabea fue algo brutal. En consecuencia, lo menos extraño es que se hayan dado prácticas extremas, especialmente para mantener el ánimo de un grupo de combatientes en un momento singularmente crítico.
Como veremos más adelante en las notas sobre Daniel, este texto debió elaborarse hacia 164 AC, justo cuando Antíoco IV Epífanes acababa de morir. Por lo tanto, la guerrilla judía tenía una opción real para ganar una guerra que, en un principio, era imposible. Con mayor razón, entonces, había que mantener vivo el ánimo y la esperanza de los combatientes. ¿De qué modo? Mostrando las profecías que anunciaban, desde cuatro siglos antes, la inminencia de la victoria.
Una cosa es segura: la estrategia funcionó. Los combatientes judíos siguieron hasta el final, y en un momento lograron detener los embates de Antíoco IV Epífanes, luego los de Báquides, y finalmente fueron conquistando cada vez más cosas: primero, el derecho a existir; luego, el permiso para ejercer libremente la religión judía; finalmente, la independencia total del Imperio Seléucida.
Es un hecho que no todo fue gracias a la Literatura Apocalíptica, pero también es un hecho que sin este tipo de libros circulando durante los momentos más críticos, los resultados no hubieran sido los mismos.
El boom que durante los siguientes dos siglos tuvo este género literario nos obliga a suponer que la práctica de falsificación pseudo-epigráfica fue bastante común.
Que quede claro que no estamos diciendo que sólo hubiera falsificaciones, descartando que la práctica de edición pseudo-epigráfica continuara, tal y como había sucedido siglos antes. Es lógico: si un escriba producía (falsificaba) un texto que luego atribuía a un autor del pasado, y tenía éxito en convencer a sus contemporáneos de esa atribución, las siguientes generaciones darían por hecho que el autor del libro en cuestión habría sido alguien muy anterior a su época. En consecuencia, todo lo que hicieran con ese texto ya no entraría en el rubro de “falsificación”, sino el de “edición”.
¿Tiene lógica hablar de “falsificaciones” en la Literatura Apocalíptica durante sus dos siglos y medio de evolución?
Sí, y mucha.
Veámoslo desde este punto de vista: el primer momento de la Apocalíptica fue producido durante la Guerra Macabea. El mensaje era complejo, pero alentador: D-os le daría la victoria a su pueblo, y luego se establecería el Reino Mesiánico (véase Daniel 8). Bien: los judíos ganaron esa guerra, pero el Reino Mesiánico no se estableció.
Si no se tomaban las medidas pertinentes, lo único que hubiera sucedido es que los textos proféticos que habían anunciado la victoria, pero también el Reino Mesiánico, quedarían en el desprestigio total. En consecuencia, era necesario “corregirlos”.
Con ello no queremos decir que, necesariamente, un grupo de escribas estuvo manipulando textos para mantenerlos en un estado más o menos verosímil. Eso hubiera sido lógico si se hubiera tratado de un grupo obstinado en conservar el poder. Pero resulta que quienes estuvieron más metidos en estas prácticas —los Esenios— no fueron el grupo en el poder. Por el contrario: se sentían excluidos de lo que por derecho les correspondía: el Sumo Sacerdocio y el Trono de David. Dicho de otro modo: no eran el grupo en el poder. Más bien, lo que parece que tenemos aquí es la genuina convicción de un grupo de místicos radicales respecto a que lo anunciado era lo correcto, pero que se habían equivocado en sus cálculos sobre el cumplimiento. Por lo tanto, la tarea de “corregir” los textos proféticos no tenía como objetivo defender lo injustificable, sino verdaderamente “corregir” la interpretación que, a todas luces, había resultado equivocada. Recalquemos: el punto parecía ser corregir el cálculo, no necesariamente la profecía.
¿Cómo se corrige un texto profético que falló en sus cálculos? Es una pregunta difícil. La primera limitante que tenemos para contestar esa pregunta, es que la mayoría de los textos apocalípticos que hemos recuperado de Qumram están, obviamente, incompletos. Por ello, resulta imposible dar una respuesta definitiva a cualquier asunto al respecto.
El único libro que podría darnos una muestra de ello es Daniel, pero sucede algo que complica mucho el asunto: dicho libro, tal y como lo conocemos, es la forma en la que los Fariseos (que no estaban de acuerdo con el extremismo apocalíptico) lo anexaron al canon bíblico.
Como veremos en las notas sobre Daniel, el libro presenta una serie de anexos posteriores a la versión original. Contemplándolos, podemos visualizar una teoría sobre el proceso con el que se conformó el texto final, pero siempre limitándonos a lo que les interesó a los Fariseos. Es un hecho que los Esenios tuvieron otra perspectiva de Daniel, y en las cuevas aledañas a Qumram se han encontrado fragmentos de otros textos relacionados con este profeta, lo que muestra que a la hora de enfrentar las profecías de Daniel que habían “fallado”, los Esenios se plantearon una solución que, muy probablemente, nunca vayamos a conocer completa.
Hay un aspecto más que considerar sobre las prácticas pseudo-epigráficas (especialmente las que fueron falsificaciones) de la Apocalíptica, y tiene que ver con la capacidad de convencer a los lectores de la antigüedad de un texto de elaboración reciente.
Parece obvio, pero —extrañamente— siempre que se habla de pseudo-epigrafía, pareciera que todo era cuestión de escribir algo, atribuírselo a otro, y asunto arreglado. Y la verdad es que le proceso es más complejo: cierto, puedo escribir un texto y atribuírselo a Daniel o Enok. Incluso, puedo ir con los combatientes que están enfrentando a los sirios, y leerles las profecías que anuncian que esta guerra va a terminar pronto, y si soy lo suficientemente convincente, seguro que me van a creer.
Pero no todos los judíos eran burdos combatientes analfabetas. También había escribas.
Un detalle que suele pasarse por alto es lo complejo que fue el mundo de los escribas. De hecho, suele hablarse de ellos como si hubieran sido un grupo homogéneo, cosa que es no sólo improbable, sino también absurda.
Si bien los escribas llegaron a ser muy numerosos en el grupo Fariseo, es obvio que la Casta Sacerdotal tenía sus propios escribas, mismos que no compartían los puntos de vista de los escribas Fariseos. Y es obvio, además, que los Esenios —postura extrema de la Casta Sacerdotal— tuvieron también sus propios escribas, que no estaban de acuerdo con la postura propia de los escribas al servicio del Clan Saduceo, por ejemplo. Y menos aún con los escribas Fariseos.
El punto es simple: convencer a un combatiente analfabeta de que el libro que tengo entre manos lo escribió Enok puede no ser difícil. Pero convencer a un escriba de un grupo antagónico es otra cosa.
Vamos, tan es otra cosa, que es bastante claro que los Fariseos nunca se sintieron convencidos por la pseudo-epigrafía de los Esenios. O dicho de otro modo: seguramente los escribas Fariseos, al tener contacto con este tipo de libros, bien pudieron haber dicho “falsificación”, y ya. De ese enorme universo literario, sólo fue aceptado en la Biblia el libro de Daniel. Y, como ya se ha aclarado, ni siquiera como libro de profecías.
En un último extremo, el autor del texto pseudo-epígrafo no sólo tenía que ser convincente con sus posibles críticos, sino también con sus herederos dentro del mismo grupo. Veámoslo así: yo puedo saber que escribí un texto que se le atribuye a Enok, pero mis alumnos no deben saberlo. Deben asumir que lo escribió Enok.
¿Cómo lograrlo? Haciendo una buena falsificación.
Si un escriba de línea radical se presentaba con un texto escrito —según él— por Enok, y al presentarlo mostraba un rollo nuevo con poco uso, era más fácil poder confrontarlo a que se trataba de una farsa. En cambio, si lo que presentaba era un rollo a todas luces antiguo escrito en letras antiguas, había más probabilidad de que fuera convincente.
¿Era posible disponer de pergaminos antiguos para elaborarlos con letras arcaicas? En realidad, sí, y sin mucho problema. El pergamino es un material que tiene un rango de vida útil de unos trescientos años, si se le cuida adecuadamente. Tiene otra ventaja: se puede raspar, de tal modo que se haga desaparecer el texto original. Una vez raspado, se adelgaza y requiere de un mejor cuidado, pero sin ningún problema se puede escribir otro texto en la superficie limpia.
El punto es este: si se trataba de presentar un texto que “pareciera” antiguo en lo referente al material, no había problema: se preparaba un pergamino antiguo y se le volvía a utilizar. El único punto extra por resolver serían las letras, o —por usar el tecnicismo correcto— el aspecto grafológico.
Todas las lenguas evolucionan, no sólo en el aspecto de cómo se hablan, sino también en el de cómo se escriben. Gracias a ello, podemos diferenciar el hebreo del siglo X al del siglo IX AC, y así sucesivamente.
Por lo tanto, si se me ocurre falsificar un documento que, pretendidamente, es de hace cuatro siglos, lo lógico es que utilice letras de hace cuatro siglo.
¿Era posible para los escribas del siglo II AC hacer eso? Es obvio que sí: libros con cuatro siglos de antigüedad había bastantes, como Isaías. Y si sabían leerlos, es obvio que además sabían como hacer las letras de cuatro siglos atrás, y además cómo se usaba el idioma cuatro siglos atrás.
El punto es simple: si se iba a hacer una falsificación, tenía que hacerse bien, de modo convincente.
Es fundamental tener en cuenta este detalle, porque a la hora de revisar algunas secciones del libro de Daniel nos vamos a encontrar con aspectos que nos pueden hundir en una falsa discusión, misma que se puede evitar si se recuerda que, en muchos casos con la Literatura Apocalíptica, estamos ante el trabajo de falsificadores profesionales.
Por el momento, baste con recalcar los aspectos esenciales de lo que implica la falsificación en la pseudo-epigrafía: no se trataba sólo de engañar; se trataba, esencialmente, de buscar la interpretación correcta de las profecías dadas por D-os. Parece extraño, y este tipo de actitudes hoy se nos antojan absurdas, pero recordemos que estamos hablando de otros parámetros culturales, hace más de dos mil años.
Y, siendo honestos, la verdad es que no nos resultan tan ajenas. Enfoquémoslo desde esta perspectiva:
La interpretación de las profecías sobre el Fin de los Tiempos ha sido uno de los temas favoritos de la humanidad. Desde los que se pasan la vida revisando el panorama profético bíblico, hasta los que le dedican sus estudios a Nostradamus o a las profecías mayas.
Concentrémonos en las supuestas profecías bíblicas: desde hace siglos (veinte, para ser francos) que se espera como inminente el fin. El arrebatamiento de la iglesia anunciado por Pablo, la llegada del Anticristo, la batalla de Armagedón. Todos esos acontecimientos fueron anunciados como “inminentes”, e incluso se dieron algunos detalles de lo que habría de suceder como preludio al cumplimiento de todo eso.
Por eso, los “especialistas” en profecía se la viven intentando identificar los acontecimientos actuales con esas “señales”. Es evidente que nada ha funcionado. ¿Qué se hace, entonces? ¿Admitir que ese mundo de “profecías” es un absurdo sin pies ni cabeza?
No. Lo que hacen es corregir la interpretación.
Exactamente, lo mismo que hicieron los Esenios hace veintiuno y veintidós siglos.
Veamos un ejemplo concreto y actual: en los años sesentas, setentas y ochentas, se enfatizó mucho que el último acontecimiento antes del Apocalipsis era la invasión rusa a Israel. La base era un texto que, estrictamente hablando, ni habla de rusos ni dice que se esté refiriendo a un acontecimiento previo al Fin de los Tiempos, pero eso nadie lo tomó en cuenta. Nos referimos a Ezequiel 38 y 39, que habla de una guerra entre Israel y Gog y Magog (estrictamente hablando, escitas).
Aquí lo evidente es esto: si se hablaba de una invasión rusa a Israel, es sólo porque se estaba inmerso en el panorama de la Guerra Fría. En 1989, el bloque soviético se derrumbó y las relaciones internacionales cambiaron. Incluso hoy, con todo y las fricciones que hay con Rusia, es totalmente improbable que dicho país organizara algo tan absurdo como una invasión militar a Israel.
¿Resultado? Se empezó a dejar de hablar de la futura guerra contra Rusia (aunque todavía hay uno que otro nostálgico que la sigue mencionando).
En esas mismas épocas nadie hablaba de Kuwait. Es obvio: la Biblia Hebrea no menciona a Kuwait. Sin embargo, a partir de 1991 Kuwait empezó a aparecer recurrentemente en el esquema de profecías, gracias a la invasión iraquí que provocó la Primera Guerra del Golfo.
Dicha guerra terminó, y no sucedió nada. El arrebatamiento de la iglesia no se produjo, el anticristo no se manifestó, y el apocalipsis no dio inicio, salvo en la ex Yugoslavia, en donde se desató la peor guerra de los últimos cincuenta años.
Durante los noventas, algunos esperaron que la guerra civil yugoslava fuera el marco para la aparición de un hábil político europeo que fuera “milagroso” a la hora de resolver problemas. El anticristo, para no ir más lejos.
Pero no: lo único que terminó por pasar fue la intervención de la OTAN y la persecución de los criminales de guerra.
Si hacemos un recuento de todo lo escrito por los “especialistas” en profecía (estilo Tim LaHaye o Hal Lindsey), nos vamos a enfrentar a la misma actitud: el problema no son las profecías, sino nuestra interpretación. Por lo tanto, hay que estarla reelaborando permanentemente.
Todavía a finales de los noventas se publicó el primer volumen de “Dejados Atrás”, una novela apocalíptica de Tim LaHaye. Aunque presentada a modo de ficción (una novela es una novela), la idea del libro causó un impacto profundo en la conciencia de muchos cristianos fundamentalistas. De hecho, estaba tan bien explicadas las razones para que el arrebatamiento de la iglesia sucediera en septiembre de 2001, que se empezó a crear una gran expectativa en muchos grupos cristianos, misma que llegó a proporciones de locura cuando el 9 de septiembre sobrevino el atentado a las Torres Gemelas.
Pero el arrebatamiento no llegó.
De todos modos, lo que originalmente iba a ser una serie de tres libros, luego se amplió a doce.
¿Por qué? Porque LaHaye sigue reelaborando su interpretación. Exactamente como lo hicieron los Esenios.
Parece inevitable ante las apasionantes profecías bíblicas: quienes ya se han dejado seducir por ellas, no van a admitir que no funcionan. Van a seguir reelaborando su modo de explicarlas, acoplándolas por la fuerza a las circunstancias actuales, y esperando que mañana suceda algo “profetizado” para entonces poder decir “se siguen cumpliendo”, y extender de ese modo su espera hasta el infinito.
Naturalmente, la otra reacción es más dolorosa, pero más práctica: negarles autoridad y ya, aún bajo el riesgo de ser señalado como un “escéptico”.
Justamente, lo que sucedió entre Fariseos y Esenios hace veintidós siglos: unos negando, los otros reinterpretando. Y para seguir reinterpretando, tuvieron que seguir escribiendo, e incluso, falsificando.
Supongo que no se imaginaban que, dos mil doscientos años más tarde, el fenómeno se iba a repetir por culpa de los mismos libros, sus libros. Claro, sin falsificaciones esta vez, pero sólo gracias a que se iban a desarrollar los conceptos de propiedad intelectual y derecho de autor.
Casi es momento de avocarnos al libro de Daniel para poder explicar sobre un texto concreto todo lo que hemos planteado a nivel teórico. Como última parte antes de ello, vamos a revisar el problema de la identidad de los autores de la Literatura Apocalíptica, así como una lista de los libros más representativos de ese género.

febrero 19, 2009

Cuarto Tema: LITERATURA APOCALÍPTICA Y GUERRA

Vale la pena insistir en que la Literatura Apocalíptica fue una radicalización del Profetismo Hebreo. Este tipo de fenómenos no se dan nada más porque sí. Si la radicalización fue extrema, tan sólo fue la expresión de una experiencia igualmente radical y extrema, que ya hemos mencionado: la Guerra Macabea, en la que el judaísmo tuvo que enfrentar una persecución brutal, cuyo objetivo definido fue el exterminio.
Intentemos reconstruir el proceso emocional de los judíos en ese momento, mezclado con la evolución de los conceptos que manejaba el Profetismo: desde finales del siglo VII AC, los profetas habían anunciado que Judea y Jerusalén serían destruidas. El trágico anuncio se cumplió, y los judíos tuvieron que soportar un exilio de varias décadas en Babilonia. Sin embargo, los profetas de esa época también anunciaron que la nación sería restaurada, cosa que también sucedió. Del mismo modo, se anunció la ruina de Babilonia, misma que sucumbió ante el poderío Medo-Persa.
Hasta allí, todo se había cumplido puntualmente.
Pero algo quedó en suspenso: la restauración plena, con la recuperación del poder por parte de la Casa del Rey David, y con ello el advenimiento de una nueva era de paz y seguridad para el pueblo judío.
En vez de ello, Judea siguió siendo un país vasallo, primero de los Medo-Pesas, luego de los Macedónicos, luego de los Egipcios de la dinastía Ptolomea, y finalmente de los Sirios Seléucidas.
¿Cómo interpretar ese margen de inexactitud en los anuncios proféticos? Eventualmente, se consolidaron dos tendencias: una se planteó la explicación en términos de que la profecía no es el anuncio de algo inevitable, sino una advertencia que, finalmente, debe ser verificada o revocada como consecuencia del comportamiento humano. Por lo tanto, si una parte medular de la profecía no se había cumplido —la llegada del Reino Mesiánico— era porque en algo se estaba fallando, y el mismo pueblo judío no estaba listo para la llegada de esa nueva era. La solución no era difícil de visualizar: reforzar la observancia de la Ley de Moisés hasta que se crearan las condiciones adecuadas para la restauración de la Casa de David en el poder (o, en términos equivalentes, la manifestación del Rey Mesías).
La otra tendencia, en contraparte, nunca contempló la posibilidad de que las profecías pudieran ser evitadas o confirmadas en función del proceder de la gente. Para este grupo, los decretos de D-os eran inamovibles, y el cumplimiento de lo profetizado tenía que darse, tarde o temprano. El problema, evidentemente, sólo habría sido —según ellos— algo así como un error de cálculo. Lo anunciado tenía que cumplirse. La falla estaba en el momento anunciado. Si no había sido durante el gobierno de Ciro el Grande (véase Isaías 45), sería más adelante.
Si uno medita en los postulados de cada tendencia, notará que no son muy diferentes. Acaso se distancian en las sutilezas, pero por lo menos coinciden en que el cumplimiento de las últimas profecías estaba aplazado.
Precisamente, hasta finales del siglo III AC no vemos un distanciamiento entre sectores del judaísmo, y es muy factible que ambas posturas hayan convivido sin dejar huellas de fuertes o serias controversias.
Fueron los catastróficos acontecimientos de la primera mitad del siglo II AC los que radicalizaron ambas posturas. Resulta muy difícil suponer que surgieran de la nada, por lo que podemos asumir que, hacia finales del siglo III AC, ambas opiniones ya estaban diferenciadas, pero no radicalizadas.
Cuando en 171 AC Antíoco IV Epífanes comenzó a interferir en la vida religiosa judía provocando la deposición del Sumo Sacerdote Onías III, los judíos empezaron a probar apenas el principio del trago más amargo que hasta entonces hubieran tenido que tomar.
En esas circunstancias, la postura extrema anticipó que esa crisis era el preludio a la consumación de la Historia.
En 167 AC, como consecuencia de la despiadada estrategia de Antíoco IV para erradicar al judaísmo, un sacerdote rural, Matatiahu Hasmoneo, organizó una guerrilla para empezar a enfrentar a los sirios y a los judíos que habían traicionado su fe.
No había muchas esperanzas para el pequeño grupo de combatientes, pero tampoco luchaban desde una perspectiva muy racional: su sentencia era la muerte, así que morir en el campo de batalla les confería, por lo menos, la recuperación de la dignidad.
Pero dentro de ese movimiento hubo un sector, muy seguramente sacerdotal (conocían de Historia, sabían escribir y produjeron documentos de muy compleja manufactura, así que debe deducirse que eran gente culta), que empezó a pregonar que esa guerra habría de concluir con la milagrosa victoria de los judíos. Fue, sin duda, durante los siguientes tres años que empezaron a integrarse las colecciones de “profecías” que anunciaban todo lo que en ese momento estaba sucediendo. Naturalmente, estamos hablando de documentos pseudo-epígrafos, elaborados al calor de la guerra, pero atribuidos a grandes personalidades del pasado, especialmente a dos profetas: Enok y Daniel.
Como ya mencionamos previamente, el triunfo judío sobre los sirios no fue tan milagroso, si consideramos que Siria se metió en demasiados problemas con sus campañas militares. Sin embargo, hubo un detalle que le dio a esta gesta el perfil permanente de “milagro”: la repentina muerte de Antíoco IV Epífanes en 164 AC, evento que anticipó la victoria judía sobre los sirios.
Sólo que hubo un detalle fallido que, además, fue el mismo de siempre: el Reino Mesiánico no llegó.
En 164 AC, Judas Macabeo —el hijo mayor de Matatiahu Hasmoneo— liberó Jerusalén, y restableció el culto judío en el Templo. Pero el Reino Mesiánico no llegó. Lo que llegó dos años después fue un tremendo embate sirio, que hacia 160 AC le costó la vida a Judas, que tuvo que heredar el liderazgo judío a su hermano Jonathán. Los combates terminaron en 158 AC con una cómoda paz para los judíos, toda vez que, muerto Antíoco IV Epífanes, a ningún gobernante sirio le interesaba en ese momento el exterminio del judaísmo. Mientras Judea siguiera funcionando como provincia del Imperio Seléucida, los sirios no tenían objeción. Y mientras los judíos pudieran practicar su religión en paz, Jonathán Macabeo tampoco tenía objeciones.
Pero hubo un grupo que sí tuvo objeciones: los que habían anunciado el advenimiento del Reino Mesiánico para ese momento (de hecho, para el momento en el que Antíoco había sido juzgado por D-os).
Es evidente que Jonathán, lo mismo que su familia, no perteneció a este grupo radical. Eso lo podemos saber por su pragmático modo de resolver el asunto: no esperó a que hubiera un contundente triunfo judío sobre los sirios, y menos aún a que fuera restablecido el trono de la Casa de David. En vez de ello, se contentó con firmar la paz, asumir la condición de reino vasallo pero autónomo en materia religiosa, y asumir que él, en tanto líder militar durante las últimas batallas, era el líder político y religioso de los judíos.
En 158 AC Jonathán Macabeo asumió el rol de Sumo Sacerdote, y además comenzó a ejercer las funciones de rey de los judíos. Esto iba en contra de toda la tradición sostenida por los judíos tradicionalistas, que consideraban que el Sumo Sacerdocio correspondía sólo a los descendientes directos de Aarón por la vía de Zadok (conocidos ya para entonces como los tzadokim o Saduceos), y que el trono le correspondía sólo a los descendientes directos del Rey David.
Y Jonathán Macabeo no pertenecía ni a un grupo ni al otro.
Usurpación, simplemente.
Esa fue la razón por la cual dos grupos radicalizaron su postura crítica hacia las instituciones judías: el grupo de extracto popular fue conocido, eventualmente, como los Fariseos; el de extracto aristocrático —evidentemente, miembros del clan Saduceo y del linaje de David— como los Esenios.
Aquí fue donde las dos posturas respecto a la naturaleza de la profecía terminaron de distanciarse. Los Fariseos, pragmáticos y preocupados por los aspectos éticos del judaísmo, asumieron que la era de los profetas había terminado, y que el advenimiento del Reino Mesiánico se daría sólo cuando el pueblo judío hubiera construido el nivel adecuado de observancia de la Ley de Moisés. Los Esenios, místicos y radicales, se dedicaron a reelaborar sus planteamientos proféticos para aguardar el momento en el que la manifestación del Reino Mesiánico fuera inevitable.
Hay un punto que le preocupó a ambos grupos, lo que demuestra que, antes de la guerra, tuvieron muchas cosas en común: la pureza. Tanto Fariseos como Esenios se dedicaron a diseñar estrictos cánones de vida que garantizaran la pureza espiritual y física del ser humano.
Curiosamente, hacia el siglo II AC dichas perspectivas de pureza resultaban ya incompatibles. La Farisea era de un talante práctico, mientras que la Esenia estaba impregnada de un fuerte contenido escatológico. Dicho en otras palabras: la pureza que buscaban los Fariseos se trataba de una férrea disciplina que le garantizara al ser humano hacer las cosas bien; la pureza Esenia era, en cambio, una preparación para el acontecimiento inevitable al que se tenía que llegar, previo al advenimiento del Reino Mesiánico: la guerra.
Esa es la razón por la cual las dos compilaciones literarias que surgieron en esa época son tan distintas. Por el lado Fariseo, estamos hablando de la Mishná, primera parte del Talmud. Por el lado Esenio, de la Literatura Apocalíptica. Así como en la Mishná nunca aparece la obsesión por la guerra, en la Apocalíptica este asunto está presente todo el tiempo, explícita o implícitamente.
Veamos algunos ejemplos:

19. Entonces tuve deseo de saber la verdad acerca de la cuarta bestia, que era tan diferente de todas las otras, espantosa en gran manera, que tenía dientes de hierro y uñas de bronce, que devoraba y desmenuzaba, y las sobras hollaba con sus pies;
20. asimismo acerca de los diez cuernos que tenía en su cabeza, y del otro que le había salido, delante del cual habían caído tres; y este mismo cuerno tenía ojos, y boca que hablaba grandes cosas, y parecía más grande que sus compañeros.
21. Y veía yo que este cuerno hacía guerra contra los santos, y los vencía,
22. hasta que vino el Anciano de días, y se dio el juicio a los santos del Altísimo; y llegó el tiempo, y los santos recibieron el reino.
23. Dijo así: La cuarta bestia será un cuarto reino en la tierra, el cual será diferente de todos los otros reinos, y a toda la tierra devorará, trillará y despedazará.

Daniel 7.19-23

17. Y vi a un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios,
18. para que comáis carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes.
19. Y vi a la bestia, a los reyes de la tierra y a sus ejércitos, reunidos para guerrear contra el que montaba el caballo, y contra su ejército.

Apocalipsis 19.17-19

El día que caigan los Kittim habrá una batalla y gran carnicería delante del Dios de Israel, en el día escogido por Él desde tiempos inmemoriales, para la guerra de destrucción de los Hijos de las Tinieblas. En ese día llegarán para la gran carnicería, la congregación de los dioses y la asamblea de los hombres. Los Hijos de la Luz y los Hijos de las Tinieblas combatirán juntos bajo el poder de Dios, en medio del estruendo de una gran multitud, y de los gritos de los dioses y de los hombres, en el día del infortunio. Y serán días de gran dolor para el pueblo redimido por Dios, y entre sus desolaciones no habrá ninguna parecida a esa, desde que haya iniciado y concluido, para que venga la salvación. Y el día en que hagan la guerra contra los Kittim, les salvará de la gran carnicería de aquel combate. Durante tres tiempos, los Hijos de la Luz serán los más fuertes para destruir la impiedad. Y durante otros tres tiempos, el ejército de Belial atacará para que las huestes de Dios retrocedan. Y los batallones de soldados harán que el corazón se doble, pero el poder de Dios fortalecerá el corazón de los Hijos de la Luz. Y en el séptimo tiempo la gran mano de Dios derrotará a los Hijos de las Tinieblas, y a los ángeles del Imperio, y a todos los hombres de su partida.
De La Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas

Los tres textos seleccionados provienen, externamente, de tres diferentes ambientes literarios: Daniel es parte del canon bíblico hebreo, aunque no es considerado como libro profético. El Apocalipsis, por su parte, es parte del canon bíblico cristiano (Nuevo Testamento). Finalmente, La Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas es uno de los más sorprendentes textos que se hayan recuperado en la zona aledaña a Qumram (Mar Muerto), y es un texto que, hasta antes de su recuperación a mediados del siglo XX, era totalmente desconocido.
Ahora bien: señalamos que provienen de ambientes diferentes en lo externo. La realidad es que pertenecen al mismo género literario: el apocalíptico. Por lo tanto, la realidad es que fueron producidos —en sus versiones originales— dentro del mismo ambiente: el radicalismo profético judío vinculado con la secta Esenia.
Estrictamente hablando, el único texto (de los tres citados) que conocemos vinculado sólo con ese ambiente (el Esenio) es La Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas. A Daniel lo conocemos como parte de la Biblia Hebrea (y recuérdese: desde la perspectiva Farisea), y al Apocalipsis lo conocemos como un texto apocalíptico cristiano canónico. Sin embargo, como veremos más adelante, es imposible hablar de una “Apocalíptica Farisea” o de una “Apocalíptica Cristiana”. Llegado el momento, revisaremos cómo fue alterado el sentido original de ambos textos para poder ser incorporados como parte de la Biblia Hebrea por los Fariseos (Daniel), o del Nuevo Testamento por el cristianismo (Apocalipsis).
El punto relevante, por el momento, es destacar la importancia que tiene en este tipo de textos el asunto de la guerra.
La apocalíptica surgió de una guerra, y al finalizar esta y no cumplirse el más importante de todos los objetivos (la llegada del Reino Mesiánico), este género literario empezó a prever que tendría que haber otra guerra.
El declive de la dinastía Hasmonea hacia principios del siglo I AC preparó el terreno para que en 63 AC, las tropas romanas bajo el mando de Pompeyo incorporaran Judea como una provincia más de la todavía República Romana, situación que se dio en medio de un grave conflicto que, según las crónicas de Flavio Josefo, dejó un saldo de unos veinte mil muertos.
Un poco más de veinte años después, Roma aprobó el establecimiento de una nueva dinastía en el gobierno de Judea: los Herodes, que ni siquiera eran hebreos, sino idumeos. La crueldad con la que Herodes el Grande gobernó empezó a radicalizar a la sociedad judía, y el radicalismo esenio pronto pudo identificar al protagonista de la siguiente guerra: el Imperio Romano.
Pese a la controversia que algunos han querido sostener al respecto, no queda duda de que los llamados kittim son los romanos (está claro desde el libro de Daniel en una referencia que ni siquiera menciona una posible guerra contra Roma, sino los conflictos que Antíoco IV Epífanes tuvo por su proyecto de invasión a Egipto; véase Daniel 11.30), y que —en consecuencia— el libro La Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas es todo un manual para el momento en el que, eventualmente, judíos y romanos se enfrentaran.
Hay un aspecto importante que debe rescatarse de esto: la perspectiva de la apocalíptica, y con ello de la comunidad esenia, es una perspectiva pesimista en esencia. Creyentes radicales de la corrupción del ser humano (aunque no en un plano absoluto, como posteriormente planteó el calvinismo), vivieron convencidos de que el único modo en el que el mundo podía ser purificado era la guerra.
En ese aspecto, podríamos decir que llegaron a una postura muy similar a la de los modernos integrismos religiosos, aunque con una salvedad: los Esenios no parecen haber sido activos en materia de confrontaciones bélicas. Dicho de otro modo: no tomaron ninguna iniciativa para que esta guerra contra Roma sucediera (de todos modos, era innecesaria; seguramente fueron perspicaces observadores de cómo las relaciones entre judíos y romanos se iban deteriorando).
Flavio Josefo describió a los Esenios (principalmente en Antigüedades de los Judíos y Las Guerras de los Judíos) como un grupo aparentemente pacífico. Si bien es una descripción cuestionable (más adelante veremos por qué), hay que ser precisos en un punto: los Esenios no parecen haber querido provocar la guerra, pero es un hecho que estaban convencidos de que esa guerra vendría.
El monasterio de Qumram fue destruido por los romanos en 68 DC, dos años antes de Jerusalén. Eso implica que dicho lugar estuvo involucrado en el levantamiento contra Roma (incluso, Flavio Josefo menciona que uno de los principales líderes de la revuelta fue Juan el Esenio).
¿Estuvieron participando activamente los Esenios en el levantamiento? Es lo más lógico. De lo contrario, es imposible explicar por qué, justamente después de la derrota judía frente a los romanos, los Esenios desparecieron por completo de la Historia.
Pero también es lo más lógico si tomamos en cuenta que su literatura más representativa (la apocalíptica) estaba enfocada a eso, justamente: la guerra. Convencidos de que obtendrían una milagrosa victoria, todo parece indicar que, aunque no fueran los provocadores directos de esa confrontación, se sumaron a ella y lucharon hasta el final. Los restos de las obras apocalípticas escritas durante la época de la guerra contra Roma demuestran que, aún después de la destrucción del Templo de Herodes (véase Apocalipsis 15.5-8), estos combatientes estaban seguros de que habrían de triunfar.
El argumento final para contemplar el vínculo entre apocalíptica y guerra es simple: tras la derrota de la rebelión judía en 73 DC, cuando cayó el último reducto de resistencia, no se volvió a escribir literatura apocalíptica como tal.
Como veremos en una nota posterior, la apocalíptica cristiana debe ser entendida desde una perspectiva radicalmente diferente, y es más bien un género post-apocalíptico, que Literatura Apocalíptica en sí.
En resumen, las dos grandes guerras que los judíos tuvieron que enfrentar entre los siglos II AC y I DC fueron el marco para el desarrollo, evolución y conclusión de este género literario. Las primeras obras surgieron en el momento del conflicto contra el Imperio Seléucida, y las últimas durante la guerra contra el Imperio Romano.
Por ello, estos textos están impregnados de sangre y horror, toda vez que la expectativa de estos místicos radicales fue suponer que esos combates eran el espacio para que D-os derramara toda su ira contra el pecado humano.